I
LA SANGRE PRECIOSA DE
CRISTO
EN EL MISTERIO DE LA
REDENCIÓN
LA MADRE
Jesús, Hijo de Dios
vivo, también era Hijo del hombre. Él tenía placer en denominarse con este
título, no sólo por humildad, sino para darnos a entender que llevaba a cabo su
misión y su obra redentora en aquella vestidura de su humanidad, destinada a
ser horriblemente desgarrada. Ahora bien: decir Hijo del hombre, no es decir
más que Hijo de María, puesto que ambos títulos son equivalentes. Esta es la
razón por qué la Sangre de Jesús es así mismo Sangre de la Virgen. Por eso,
cuando la Madre Divina viera correr aquella Sangre, pudo pensar: ¡Es mi Sangre! En realidad no hubiera
sufrido más si aquella Sangre viva hubiera brotado de su mismo cuerpo virginal.
Esta consideración nos da alguna medida de lo que María participó en el cruento
sacrificio de la Cruz.
Ya en otro tiempo fue
Ella quien vio brotar las primeras gotitas de sangre en la circuncisión, y le
pareció sentir volcársele el Corazón. Presintió ya entonces aquel drama de
Sangre que el anciano profeta le pronosticó, al anunciarle que una espada había
de atravesarle el alma. Sería la misma espada que debía matar a su Hijo (Lucas,
2,35). Posiblemente la realidad, cuando
sucedió, hubo de superar todas las previsiones. Pero Ella había ya pronunciado
su fiat cuando comenzó a ser Madre.
El mismo fiat que pronunciara Jesús
al pasar los umbrales de su propia tragedia. Y así se unieron perfectamente las
voluntades de ambos para aceptar y querer el mismo sacrificio; los dos Corazones
que ofrecieron juntos la misma ofrenda de aquella Sangre, que a un mismo tiempo
salía de las venas del Hijo y del Corazón de la Madre. De aquí le viene todo el
sublime significado de su título de Corredentora.
Para comprender, aunque
sólo sea confusamente, lo que costó a la Virgen la Pasión de su Hijo, sería
necesario conocer a fondo el corazón y el alma de una madre, y, en nuestro
caso, de tal Madre; su virginal delicadeza y su maternal sensibilidad,
solamente superadas por la fortaleza heroica que mantuvo erguida y pegada a los
pies de la Cruz: stabat. He ahí otra
palabra más reveladora, que Juan Evangelista nos dice de cuando él también
permaneció de pie junto a la Virgen, en los momentos en que por voluntad del Moribundo
quedó hecho hijo suyo (Jo.,
19,25-26). Así, las últimas gotas de aquel rocío sangriento vinieron a caer
sobre la Madre, quien lo recogió todo en sus manos inmaculadas para presentar
al Padre Eterno aquella Sangre de su Hijo y suya.
En el Nuevo Testamento
es la primera sacerdotisa, después de Cristo, puesto que dicho Testamento quedó sancionado con aquella
Sangre por el doble martirio. Nadie mejor que Ella comprendió lo que tal
oblación valía. Nadie jamás adoró ni podrá adorar más profundamente y más
dignamente este misterio de la Sangre.
Quien supiese componer
un poema en honor de la Sangre Divina, debería consagrar las estrofas más
delicadas a cantar este amor maternal y sangrante, que ha resultado universal y
presente siempre donde quiera que ha ido a brillar y caer en las almas una gota
de la Sangre de Cristo par infundir en ellas la gracia y el amor. El piadoso
autor del Stabat Mater intentó
escribir algunas de dichas estrofas de ese poema de veras divino. Son cortas y
conmovedoras. La Iglesia las ha adoptado para su liturgia. Sin embargo, hay que
afirmar que ninguna poesía puede traducir lo que fue el Corazón transido de
esta Madre. Con el poeta, también nosotros le pediremos: “Virgen…, su pasión y
muerte tenga en mi alma, de suerte que siempre sus penas vea.” Y con el mismo
poeta osaremos pedir aún más: “ Haz que su Cruz me enamore, y que en ella viva
y more; ebrio de la Sangre de tu Hijo.”
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