III
LA HORADE LA SANGRE
A TODOS LOS HIJOS DE
LA SANGRE
El día propiamente dicho del
nacimiento no fue precisamente aquel que abristeis lo ojos a la luz, sino el
día de vuestro bautismo, que os regeneró para Cristo. De poco os hubiera
servido el nacer si no hubierais encontrado preparada la Redención: nihil nasci profuit, nisi redimi profuisset.
Aquel día quedasteis marcados con la Sangre del Cordero por entonces y para
siempre.
Se sucedieron luego otros días –los miraréis
como los más hermosos de vuestra vida-, en los que nuevo flujo de Sangre
invadió vuestras almas. Nadie de vosotros puede olvidarse de su primer
encuentro con Jesús Eucaristía, después de haberse preparado antes con el
lavacro de la Penitencia. Me resulta halagüeño el suponer que, a partir de
entonces, se sucedieron con frecuencia estos baños depuradores y los encuentros
eucarísticos.
Por último, los que habéis consagrado
con el matrimonio una nueva familia, le habéis hecho rubricando vuestro pacto
con la Sangre de la Redención.
Pues bien: ¿tenéis conciencia de
vuestra dignidad de cristianos? El Apóstol de las gentes os da aun este aviso: No pertenecéis a vosotros mismos. Habéis sido
comprados a alto precio. Glorificad, pues, y llevad a Dios en vuestro cuerpo
(1 Cor., 6,19-20).
Glorificar a Dios en el propio cuerpo significa mantener limpia y
luminosa, mediante una vida intachable y una conducta realmente cristiana, la
imagen soberana de Dios impresa en vosotros por la creación, así como la amable
fisonomía de Cristo, grabada en vuestra alma por el Redentor por medio de los
sacramentos.
Llevar a Dios en el propio cuerpo significa transfundir desde el alma
vivificada por la gracia, a través de la carne, tal luz y sonrisa de la
Divinidad, que resplandezca en el buen ejemplo. Es consigna de Jesús: Ha de resplandecer vuestra luz ante los hombres para que, viendo vuestras
obras buenas, glorifiquen a vuestro Padre, que está en los cielos (Mt., 5,17).
Todo esto, para resumirlo en una
palabra, es lo que significa llevar en triunfo la sangre de Cristo.
Mas para conservar y valorizar esos
bienes inestimables de la Redención, es necesario que vayamos con frecuencia la
las fuentes del Salvador, de manera particular
allí donde la Divina Sangre fluye para purificar las almas y donde se hace
bebida confortante de vida eterna: en la confesión y en la comunión
eucarística. Si alguien tiene sed –
decía Jesús a las turbas- que venga a Mí
y beba (Jo., 7,37). ¿No es precisamente a sed una cosa que abraza el
corazón y el alma? Sed de bondad, sed de pureza, sed de amor, sed de alegría y
de felicidad. Pero, en realidad, todo esto es pura ilusión si no se va a apagar
la sed que se siente, en Dios.
Jesús, desde luego, nos llama. Él nos
dará el agua, cuyo chorro salta hasta la vida eterna. Él nos servirá el vino
vigorizador de su Sangre. ¡Seríamos, por tanto, insensatos y despreocupados si
rehusáramos el sentarnos en un convite tan dulcísimo!
Que nos diga las últimas palabras
seráficas un Sato que hizo las más dulces experiencias: ¡Oh corazón de diamante, sumérgete en la Sangre candorosa de nuestro
Cordero! Arrójate dentro de ella para calentarte, y con el calor enternecerte
y, enternecido, abrir las compuertas de las lágrimas. Yo para mí buscaré la
fuente de las lágrimas y la encontraré en las lágrimas, en la Cruz, en los
clavos y, finalmente en la sangre roja del mansísimo Jesús… Me apresuraré a
beber y compraré, sin gasto alguno, aquel vino y aquella leche, que la Sabiduría
del Padre Eterno, el benignísimo Jesús, nos brindaba en el cáliz de su carne,
es decir, su Sangre, precio de nuestra vida. Daos prisa a venir conmigo cuantos
queréis bien a Jesús bueno. Compradlo,
no con metales corruptibles de oro o de plata, sino con el cambio de obras y de
santa cortesía. Comprad aquel vino y aquella leche, La Sangre purísima, que
embriaga como vino a los perfectos y que, lo mismo que la leche, nutre a los
niños. Si eres perfecto, si eres robusto, será para ti vino la Sangre de Jesús.
¡Sangre sincera de uva generosa! Si eres aún débil y necesitado de la primera
alimentación de la leche, la Sangre será tu leche nutritiva. Bebe, pues, de
esta purísima Sangre (San Buenaventura:
La vid mística, c. 15).
No nos queda más que postrarnos y
rezar:
Alma de Cristo, santifícame.
Cuerpo de Cristo, sálvame.
Sangre de Cristo, embriágame.
Agua del costado de Cristo, lávame.
Pasión de Cristo, confórtame.
Entre tus llagas, escóndeme…
En la hora de mi muerte, llámame…
Oh buen Jesús, escúchame.
(San Ignacio)
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