III
LA HORA DE LA SANGRE
Podemos ver una perspectiva de la
hora presente, nos menos auténtica y terriblemente amarga, en la agonía de
Jesucristo en el Huerto de Getsemaní. Escuchemos
al elocuente dominico, orador de Nuestra Señora de París, en uno de sus retiros
pascuales (1877), en que interpreta los divinos pensamientos que anticiparon en
Jesús el espasmo de estos mismos momentos: ¡Oh
Maestro adorable! –exclama Monsabré-. Me parece oírte gritar con el Profeta:
¿para qué puede servir mi Sangre? Quae utilitas in sanguine meo! (Sal. 19).
Esta Sangre Preciosa, cual nube purpurina,
se esparcirá sobre todos los extremos de la tierra para caer sobre las
iniquidades y purificarlas; aunque en todas partes será despreciada por los
torbellinos de las pasiones. ¿Para qué derramarla, pues? Quae utilitas in
sanguine meo? No solamente habrá en la Iglesia ingratos y profanadores, sino
que pueblos enteros serán arrancados por la fuerza se los lugares donde corre
el río de la Redención. Y también las herejías, los cismas, la falsa ciencia
asediarán a las almas y detendrán a sus puertas los torrentes sagrados que
deberían regenerarlas. Vendrá también en siglo fatal en que los hombres pondrán
especial empeño en no dejarse tocar jamás por la Sangre del Salvador, y para
facilitar la impenitencia final.
¿Estamos ya en ese siglo
desventurado? No hay que hacer grandes esfuerzos para ver que la hora luctuosa
de sangre en que nos toca vivir se inserta demasiado claramente en aquella hora
lejana, siempre presente a pesar de todo, de la divina agonía. Eso, no
obstante, Jesús afrontó la Pasión y derramó su Sangre por nosotros. ¡Ah, que
nuestro tiempo se convierta en la hora de la Sangre Redentora!
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