II
LA SANGRE PRECIOSA DE
CRISTO
EN EL MISTERIO DE LA
IGLESIA
LA FUENTE PERENNE
Se lee en la primera
página de la Escritura que Dios preparó para el hombre que Él había hecho de
barro, un paraíso de delicias, cuyos
frutos tenían la virtud de mantener a la Humanidad en perfecta y eterna
juventud. En ese lugar de delicias hizo que manara un río, para que regara el
paraíso (Gén., 2). Estos planes divinos fueron desbaratados por el pecado.
Solamente después de que Cristo llevó a efecto una restauración de los mismos
es cuando han venido a recobrar su primitiva finalidad, ahora que en un plano
superior. El lugar de espirituales delicias es la Iglesia. Dentro de la Iglesia
ocupa la Eucaristía los lugares de auténtico árbol de la vida y, al mismo
tiempo, de río de Sangre, que, manando de una fuente perenne, riega
abundantemente y sin mermas el paraíso de las almas.
Este nuevo árbol de la
vida ostenta un fruto solo, que se reproduce diariamente y durante todos los
siglos en todos los altares y en todas las almas. Es el Cuerpo de Cristo. El
mismo Cuerpo que se maduró en el seno de la Virgen y que más tarde pendió de la
Cruz. El mismo que perfuma el Paraíso de su gloria. Es un fruto vivo y vital.
Basta comerlo para que comunique la vida, y una vida que es eterna. Para eso
precisamente está destinado. Mi carne es
verdaderamente comida… El que come mi carne… tiene la vida eterna (Jo.,
6,54-56). Pero con el Cuerpo está también la Sangre, como zumo exprimido del
mismo fruto. Mi sangre es verdaderamente
bebida… Quien bebe mi Sangre, tiene la vida eterna (ibídem). No se trata ya
tan sólo de meras realidades místicas, sino físicamente reales: Vere est cibus, vere est potus. Por
tanto, las carnes de Jesús se unen a nuestra carne para nutrir y saciar el
alma, al mismo estilo de como también la Sangre de Jesús se une a nuestra
sangre para que beba y sacie su sed el alma. Nuestra alma con eso sale
divinizada, e incluso nuestro cuerpo recibe como una especie de consagración
por causa de esos contactos divinos.
Ya sabemos lo que nos
afirma la fe: que en virtud de las palabras de la consagración, directamente –vi verborum- se hace presente el Cuerpo
de Jesús bajo la especie del pan, y de la misma manera la Sangre de Jesús bajo
la especie de vino. De esta manera, el sacerdote que tiene la suerte de
consumar el divino sacrificio come el Cuerpo de Jesús y asimismo bebe su
sangre; mientras que los simples fieles, dadas las actuales prescripciones de
la Iglesia Romana, comulgan solamente bajo las especies de pan. Pero no nos olvidemos de lo que la fe nos
enseña, a saber: que Jesús está todo entero allí donde se encuentre; que su
Cuerpo y su Sangre están siempre vivos, no pudiendo vivir el cuerpo sin la
sangre. Esto supuesto, hay que decir que también los fieles, al recibir el Pan
eucarístico, reciben la Preciosa Sangre de Cristo, junto con su Cuerpo.
¡Misterio inefable y
don verdaderamente sublime, que solamente podía hacer un amor infinito!
Inspirándose en esto fue por lo que la tradición adoptó el pelícano de las
leyendas, que con su pico se desgarra el pecho y el corazón para hacer brotar
la sangre con que saciar a sus polluelos. Con lo que se quiso siempre figurar
el gesto de Cristo en este misterio de amor. Que cada cristiano repita, pues,
aquel ritmo devoto del Doctor de la Eucaristía: ¡Oh pelícano, Señor Jesús,
purifícame a mí, inmundo, con tu Sangre, de la que una sola gota que brotara puede
salvar a todo el mundo de cualquier delito (Santo Tomás: Adoro te).
Pero es necesario
acercarse a la Mesa eucarística con el vestido nupcial de la gracia. Primero
tiene que correr místicamente por toda
el alma la Sangre del Redentor en el sacramento de la Penitencia; después, la
Sangre viva, verdadera y real de Cristo, junto con su cuerpo, completará en la
divinísima Eucaristía la obra admirable de nuestra purificación y divinización, acrecentando las riquezas de la
gracia con el fervor de la caridad y embriagando en ella las almas que beben y
gustan de su dulzura en la fuente de
toda dulzura. Y lo mismo que las almas en particular, así también la Iglesia
entera, jardín de Dios enriquecido con los frutos del árbol de la vida, está
toda ella canalizada e inundada por ese río divino que verdaderamente la
convierte en un paraíso de delicias. Este río parte del altar y no es otro que
el que forma la Sangre de Jesús, derramada místicamente en perpetuo sacrificio.
Cuerpo y sangre. Ambos
son la única Víctima y el único sacrificio, bajo las especies del pan y del
vino, consagrados por separado. Pero las misas se multiplican en todos los
confines de la tierra, y esto desde hace veinte siglos. De seguro que nadie sería
capaz de enumerar las místicas efusiones de la Sangre que tuvieron lugar en el
cáliz del sacrificio. Como tampoco nadie conseguiría reducir a cifras las
innumerables aplicaciones de los méritos de Cristo para conseguir salvación y
riquezas en favor de las almas.
Realmente se trata de
un río caudaloso e inagotable que corre por el seno de la Iglesia, desde la Cabeza
hasta los miembros, para vivificarlos, alegrarlos y dotarlos de inmortalidad.
Es natural que la Iglesia, Esposa amantísima de Cristo, Ciudad viviente de
Dios, se regocije ante el ímpetu de esta torrentera: Fluminis ímpetus laetificat civitatem Dei (Salmo 45,5).
La Iglesia, repetimos,
no queda como ajena al sacrificio eucarístico, De ningún modo. El sacerdote
ofrece en nombre propio y de la Iglesia: Te
ofrecemos, Señor, el cáliz de la salud, a fin de que suba hasta la presencia de
tu divina Majestad, en olor de suavidad, por nuestra salvación y la de todo el
mundo (Lit.). Junto al Cuerpo real de Cristo ofrece el sacerdote su Cuerpo
Místico, la Iglesia, de quien la Eucaristía es centro de vida y símbolo de unidad:
Que seamos atendidos por Ti, oh Señor, en
espíritu de humildad y con ánimo contrito, y sea hoy nuestro sacrificio ante tu
mirada de forma que te resulte agradable, ¡oh Señor Dios! (Liturgia).
Finalmente, el
sacerdote ofrece en favor de la Iglesia, que ocupa un puesto privilegiado en
las intenciones del oferente: Te rogamos
suplicantes, ¡oh Padre Clementísimo!, por Jesucristo, tu Hijo y Señor Nuestro,
que aceptes y bendigas estos dones, estas ofertas, estos sacrificios sin mancha
que te presentamos, antes que por nadie, por tu Santa Iglesia Católica (Lit.).
De este modo, el ofrecimiento de la Sangre, hecho en nombre de la Iglesia, vuelve
en favor de la Iglesia misa y en forma de lluvia de bendiciones.
Es conveniente que nos
detengamos un poco más aquí para contemplar este campo regado por la Sangre y
con una floración magnífica.
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