CARTA DE SAN JUAN PABLO
II
A LOS MINISTROS GENERALES
DE FAMILIAS FRANCISCANAS
EN EL IV CENTENARIO
DE LA PROCLAMACIÓN
DE SAN BUENAVENTURA
DE SAN BUENAVENTURA
COMO DOCTOR DE LA
IGLESIA
8 de septiembre de 1988
A los queridos hijos John Vaughn, Lanfranco Serrini, Flavio Roberto
Carraro, José Angulo Quilis, Ministros generales de las Familias franciscanas.
1. Es para mí motivo de honda satisfacción vuestra iniciativa de
celebrar un simposio especial sobre el Itinerarium
mentis in Deum de san Buenaventura, en el transcurso del IV
centenario de su proclamación como Doctor de la Iglesia universal (cf.
Bula Triumphantis
Hierusalem, de Sixto V, en Bull.
Rom., 1588).
Muy oportunamente habéis pretendido así reclamar la atención en
torno a una obra tan pequeña de tamaño, como densa en contenido espiritual,
invitando al mismo tiempo a los hombres de hoy y, particularmente, a todos los
hermanos franciscanos a releerla para escuchar de nuevo la elevada enseñanza
del Doctor Seráfico. En efecto, es saludable colocarse bajo la luz de su
doctrina y revivir su experiencia, recorriendo el camino que, siguiendo el
ejemplo de san Francisco, él mismo recorrió cuando se le concedió retirarse a
la tranquila soledad del monte Alverna, en busca de la «paz del espíritu» (Itinerarium, pról., n, 2).
La profunda reflexión sobre lo que san Buenaventura escribió en el
mismo lugar en que lo había meditado, contribuirá a discernir mejor, a la luz
de la fe, cuáles son también en nuestra época los verdaderos signos de la
presencia de Dios y de sus intenciones sobre la vocación integral del hombre.
2. Una de las ideas fecundas del Itinerarium es la reflexión sobre el
misterio del hombre, considerado a la luz del misterio del Verbo encarnado. A
tal visión hay que reconducir el origen del hombre, su vida y su muerte. El
peregrinaje sobre la tierra es para el hombre un viaje de regreso, ya que su
destino último es también su primer comienzo: «Cristo..., de quien procedemos,
por quien vivimos y hacia quien caminamos» (Lumen
gentium, 3).
El progreso del itinerario hacia Dios se halla, por tanto,
vinculado a la firme persuasión de que el punto de llegada está ya de algún
modo presente a lo largo del camino que conduce al mismo. Todo el mundo está
lleno de luces divinas, que emanan del acto creador del Padre, según la
ejemplaridad del Verbo eterno, el cual estaba desde el principio junto a Dios y
era Dios, y vino a este mundo para iluminar a todo hombre y a todo el hombre
(cf. Jn 1,1.9). Éste, por tanto, observa el Santo, sería verdaderamente ciego,
sordo y mudo, si no estuviese iluminado por tantos esplendores de las cosas
creadas, si no supiese escuchar el concierto de tantas voces y si, ante tantas
maravillas, no alabase al Señor (cf. Itinerarium,
cap. I, n. 15).
3. En orden a este enfoque de la obra es significativa una
reflexión del papa Pablo VI, que me complazco en proponer aquí de nuevo: «Itinerario: nos
parece descubrir en este mismo título un movimiento del espíritu que todo lo
busca e investiga, conforme al gusto inquieto y progresivo de la cultura
contemporánea, la cual se propone, sí, la búsqueda, pero, con frecuencia, a lo
largo de los senderos del saber especulativo de la filosofía y de la teología,
fácilmente se cansa y se detiene en determinadas estaciones, como si fuesen las
últimas y supremas, mientras que el itinerario,
orientado a la única meta que puede compensar la fatiga del áspero y largo
camino, continúa hacia el supremo término de la Verdad divina, que coincide
plenamente con la divina Realidad» (cf. Sel
Fran n. 9, 1974, 336-337).
La Verdad y la Realidad divina, además de ser el término del
itinerario del hombre, es también su preparación y su causa. El acceso
definitivo a ella después de la muerte debe ser precedido por su gradual
cumplimiento durante la vida. El Santo escribe que sobre el Alverna san
Francisco, en la aparición del Serafín crucificado, hizo Pascua con Cristo, es
decir, cumplió su paso a Dios, y esto es una invitación dirigida a todos los
hombres espirituales para que hagan tal paso (cf. Itinerarium, cap. VII, nn.
2-3).
Para los discípulos del Señor esto ocurre principalmente mediante
los elementos del pan y del vino, que en la santísima Eucaristía llegan a ser
el Cuerpo y la Sangre de Cristo para producir en ellos el mismo paso. El
Concilio Vaticano II nos repite, a propósito de esto, la certeza de siempre de
la Iglesia: «El Señor dejó a los suyos prenda de tal esperanza y alimento para
el camino en aquel sacramento de la fe en el que los elementos de la
naturaleza, cultivados por el hombre, se convierten en el cuerpo y sangre
gloriosos», cuya participación «hace que pasemos a ser aquello que recibimos» (Gaudium et spes, 38; Lumen gentium, 26).
Nuestra subida a Dios comporta esta decisiva recuperación de
interioridad, en la cumbre de la compenetración del misterio del hombre con el
misterio de Cristo, que nos hará «abandonar todas las operaciones del intelecto
y volcar en Dios la plenitud del amor» (Itinerarium,
cap. VII, n. 4), para vivir bien cimentados y fundados en Cristo y fuertemente
corroborados por la fe (cf. Col 2,6-7).
4. A este nivel de altura espiritual se situó san Buenaventura,
también en el estudio y en la enseñanza de la fe recibida de Dios mediante la
Iglesia. Recuerdo, al respecto, un famosísimo texto que aparece en el prólogo
del Itinerarium y
al que hicieron referencia Pablo VI y el Concilio Vaticano II, para indicar una
norma que hay que tener siempre presente, a fin de que no suceda que la
doctrina sagrada «ilumine la mente, pero no encienda la caridad»: la doctrina
católica de la Revelación deberá convertirse en «alimento de la vida
espiritual» (cf. Insegnamenti
di Paolo VI, 11/1964, p. 172; Optatam totius, 16). También yo, al comienzo
de mi ministerio como sucesor de Pedro, dirigiéndome al Consejo Internacional
para la Catequesis, quise evocar aquellas mismas expresiones, siempre válidas,
con las que el Doctor Seráfico amonestaba a los profesores de su tiempo: «Nadie
piense que puede bastarle la lectura sin la unción, la especulación sin la
devoción, la investigación sin la admiración, la prudencia sin la exultación,
la industria sin la piedad, la ciencia sin la caridad, la inteligencia sin la
humildad, el estudio sin la gracia divina, la investigación sin la sabiduría
inspirada por Dios» (Insegnamenti,
11/1979, p. 976). Considero que esto puede constituir también para los
participantes en este simposio un motivo inspirador para una meditación renovada
y fortificante.
En esta vigilia del tercer milenio cristiano se alza desde muchas
conciencias la invocación a Cristo, como a Aquel que es el solo que tiene
palabras de vida eterna (cf. Jn 6,68), para que se reduzcan en el mundo los
desiertos de la esperanza, se reencienda la certeza de que solamente la verdad
que viene de Dios puede asegurar todas las libertades dignas del hombre.
Para ello se pide que el anuncio del Evangelio sea a la vez
testimonio vivido, y que aquel que lo anuncia «esté interiormente inflamado por
los ardores del Espíritu Santo, enviado por Cristo sobre la tierra» (Itinerarium, cap. VII, n.
4).
Deseando que el Espíritu Santo ilumine con su luz beatificante la
celebración de esta reunión de estudio, estoy seguro que saldrán de ella indicaciones
preciosas y fervientes propósitos no sólo para las familias franciscanas, que
ven en san Buenaventura al más insigne teólogo del amor seráfico y al guía
seguro en la búsqueda de Dios, sino también para toda la Iglesia, comprometida
hoy más que nunca en encontrar para el hombre moderno los caminos de un
renovado y seguro itinerario hacia Dios.
Hermanos e hijos queridísimos, a la luz del Año Mariano concluido
hace poco, os exhorto a mirar también a la Virgen María, Madre de Dios y Madre
nuestra, la cual en este itinerario permanece como un ejemplo incomparable al
que imitar, por haber hecho de toda su vida una ininterrumpida peregrinación en
la fe y en la contemplación (cf. Enc. Redemptoris
Mater, 13ss.).
Con estos sentimientos y pensamientos os imparto una especial
bendición apostólica, extensible a todos los hijos de san Francisco.
Ciudad del Vaticano, 8 de septiembre de 1988, año X de mi
pontificado.
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