I
LA SANGRE PRECIOSA DE
CRISTO
EN EL MISTERIO DE LA
REDENCIÓN
LA VIRTUD REDENTORA DE LA
SANGRE
Hemos de profundizar
aún más en nuestra meditación y, para hacerlo, tomaremos por guía al doctor
Angélico (cfr. Sum., III, q. 48). El
poema de la Redención es como un prisma de muchas caras irisadas. Por cada una
de estas caras veremos nosotros resplandecer un reflejo sanguíneo.
En efecto, la
Redención es el don de la Divina Sangre a
la Humanidad, para enriquecerla de méritos que no tenía. Ni los tenía ni
podía tenerlos, puesto que la culpa había matado en ella la raíz misma del
mérito, la caridad. Era necesario que Cristo, Primogénito entre muchos hermanos (Rom. 8,29), cediese las propias
riquezas a éstos, con quienes estaba íntimamente solidarizado en virtud de su
naturaleza humana. Tales riquezas no eran otras, sino las que Él se había
granjeado con su Sangre. Pues en la Sangre está la vida, y dar la sangre, quiere decir precisamente, dar la vida. Ahora bien; nadie
tuvo jamás un amor más grande que quien dio la vida por sus amigos (Jo.
15,13). Todo el origen de nuestros merecimientos está en este don inefable.
La Redención es la
respuesta divina a la voz de la Sangre de
Cristo, implorando de su Padre perdón para nosotros, en nuestro favor. Nada
tiene mayor elocuencia que la sangre. La primera vez que se vio la tierra
manchada con ella, Dios gritó al punto indignado a Caín el fratricida: ¿Qué has hecho? La voz de la sangre de tu
hermano me está gritando desde la tierra (Gen. 4,10). Mas, ¿ay! La
provocación de los sanguinarios se multiplicó casi hasta lo infinito en el
decurso de los siglos. Para poder acallar esa voz, clamando venganza, se
precisaba de otra voz más poderosa que clamase a su vez misericordia. Esta voz
fue la Sangre del Dios-Hombre: melius
loquentem quam Abel (Heb. 12,24). San Pablo hace esta observación: Habiendo
ofrecido en los días de su vida mortal oraciones y súplicas con poderosos
clamores y lágrimas al que era poderoso para salvarle de la muerte, fue
escuchado por su reverencial temor… y vino a ser para todos los que le
obedecían causa de salud eterna (Heb. 5,7-9). Eran precisamente gritos y
lágrimas de Sangre.
La Redención equivale al precio de la Sangre, ofrecida por
Cristo al Padre con dos finalidades: la de darle una satisfacción condigna por
la ofensa que le hiciera el género humano, y la de conseguir para éste la
libertad de los hijos de Dios. ¿Quién
jamás de entre los nacidos en el odio; qué persona pudo nunca acercarse al
Santo inaccesible para decirle: Perdona?, ¿hacer con Él un pacto eterno?,
¿arrebatarle la presa al vencedor del infierno? (Manzoni, La Navidad).
La ofensa que, en lo
que respecta a Dios, era infinita, exigía una reparación de valor infinito. Las
cadenas de la esclavitud bajo el imperio de Satanás y del pecado, y remachadas
sobre las muñecas de los hombres, no podrían ser quebrantadas más que por una
fuerza infinita. Como observa San Agustín: Mientras
que los hombres tuvieron facilidad para venderse, ahora no podrían rescatarse;
peor, no tenían siquiera posibilidad de rescatarse. El precio de semejante
rescate es nada menos que la Sangre de Cristo. Nada es capaz de ponérsele junto
para compararla, porque realmente su valor es tan grande, que ha podido
comprarse con ella el mundo entero y todos los pueblos.
La Redención es una
consecuencia del ofrecimiento de la
Sangre en holocausto a la Divinidad. Al trastornar el pecado las relaciones
entre el Creador y sus criaturas, le disputa a Dios los derechos soberanos y la
gloria que a Él solo es debida. El
sacrificio pretende reparar tan delictivo atentado y el desorden monstruoso de
la culpa, mediante el reconocimiento solemne del dominio de Dios sobre todos
los seres y particularmente el hombre, sobre la vida y sobre la muerte. Por
esta razón la efusión de la sangre, que equivale a una destrucción de la vida,
constituye la esencia del perfecto sacrificio. Oblación única; capaz de
subsanar el desequilibrio moral y de restituirle a Dios toda la gloria;
oblación cruenta, que sólo Cristo pudiera ofrecer, quien precisamente habiendo ofrecido un sacrificio por los
pecados, para siempre se sentó a la diestra de Dios… De manera que, con una
sola oblación, perfeccionó para siempre a los santificados (Heb. 10,12-14).
Por último, la
Redención es admirable efecto del baño de
la Sangre, llovida sobre las almas desde las heridas de la Humanidad del
Redentor. Tal es el concepto que con frecuencia sale al encuentro en los Libros
Sagrados y en las afectuosas elevaciones de los padres y Doctores de la
Iglesia. La culpa mancha y deforma el alma, que se convierte así en objeto
repugnante para Dios. Ahora bien, ningún baño puede penetrar con su eficacia
hasta el alma, sino es el que se realice con esta Sangre Divina, que obra
precisamente en virtud de la Divinidad, a la que está inseparablemente unida. Este
es el baño prodigioso preparado para nosotros, pecadores, por el amor heroico e
inagotable de nuestro Dios.
San Ambrosio exclama: Salve, ¡oh Víctima de salvación!, ofrecida
por mí y por todo el género humano en el patíbulo de la Cruz. Salve, ¡oh noble
y preciosa Sangre!, que fluyes de las llagas de Nuestro Señor Jesucristo
Crucificado y que limpias los pecados de todo el mundo. Acuérdate, Señor de tu
criatura, redimida con tu Sangre.
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