III
LA HORA DE LA
SANGRE
NEGLIGENCIAS Y
PROFANACIONES
DE LA SANGRE DIVINA
Sin género de discusión, son
gravísimos los crímenes contra la vida y la dignidad humana, si tenemos en
cuenta el celo de Dios, que pronuncia tremendas amenazas: Vengaré la sangre de mis siervos (4 Reyes, 9,7). Yo demandaré su sangre (Ezeq. 33,6).
Pero no, ¡aún existen otros crímenes
peores! Son los cometidos con injuria de la Sangre de Dios. A la enormidad del
sacrilegio no se llega de una vez, pero son las negligencias y las ingratitudes
las que les preparan el camino con grande facilidad.
San Agustín hace la siguiente
observación: Cuanto nos ha dado Cristo,
lo dio por todos. Y prosigue: A
Cristo se le dio la Sangre para que la derramase toda por nuestra redención. De
tal manera que, si tú quieres, es como si por ti no la hubiera derramado.
Pero ¿se podrá no querer? El mismo San Agustín concluye: Sanguis Chirsti volenti est salus, nolenti supplicium. No existen
aquí medias tintas. Para quien quiere, es salvación; para el que no, condena.
Tener pretensiones de entrar en el cielo sin antes haber sido purificados y
señalados por esta sangre, es presunción tonta y absurda. Hay que pasar por el
lavadero de la Penitencia; hay que sentarse al banquete eucarístico para
recibir el divino alimento de la Carne y de la Sangre del Señor. Los
indiferentes y los rezagados no tendrán parte en el Reino de los cielos. Mucho
menos la tendrán los ingratos que pecan contra la Sangre de la Redención.
El Apóstol de las gentes fulminó la
estólida contradicción de aquellos cristianos que quisieran ver armonizadas las
cosas más opuestas: santidad y vicios, Cristo y Satanás. No quiero –decía a los Corintios- que vosotros tengáis parte con los demonios. No podéis beber el cáliz
del Señor y el cáliz de los demonios. No podéis tener parte en la mesa de los
demonios (1 Corintios, 10,20-21). ¿No es eso precisamente lo que hacen hoy
muchísimos cristianos, que frecuentan la Iglesia y después no se avergüenzan de
exhibirse en bailes y en cines soeces?, ¿que se acercan a la comunión y luego
condescienden con sus sentidos e instintos para darles todo género de
satisfacciones, aunque sean ilícitas? Quien
quiere pertenecer a la familia de Cristo, debe estar señalado con la señal de
su Cruz y de su Sangre. Sería la cosa más ignominiosa el ver una frente señalada
con esa Sangre y los demás miembros cubiertos de rosas y placeres. Así como también
es cosa indigna el ostentar los estigmas de nuestros vicios y querer al mismo
tiempo ser cubiertos con la Púrpura de Nuestros Señor Jesucristo (San
Alberto Magno).
Para estos cristianos San Pablo
formuló una condena bien dura en nombre de Dios: La carne y la sangre no pueden poseer el reino de Dios, ni la corrupción
heredará la incorrupción (1 Cor., 15,50). ¡Desventurada suerte para el
alma, que se verá excluida del Cielo y arrojada a la perdición, lo mismo que
para el cuerpo, que compartirá su destino, viéndose excluido de la gloriosa
resurrección que Cristo prometió solemnemente: El que come mi Carne y bebe mi Sangre tiene la vida eterna y Yo le
resucitaré el último día (Jo., 6,54).
Mas semejante privilegio no está, por
cierto, garantizado para cuantos, después de haber comulgado, dilapidaron los
frutos de la Sangre en cosas abominables o, lo que es peor, que repiten la traición
de Judas. El mismo Apóstol deduce la lógica consecuencia, después de haber
hecho mención de los castigos de la ley
mosaica: ¿De cuánto mayor castigo
pensáis que será digno el que pisotea al Hijo de Dios y reputa por inmunda la
sangre de su testamente, en el cual Él fue santificado, e insulta al Espíritu de
la gracia? (Heb., 10,29).
Se preguntará acaso: ¿quiénes son
semejantes pisoteadores de Cristo, despreciadores de su Sangre,
despilfarradores de sus dones? Cualquier cristiano sabe contestar: todos los
pecadores. Pero entre todos ellos –y horroriza sólo el pensarlo- son los
sacrílegos, que profanan la Eucaristía, de cualquiera manera infame que sea
(¡sabe sugerir tantas el demonio!), pero particularmente con el beso de la traición.
Sin embargo: Quien come el pan y bebe el
cáliz del Señor indignamente será reo del Cuerpo y de la Sangre del Señor… Come
y bebe su propia condenación.
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