San Pedro Crisólogo
El sacrificio espiritual (Sermón 108)
¡Oh admirable piedad
que, para conceder, ruega que se le pida! Pues hoy el bienaventurado
Apóstol, sin pedir cosas humanas sino dispensando las divinas, pide así:
os ruego por la misericordia de Dios (Rm 12, 1). El médico, cuando
persuade a los enfermos de que tomen austeros remedios, lo hace
con ruegos, no con mandatos, sabiendo que es la debilidad y no
la voluntad la que rechaza los remedios saludables, siempre que el
enfermo los rehuye. Y el padre, no con fuerza sino con amor, induce al
hijo al rigor de la disciplina, sabiendo cuán áspera es la disciplina para
los sentidos inmaduros. Pues si la enfermedad corporal es guiada con ruegos a
la curación, y si el ánimo infantil es conducido a la prudencia con
algunas caricias, ¡cuán admirable es que el Apóstol, que en todo momento
es médico y padre, suplique de esta manera para levantar las
mentes humanas, heridas por las enfermedades carnales, hasta
los remedios divinos!
Os ruego por la misericordia
de Dios. Introduce un nuevo tipo de petición. ¿Por qué no por la virtud?,
¿por qué no por la majestad ni por la gloria de Dios, sino por su
misericordia? ?Porque sólo por ella Pablo se alejó del crimen de
perseguidor y alcanzó la dignidad de tan gran apostolado, como él
mismo confiesa diciendo: Yo, que antes fui blasfemo, perseguidor
y opresor, sin embargo alcancé misericordia de Dios (1 Tim 1, 13). Y
de nuevo: verdad es cierta y digna de todo acatamiento que Jesucristo vino
a este mundo para salvar a los pecadores, de los cuales el primero soy yo.
Mas por eso conseguí misericordia, a fin de que Jesucristo mostrase en mí
el primero su extremada paciencia, para ejemplo y confianza de los
que han de creer en Él, para alcanzar la vida eterna (1 Tim 1, 15-16).
Os ruego por la
misericordia de Dios. Ruega Pablo, mejor dicho, por medio de Pablo ruega
Dios, que prefiere ser amado a ser temido. Ruega Dios, porque no quiere
tanto ser señor cuanto padre. Ruega Dios con su misericordia para no
castigar con rigor. Escucha al Señor mientras ruega: todo el día
extendí mis manos (Is 65, 2). Y quien extiende sus manos, ¿acaso
no muestra que está rogando? Extendí mis manos. ¿A quién? Al pueblo.
¿A qué pueblo? No sólo al que no cree, sino al que se le opone. Extendí
mis manos. Distiende los miembros, dilata sus vísceras, saca el pecho,
ofrece el seno, abre su regazo, para mostrarse como padre con el afecto de
tan gran petición.
Escucha también a
Dios que ruega en otro lugar: pueblo mío, ¿qué te he hecho o en qué te he
contristado? (Mic 6, 3). ¿Acaso no dice: si la divinidad es desconocida,
sea al menos conocida la humanidad? Ved, ved en mí vuestro
cuerpo, vuestros miembros, vuestras entrañas, vuestros
huesos, vuestra sangre. Y si teméis lo divino, ¿por qué no amáis al menos
lo humano? Si huís del Señor, ¿por qué no acudís corriendo al padre? Pero
quizá os confunde la grandeza de la Pasión que me hicisteis. No temáis.
Esta cruz no es mi patíbulo, sino patíbulo de la muerte. Esos clavos no me
infunden dolor, sino más bien me infunden vuestra caridad. Estas heridas
no producen mis llantos, sino más bien os introducen en mis entrañas.
La dislocación de mi cuerpo dilata más mi regazo para acogeros a vosotros,
y no acrecienta mi dolor. Mi sangre no se malogra, sino que sirve para
vuestro rescate. Venid, pues, regresad y probad al menos al padre, viendo
que devuelve bondad a cambio de maldad, amor a cambio de ofensas,
tan gran caridad a cambio de tan grandes heridas.
Pero oigamos ya qué
pide el Apóstol: os ruego que ofrezcáis vuestros cuerpos. El Apóstol,
rogando de este modo, arrastró a todos los hombres hasta la
cumbre sacerdotal: que ofrezcáis vuestros cuerpos como hostia viva.
Ah inaudito oficio del pontificado cristiano, en el que el hombre es
a la vez hostia y sacerdote, porque el hombre no busca fuera de sí lo
que va a inmolar a Dios; porque el hombre, cuando está dispuesto a ofrecer
sacrificios a Dios, aporta como ofrenda lo que es por sí mismo, en sí
mismo y consigo mismo; porque permanece la misma hostia y permanece el
mismo sacerdote; porque la víctima se inmola y continúa viviendo, el sacerdote
que sacrifica no es capaz de matar. Admirable sacrificio, donde se ofrece
un cuerpo sin cuerpo y sangre sin sangre.
Os ruego por la
misericordia de Dios que ofrezcáis vuestros cuerpos como hostia viva.
Hermanos, este sacrificio proviene del ejemplo de Cristo, que inmoló
vitalmente su cuerpo para la vida del mundo, y lo hizo en verdad hostia
viva, ya que habiendo muerto vive. Por tanto, en tal víctima la muerte es
aplastada, la hostia permanece, vive la hostia, la muerte es castigada.
De aquí que los mártires por la muerte nacen, con el fin
comienzan, por la matanza viven, y brillan en los cielos, mientras que en
la tierra se consideraban extinguidos.
Os ruego por la
misericordia de Dios que ofrezcáis vuestros cuerpos como hostia viva y
santa. Esto es lo que cantó el profeta: no quisiste sacrificio ni
oblación, y por eso me diste un cuerpo (Sal 39, 7). Hombre, sé sacrificio
y sacerdote de Dios; no pierdas lo que te dio y concedió la autoridad
divina; vístete con la estola de la santidad; cíñete el cíngulo de la
castidad; esté Cristo en el velo de tu cabeza; continúe la cruz
como protección de tu frente; pon sobre tu pecho el sello de la
ciencia divina; enciende el incensario en aroma de oración; toma
la espada del Espíritu; haz de tu corazón un altar; y así,
con seguridad, mueve tu cuerpo como víctima de Dios. El Señor busca
la fe, no la muerte; está sediento de deseos, no de sangre; se aplaca con
la voluntad, no con la muerte. Lo demostró, cuando pidió a Abraham que le
ofreciera a su hijo ?como víctima. Pues, ¿qué otra cosa sino su propio
cuerpo inmolaba Abraham en el hijo?, ¿qué otra cosa pedía Dios
sino la fe al padre cuando ordenó que ofreciera al hijo, pero no
le permitió matarlo? Confirmado, por tanto, con tal ejemplo,
ofrece tu cuerpo y no sólo lo sacrifiques, sino hazlo también instrumento
de virtud.
Porque cuantas veces
mueren las artimañas de tus vicios, tantas otras has inmolado a Dios
vísceras de virtud. Ofrece la fe para castigar la perfidia; inmola el
ayuno para que cese la voracidad; sacrifica la castidad para que muera la
impureza; impon la piedad para que se deponga la impiedad; excita
la misericordia para que se destruya la avaricia; y, para
que desaparezca la insensatez, conviene inmolar siempre la santidad:
así tu cuerpo se convertirá en hostia, si no ha sido manchado con ningún
dardo de pecado.
Tu cuerpo vive,
hombre, vive cada vez que con la muerte de los vicios inmolas a Dios una
vida virtuosa. No puede morir quien merece ser atravesado por la espada de
vida. Nuestro mismo Dios, que es el Camino, la Verdad y la Vida, nos libre
de la muerte y nos conduzca a la Vida.
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