I
LA SANGRE PRECIOSA DE
CRISTO
EN EL MISTERIO DE LA
REDENCIÓN
LOS APÓSTOLES DE LA SANGRE
Fueron los doce. Pero de
una manera particular lo han sido los dos más privilegiados del Colegio
Apostólico: Pedro y Juan. A éstos se juntó más tarde Pablo, a quien Jesús
derribó en tierra y dejó ciego en la
puerta de Damasco, para hacer que, en medio de aquella luminosa ceguera,
vislumbrara la escena y el misterio del Calvario. La teología de la Sangre no
pudo tener mejores intérpretes, ni maestros de más autoridad.
Pedro, el jefe, no vio
a Jesús en su de sangrienta agonía del Huerto con sus ojos soñolientos, pero si
lo vio pendiente de la Cruz, aunque fuera de lejos. Por eso pudo llamarse a sí
mismo: testigo de los padecimientos de
Cristo (1 Petr. 5,1). Mas donde quizá comprendió mejor el misterio, fue
cuando, en el patio de la casa del pontífice, miró y vio de refilón aquel
semblante triste de Jesús, aún marcado por las manchas del sudor sanguíneo de
la noche, al mismo tiempo que comenzó a pensar en su conciencia el delito que
acababa de cometer negando a su Maestro tres veces. Le vino a la memoria en
aquel momento aquello del Cordero, que tres años antes había escuchado de boca
del Bautista: He aquí al Cordero de Dios
que quita los pecados del mundo (Jo.
1,29). Por consiguiente. ¡podría quitarle a él también su pecado!
Comenzó, pues, a
llorar con aquel llanto tan amargo que sólo ha de terminar con la vida. Por
eso, al escribir desde Roma a los cristianos de la dispersión, los saluda así: elegidos según la presciencia de Dios Padre
en la santificación del Espíritu para la obediencia y la aspersión de la Sangre
de Jesucristo (1 Petr. 1,2). Y más adelante los amonesta: Habéis sido rescatados… no con plata ni con
oro corruptibles, sino con la Sangre Preciosa de Cristo, Cordero sin defecto ni
mancha (1 Petr. 1,18-19). ¡Qué profunda emoción entrañan estas palabras!
Juan: el discípulo
predilecto, a quien amaba Jesús (Jo.
21,20), aquel que contempló desangrado en la Cruz al Cordero de Dios, que ya le
señalara con el dedo el Bautista, y el que recibió desde bien cerca las
primeras salpicaduras de la Sangre Preciosa, Juan en su Evangelio, en su
primera Epístola y en el Apocalipsis, hace apología de la Sangre Divina con
acentos conmovedores. Él es quien describe la escena del Ecce homo, y solamente él es quien nos trasmitió el dato sobre
aquel golpe misterioso de la lanza (Jo. 19,34). El obispo de Hipona pon de
relieve lo estudiado de la expresión al decir el evangelista: no golpeó o hirió el costado de Cristo, antes bien, dijo, abrió-aperuit, “para indicar que fue abierto, en efecto, aquella
puerta vital por donde manan los Sacramentos de la Iglesia, sin los cuales no
es posible entrar en la verdadera vida”. Y, ¡ahí mismo, en la descripción,
queda revelado el misterio!
El Apóstol grita
fuerte, escribiendo a los fieles de Asia: Dios
es luz… Si caminamos en la luz, como Él está también en la luz, entonces,
estamos en comunión unos con otros, y la Sangre de Jesús, su Hijo, nos purifica
de todo pecado (1 Jo. 1,5-7). Recordando quizá la sangre del costado,
exclama: ¿Y quién es el que vence al
mundo, sino el que cree que Jesús es Hijo de Dios? Ese es el que viene por el
agua y por la Sangre, Jesucristo (1 Jo. 5,5-6).
Exactamente; son la
Sangre de la Redención y el agua del Bautismo, que tiene de aquella Sangre
origen y virtud purificadora. Por esto, el Apóstol afirma que la Sangre, junto
con el agua y con el Espíritu, que son una sola cosa en Jesús, son los que dan
testimonio de su Divinidad (1 Jo. 5,8). En las visiones del Apocalipsis San
Juan invoca desde un principio paz para los creyentes; la paz de Jesucristo, que es el testigo fiel, el
primogénito de entre los muertos y el Príncipe de entre los reyes de la tierra;
el que nos ha amado y nos lavó con su Sangre de nuestros pecado y nos ha hecho
un pueblo real y sacerdotes de Dios, su Padre (Ib., 1,5-6).
¡Verdades estupendas
que vuelven a encontrarse en el himno nuevo que entonan los ancianos delante
del Cordero! Digno eres Tú, Señor, de
tomar el libro y de abrir sus sellos, porque fuiste desollado y con tu Sangre
has comprado para Dios hombres de toda tribu, lengua, pueblo y nación, y los
hiciste para nuestro Dios reino y sacerdotes, y reinan sobre la tierra (Apoc.
7,14), y aquellos que han vencido (al
dragón infernal) por la Sangre del
Cordero (Apoc. 12,11).
¿Quiénes son los
santos? Aquellos que vienen de la gran
tribulación y lavaron sus túnicas y las blanquearon en la Sangre del Cordero
(Apoc. 7,14).
De esta manera la
tragedia del Calvario, dominando la Historia humana, toca a su término y tiene
su glorificación en la apoteosis de la eternidad.
El Apóstol San Pablo. Pablo
de Tarso, el fariseo perseguidor de Cristo y de los cristianos, una vez
fulminado por la gracia y directamente ilustrado por el Divino maestro, se
transformó en un Apóstol infatigable y
en el teólogo de la Divina Sangre. Mientras que San Juan escruta con su mirada
penetrante el futuro, San Pablo se vuelve a mirar el pasado, para
demostrar cómo todo el Antiguo
Testamento viene a resolverse y sublimarse en el Nuevo. Recuerda a los de Éfeso
y a los Colosenses el inmenso beneficio de la predestinación divina para llegar
a ser hijos adoptivos de Dios por mediación de Jesucristo, según el beneplácito
de su voluntad, para glorificación de su gracia in lauden gloriae gratie suae. Y es por esa gracia, por medio de la
cual nosotros llegamos a ser aceptos a Dios en su Hijo muy amado en el que tenemos la Redención por medio de
su Sangre y la remisión de los pecados según la riqueza de su gracia (Efes.
1,5; Colos. 1,13).
Dirigiéndose a los
hebreos, San Pablo enaltece la Persona y la Obra de Jesucristo, quien confirmó
los sacrificios de la Ley Antigua al fundar el nuevo Pacto, infinitamente más
noble y más santo: Cristo, Pontífice de
los bienes futuros, entró una vez para siempre en un tabernáculo mejor y más
perfecto, no hecho por manos de hombres, esto es, no de esta creación (su
Humanidad Santísima), ni por la sangre de
los machos cabríos y de los becerros, sino que por su propia Sangre entró una vez
en el Santuario (es decir, en el cielo), realizada la Redención eterna (Heb.
9,11).
Por eso, se regocija
el Apóstol con aquellos de sus connacionales que ya se han acercado al Mediador de la Nueva Alianza, Jesús, y la aspersión de la
Sangre, que habla mejor que la de Abel (Heb. 12,24). Les exhorta con toda
ternura, diciéndoles: Teniendo, pues,
hermanos, en virtud de la Sangre de Cristo, firme confianza de entrar en el
santuario que Él nos abrió, como camino nuevo y vivo a través del velo, esto
es, de su carne…, acerquémonos con sincero corazón, con fe perfecta,
purificados los corazones de toda conciencia mala (Heb. 10, 19-22).
Con elocuencia
parecida expone la doctrina de la justificación escribiendo a los romanos: Todos pecaron y todos están privados de la
gloria de Dios, y ahora son justificados gratuitamente por su gracia, por la redención
de Cristo Jesús, a quien ha puesto Dios como sacrificio de propiciación,
mediante la fe en su Sangre, pura manifestación de su justicia, por la tolerancia
de los pecados pasados (Rom. 3, 23-25). Este pasaje nos brinda una síntesis
estupenda del pensamiento paulino y, a través del mismo, del profundo misterio
de la justificación humana. La causa primera que obra, es de Dios. La causa
segunda meritoria, es Jesucristo. Tercera causa instrumental (como la llaman
los teólogos), es la Sangre de Cristo. Ahora que la justificación, que consiste
precisamente en la remisión de los pecados por la gracia santificante, no se
aplica al alma más que por medio de la fe en la Sangre de Cristo: per fidemin sanguinem ejus. El fin
supremo adonde miran todos los méritos de la gracia es la manifestación de la
justicia divina: ad ostensionem justitiae
suae. Tenemos, por consiguiente, todos los factores y términos que integran
la Redención y, a la luz de este misterio, las maravillas de la Preciosa
Sangre. Todo cuanto desde ahora digamos no pasará de ser una mera divulgación
de tan elevados conceptos.
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