I
LA SANGRE PRECIOSA DE
CRISTO
EN EL MISTERIO DE LA
REDENCIÓN
EL BENEFICIO DE LA SANGRE
El gran Santo Tomás
nos invita de nuevo a espaciarnos en el campo del misterio, para mejor
comprender y valorar la riqueza de los frutos de la Redención (Sum. p. III, q. 49), llevándonos de la
consideración de la admirable y múltiple virtualidad de la Sangre de Cristo, a
la de los efectos obtenidos en realidad. El beneficio es inmenso. Mejor sería
decir que aquí se trata de un cúmulo de beneficios.
El primero de ellos es
la liquidación de la culpa y de todas
sus fatales consecuencias. Dios –como
viene a decir San Pablo- nos salvó y nos
llamó con vocación santa, no en virtud de nuestras obras, sino en virtud de su
propósito y de la gracia que nos fue dada en Cristo Jesús (II Tim. 1,9).
Gracia que floreció precisamente en su Sangre, según en otro lugar afirma el
mismo San Pablo: En Cristo tenemos la
Redención y la Remisión de los pecados mediante su Sangre (Colos. 1,14).
Los conceptos de
redención y de liberación equivalen. Quitado el pecado, que es como hipoteca
que el demonio tiene puesta sobre las almas, se derrumba todo el reino
satánico. Ante la inminencia de su pasión, lo había predicho Jesús: El príncipe de este mundo será arrojado
fuera, y Yo, si fuese levantado en la tierra (es decir sobre la Cruz), atraeré todo a Mí (Jo. 12, 31-32). De la
misma manera atribuye el Apóstol de las Gentes ese mismo don inefable de Dios a
la Sangre de Cristo, al librarnos del
poder de las tinieblas y trasladándonos al reino del Hijo de su amor
(Colos.1,13).
Remitida ya la culpa,
no tiene más razón de ser el castigo. De aquí, que podemos considerarnos libres
también del infierno y de las penas temporales, según sea la medida en que participamos
del beneficio de la Sangre. Pues no conviene olvidar que solamente los
señalados con la Sangre del Cordero han de ser respetados por el ángel
exterminador, del mismo modo que fueron respetados en Egipto las casas de los
hebreos, cuyas puertas ostentaron las señales hechas con la sangre del cordero
pascual (Cfr. Ex. 12), cuando tuvo lugar aquel masacro terrorífico de los
primogénitos egipcios.
Otra serie de
beneficios es la que encubre el concepto de Reconciliación.
Dice el Apóstol: Estuvisteis entonces sin
Cristo, alejados de la sociedad de la Iglesia, extraños a la alianza de la
promesa, sin esperanza y sin Dios en el mundo; mientras que ahora, por Cristo
Jesús, los que un tiempo estabais lejos, habéis sido acercados por la Sangre de
Cristo (Efes.2,12-13). Sí, estábamos muy alejados de Dios, de quien nos
había enemistado la culpa; pero, una vez que fue derribada la barrera que nos
separaba, henos de nuevo entre sus brazos, cual hijos y amigos de adopción.
Alejados también unos de otros como hermanos, nos habíamos hecho otra cosa que
hermanos, más bien lobos, (homo homini
lupus); mas, cuando la gracia y la caridad rehicieron los corazones, he
aquí que se volvieron a reanudar y a quedar soldados los vínculos de la
verdadera fraternidad mediante la Sangre de Cristo. De esta manera, el abismo
que distanciaba a las naciones quedó también abierto, destruyéndose por otra
parte y para siempre las diferencias de razas, de atavismos, de hegemonías, y
viniendo a ser refundidos todos los pueblos en un solo y grande pueblo, amasado
con la Sangre Redentora.
La Cruz fue a manera
de puente tendido entre la tierra y el cielo, con el fin de facilitar la
comunicación entre los desterrados de la
tierra y los bienaventurados del Reino Eterno. Porque: Plugo al Padre que en Él habitase toda plenitud, y por Él reconciliar
consigo, pacificando por la Sangre de su Cruz, todas las cosas, así las de la
tierra como las del cielo. (Colos. 1,9-20).
Un tercer beneficio
derivado de la Divina Sangre, fue la exaltación
de la Humanidad, por cuyas venas comenzó a circular aquella, ennobleciendo
hasta lo infinito nuestra estirpe. Bien dijo el obispo de Hipona: El hizo también preciosa la sangre de los
suyos, por quienes dio el precio de su sangre. ¡He ahí nuestra auténtica
nobleza! Gloriarnos de aquella herencia que recuerda nuestra sangre infectada
por la persona de origen, significaría proclamar nuestra vergüenza. En cambio,
la conciencia de la nueva dignidad de hijos adoptivos de Dios, hechos tales por
la gracia de Cristo., por quien fuimos ennoblecidos sobre nuestra primitiva
nobleza, nos confiere la gallardía de poder levantar nuestra frente, antes
envilecida por el rubor de la culpa, para poder ahora mirar al cielo como una
herencia prometida y asegurada: si hijos,
también herederos (Rom. 7,17).
San Lorenzo Justiniano
conmueve al alma poniendo de relieve este mismo pensamiento. Dice: La púrpura de la Sangre de Cristo me hace
amable para Dios y para el mundo. Amable y honrado. Las turbas de
bienaventurados se preguntan: ¿Quién es éste tan digno de verse con tal
vestidura? (Isaías, 63,1). ¿Quién este que viene avanzando glorioso, coronado
con la Sangre de Cristo?
La flor más admirable
que brotará jamás junto a este torrente de Sangre, fue ciertamente Aquella que
hubo de prestarle su propia sangre al Verbo Divino: la Virgen Madre. La Iglesia
enseñó al mundo una doctrina profunda al
definir como dogma de fe la Concepción Inmaculada de María. Ella también es
hija de la Redención. Pero lo es de una
manera mucho m{as elevada y perfecta: sublimiori
modo redempta.
No fue librada, sino prevenida de la culpa original. Y lo fue precisamente gracias y en
vista de los futuros merecimientos de Cristo, esto es, de su sangre Divina. En
efecto; ¿cómo iba a estar contaminada aquella sangre que había sido escogida para
ser transfundida a las venas de su Hijo Dios? La Sangre del Cordero sin mancha
fue, pues, la que con efecto retrospectivo preservó también la de la Madre, quien
por esto mismo, vino a ser, en cierta manera, según feliz expresión de Dante: hija de su Hijo. Y nosotros recordamos
con emoción que la encantadora belleza de maría, de su cuerpo y de su alma, es
un prodigio de la Sangre Redentora.
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