viernes, 26 de julio de 2019

La Sangre Preciosa de Cristo (20) El culto de la Sangre de Cristo- Cardenal Piazza


III
LA HORA DE LA SANGRE

EL CULTO DE LA SANGRE DE CRISTO


El conocimiento de tan profundo misterio nos lleva espontánea y necesariamente a caer de rodillas. Esta Sangre estuvo hipostáticamente unida al Verbo con toda la Humanidad santísima de Jesús. En tal unión hay que verla siempre, aun durante las veces que fue derramada, y más ahora que permanece reunida toda en su Cuerpo Glorioso. Así lo afirma el conocido aforisma de los teólogos: Lo que Cristo asumió una vez, nunca lo abandonó“quod semel assupsit, numquam dimisit”-. De ahí que se le deba culto de Latría a la Divina Sangre de Cristo, lo mismo que a su Corazón.

Pero ¿existe alguna razón especial que aconseje el culto a la Sangre de Jesús? Lo meditamos ya. Es el precio de nuestra Redención, que continúa, aplicándose a las almas. ¡He ahí el objeto sublime de este culto!

La Iglesia, guardiana y maestra de la fe, y por lo mismo reguladora del culto, sobre todo público, por razón de que en él se manifiesta solemnemente la fe, hace tiempo que introdujo en su liturgia devotas insinuaciones de este misterio.

El canon de a Misa el Cuerpo y la sangre del Señor se encentran naturalmente asociados en el recuerdo y en el culto.


La liturgia del tiempo, que comienza con el Domingo de Pasión, hace, tanto en el oficio como en la misa, frecuentes y conmovedoras alusiones a la Sangre redentora; alusiones que se hacen más expresivas durante las siempre impresionantes ceremonias de Semana Santa.

Pero, con todo, se echaba de menos una fiesta especial. Fue Pío IX quien la instituyó, designando el primer domingo de julio para su celebración. Pío X, de santa y grata memoria, la fijó definitivamente en el día primero de dicho mes, que se convirtió poco a poco el mes consagrado al culto de la Preciosísima Sangre. Pío XI, en recuerdo del centenario y jubileo de la Redención (1933), elevó de rango litúrgico dicha festividad, otorgándole rito doble de primera clase.

Parece como si la Divina Providencia, rectora de la Iglesia, después de haber dispuesto para estos últimos tiempos la culminación del culto en honor del Sagrado Corazón al mayor rango litúrgico, hubiera querido también ir encaminando por los mismos destinos el culto a la Preciosísima sangre de Cristo, que tan íntimas relaciones guarda con el sagrado Corazón, y que, por otra parte, tiene tan clara significación de actualidad, dadas las necesidades del momento.

El cardenal Schuster afirmó, en su Liber Sacramentorum: Existe una íntima relación entre el Corazón y la Sangre, no solamente por razón de aquello que dice San Juan, de que del Corazón abierto de Jesús después de muerto manó sangre y agua, sino porque el primer cáliz en el que aquella Sangre Divina fue consagrada fue precisamente  el Corazón del Verbo Encarnado (ibídem, vol, 8).

Podría añadirse que a un corazón no se lo puede imaginar sin sangre, y que, si la Redención recibió por una parte el impulso del Corazón de Jesús, es decir, de su amor infinito, cuyo símbolo es el Corazón, por otra parte no pudo llevarse a efecto si no era mediante la sangre derramada.

No estaría demás si examináramos ahora el oficio litúrgico en que la Iglesia  dejó condensado su pensamiento, ofreciéndonos en fragmentos de la Escritura y de los Padres , en los himnos realmente melódicos y en preciosas oraciones, una síntesis de  las verdades que se contienen en el dulce misterio y de los sentimientos que el mismo evoca. Pero quizá no esté mal tampoco que analicemos, permaneciendo aun en el terreno del culto, los actos que se llevan a efecto, y que son: adoración, acción de gracias, reparación y súplica; actos que en el fondo los inspira el único sentimiento: el amor.

Y, en efecto, es e amor el que, vencido por la Majestad, se postra adorando la Sangre Divina y su Misterio, que sólo puede ser captado de algún modo en su sentido más íntimo por quien ama.

El amor es el que, entregándose, se transforma en fervorosa acción de  gracias por tan estimable don, que supera  infinitamente todas las expresiones y la capacidad de nuestro agradecimiento.

El amor, herido por los pecados y las ingratitudes de los hermanos, es el que llora con lágrimas de sangre, que van  a mezclarse con las divinas expiaciones de Cristo.

El amor es, por último, el que implora con insistencia el beneficio de la Sangre para sí, para las almas, para la Iglesia y para el mundo.

 Estos mismos sentimientos tan nobles han de informar también el culto privado, que ¡ojalá penetrará cada día más en la vida privada de los fieles! Realmente, debería ser su pensamiento dominante, de la misma manera que es ya uno de sus más graves y apremiantes deberes. La Iglesia satisface su deuda mediante el culto público, al que todos debemos asociarnos con amor de hijos. Pero nosotros llevamos e particular la Sangre de Cristo en nuestras almas. Por lo mismo, lo que para la Esposa y el Cuerpo Místico de Cristo se convierte en un deber social, es para cada cristiano una obligación personal.

Es menester darle un lugar más destacado en nuestra espiritualidad a la Sangre de la Redención, lo que tendría una realidad, no solamente  si le diéramos preferencia en las plegarias  que hacemos, cuanto si la tuviéramos más presente en la dirección práctica de nuestro proceder en la vida. Si lo conseguimos, una gran alegría renovará nuestra sangre, devolviendo una especie de juventud a nuestra alma, al mismo tiempo que resultará de gran ventaja para nuestro progreso espiritual.

Esta persuasión me sugiere la conclusión de mis páginas –muchas para la finalidad que me propuse, demasiado cortas para tratar con holgura un tema tan importante-, poniendo aquí algunas exhortaciones que surgen espontáneamente y de obligación.

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