CARTA ENCÍCLICA
FULGENS RADIATUR
DE NUESTRO
SANTÍSIMO SEÑOR
PÍO
POR LA DIVINA
PROVIDENCIA
PAPA XII
A LOS VENERABLES
HERMANOS
PATRIARCAS, PRIMADOS, ARZOBISPOS, OBISPOS
Y DEMÁS ORDINARIOS LOCALES
EN PAZ Y EN COMUNIÓN CON LA SEDE APOSTÓLICA
PATRIARCAS, PRIMADOS, ARZOBISPOS, OBISPOS
Y DEMÁS ORDINARIOS LOCALES
EN PAZ Y EN COMUNIÓN CON LA SEDE APOSTÓLICA
AL CUMPLIRSE CATORCE SIGLOS
DE LA PIADOSÍSIMA MUERTE
DE SAN BENITO
DE LA PIADOSÍSIMA MUERTE
DE SAN BENITO
VENERABLES HERMANOS
SALUD Y BENDICIÓN APOSTÓLICA
Benito de Nursia resplandece fulgente,
como astro entre las tinieblas de la noche, y es honor de Italia y de toda la
Iglesia. Todo el que examine su ilustre vida e investigue a la luz verdadera de
la historia la época tormentosa en que vivió, comprobará sin duda la verdad de
aquella divina promesa, hecha por Jesucristo a sus Apóstoles y a la sociedad
que fundaba : «Ego vobiscum sum omnibus diebus, usque ad consummationem
saeculi»;yo mismo estaré continuamente con vosotros, hasta la consumación de
los siglos [1]. Promesa que no pierde su valor en ningún
tiempo, sino que alcanza al curso todo de los siglos, regido por el imperio de
Dios. Más aún, cuando con más encarnizamiento los enemigos acometen al nombre
cristiano, cuando la nave de Pedro, dirigida por la providencia, es zarandeada
por olas cada vez más violentas, cuando todo parece que está para desplomarse y
no hay esperanza ninguna de humano auxilio, entonces aparece Jesucristo
cumpliendo su palabra, consolando y dispensando aquella fuerza que viene de lo
alto, con lo que suscita nuevos atletas, defensores de la causa católica, que
le devuelvan su antiguo esplendor, y que, con la ayuda de las gracias
celestiales, le comuniquen todavía un mayor perfeccionamiento.
En el número de estos héroes luce con
brillante gloria San Benito «bendecido por la gracia y por su mismo
nombre» [2] que nació, por un designio
providencial de Dios, en un siglo tenebroso, en donde corrían gran peligro no
sólo la Iglesia sino también la sociedad civil y la cultura.
El Imperio Romano, que había llegado al
culmen de tan grande gloria, y que con la sabia moderación y equidad de su
derecho se había incorporado estrecha-mente tantos pueblos y naciones que con
razón «hubiera podido llamarse patronato del mundo mejor que imperio»[3], declinaba ya a su ocaso como todas las
cosas humanas; porque debilitado y corrompido interiormente y quebrantado en lo
exterior por las incursiones de los bárbaros que se precipitaban del
septentrión, en las regiones occidentales se deshacía en ruinas.
En tan cruel tormenta y en medio de
tanto cataclismo ¿de dónde surgió la esperanza para la sociedad humana?, ¿de
dónde le vino auxilio y protección con que poder salvarse del naufragio y
conservar al menos los restos de lo que tenía?
Ciertamente, de la Iglesia Católica:
porque, mientras todas las obras e instituciones terrenas, por el hecho de
apoyarse solamente en la fuerza y en el ingenio humano, al correr de los
tiempos nacen las unas de las otras, llegan a su apogeo, y luego por su misma
naturaleza pierden lastimosamente su vigor y se desploman desmoronadas; Nuestro
divino Redentor ha concedido a la sociedad por El fundada, que goce siempre de
una vida divina, y que posea una imperecedera energía; con el cual sostén
robustamente fortalecida, de tal manera sale siempre vencedora de las
persecuciones, con que a través de los tiempos la combaten los hombres, que de
las destrozadas ruinas de sus perseguidores puede sacar, a base de su doctrina
y espíritu cristiano, una nueva y más dichosa gene-ración, y constituir
sabiamente una nueva sociedad de ciudadanos, pueblos y naciones.
Nos place señalar, Venerables Hermanos,
breve y compendiosamente, en esta Carta Encíclica, con ocasión del XIV
centenario del día en que San Benito, pasados innumerables trabajos por la
gloria de Dios y la salvación de los hombres, cambió dichosamente el destierro
de este mundo por la patria del cielo, la parte que al Santo le correspondió en
esta labor de reconstrucción.
I
«Nacido de un noble linaje de la
provincia de Nursia»[4], « fue colmado del espíritu de toda
justicia » [5] y de manera maravillosa ilustró la
religión cristiana con su virtud, su prudencia y su sabiduría; porque mientras
el mundo se había envejecido por sus vicios, mientras Italia y Europa ofrecían
el triste aspecto de un campo de batalla, y el monacato no inmune del polvo de
este mundo, carecía de fuerzas para oponerse valientemente a los atractivos de
la corrupción, San Benito atestiguó, con sus insignes obras y su santidad, la
perenne juventud de la Iglesia,.renovó con sus enseñanzas y su ejemplo las
costumbres, y defendió con más seguras y santas leyes los claustros. Y no fue
sólo eso, sino que él y sus seguidores redujeron del salvajismo a vida
civilizada y cristiana pueblos bárbaros, y llevándolos a la virtud, al trabajo
y al pacífico ejercicio de las letras y de las artes, los unió en caridad a
manera de hermanos.
En su juventud se da en Roma al estudio
de las artes liberales; [6] allí ve con dolor de su alma serpear
las herejías y todo género de errores, deformando engañosamente muchas
inteligencias; ve que las costumbres privadas y públicas están muy decaídas, y
que muchísimos principalmente jóvenes, afectados y elegantes, se revuelcan
miserablemente en el cieno del placer; de tal manera que con razón pudo
afirmarse aquello de la sociedad romana: «Muere riendo. Por eso en casi todo el
mundo las lágrimas suceden a nuestras risas»[7]. Pero él, prevenido por la gracia de Dios
« no se entregó al placer... sino que... viendo cómo muchos caminaban por las
escabrosas sendas de los vicios, se echó atrás al comenzar el camino de este
mundo. Despreciados, pues, los estudios literarios, abandonada su casa y la
hacienda paterna, deseando agradar a sólo Dios, buscó una manera santa de vida
»[8]. Dijo así con gusto adiós no sólo a las
comodidades de la vida y a los atractivos del mundo corrompido, sino también a
los encantos de un honroso porvenir, a que podía aspirar; y alejándose de Roma,
buscó una región silvestre y solitaria, donde pudiese dedicarse a la
contemplación de las cosas celestiales. Con este fin llegó a Subiaco, y allí,
encerrándose en una estrecha cueva, comenzó a llevar una vida más celestial que
terrena.
Escondido con Cristo en Dios [9] se esforzó durante tres años, con
fruto abundante, por alcanzar aquella perfección y santidad evangélicas, a las
que se sentía llamado por divina vocación. Eran sus ocupaciones huir de todo lo
terreno y desear ardientemente sólo lo celestial; conversar con Dios noche y
día y pedirle con ardientes plegarias la salvación propia y la de los prójimos;
refrenar y macerar su cuerpo con voluntarias penitencias, y tener a raya y
reprimir los malos movimientos de los sentidos. De esta manera de vivir y de
obrar sacaba su alma tanta dulzura, que se le convirtieron en gran disgusto y
hasta casi se le borraron de la memoria todos los contentos que antes había
experimentado entre las riquezas y comodidades. Como cierto día el enemigo del
humano linaje le molestase con el terrible acicate de la sensualidad,
prontamente, con aquel generoso y fuerte espíritu que le caracterizaba,
resistió valerosamente, y arrojándose en un espinoso zarzal y entre punzantes
ortigas, calmó por completo el incendio interior con los tormentos exteriores
que voluntariamente se impuso; y de este modo, victorioso de sí mismo, recibió
como premio, el ser casi confirmado en gracia. «Desde aquel momento, según él
mismo manifestaba después a sus discípulos, quedó en él tan dominado el
espíritu de la sensualidad, que ya no sintió en sí la más mínima molestia... De
este modo, libre ya de tentaciones, con toda razón se hizo maestro en la
virtud»[10].
Así pues nuestro Santo, retirado durante
este largo espacio de tiempo en la cueva de Subiaco y consagrado a una vida
tranquila y solitaria, se formó y consolidó en la más alta santidad, y echó los
sólidos cimientos de aquella perfección cristiana que habían de servirle de
base para construir un alto edificio espiritual. Porque, como bien sabéis,
Venerables Hermanos, las más santas obras de celo y de apostolado resultan
fútiles y vacías, si no proceden de un alma enriquecida con aquellas virtudes
cristianas, las únicas que, elevadas por la gracia sobrenatural, pueden dirigir
rectamente las empresas humanas a la gloria de Dios y salvación de las almas.
Tal era la íntima y profunda convicción del Santo; por eso, antes de realizar
los magnánimos designios que se había pro-puesto y a los que le inducía la
gracia divina, se esforzó por imprimir generosa-mente en sí mismo aquella forma
de santidad que anhelaba comunicar a otros, modelada según la pureza de la
doctrina evangélica, y se la pidió a Dios con continuas súplicas.
Al extenderse por todas partes y crecer
cada vez más la fama de su preclara santidad, no sólo los monjes que vivían en
las cercanías mostraron el deseo de someterse a sus enseñanzas, sino que
comenzaron a venir a él muchedumbres de todos aquellos pueblos, ansiosos de oír
sus palabras llenas de unción, de admirar sus insignes virtudes y de ver las
maravillas que Dios obraba frecuentemente por su medio. Más aún, tanto se
difundió aquella viva luz, que irradiaba de la escondida cueva de Subiaco, que
hasta llegó a lejanas regiones. Y así «comenzaron a correr hacia él personas
nobles y piadosas de la ciudad de Roma que le entregaban sus hijos para que los
educase en el servicio de Dios»[11]
Entonces comprendió el Santo que en los
designios divinos había llegado la hora de fundar una familia religiosa, y
formarla con todo empeño según la perfección evangélica. La obra comenzó con
los mejores auspicios; pues fueron muchos « los que reunió en aquel mismo lugar
para el servicio de Dios...: de tal suerte que, ayudado por la gracia de
Jesucristo, Señor omnipotente, construyó doce monasterios, y puso doce monjes
en cada uno, con sus respectivos Superiores; reservándose para sí unos pocos
que quiso fuesen educados con mayor esmero a vista suya» [12].
Pero cuando todo —según dijimos— se
desarrollaba favorablemente, cuando los frutos de salvación se cogían ya en
abundancia y la cosecha futura prometía ser más copiosa todavía, vio el Santo
con honda amargura que una negra tempestad, suscitada por funesta envidia y por
los deseos de codicia terrena, se abalanzaba sobre la mies que crecía. Sin
embargo como los móviles del Santo eran divinos y no humanos, para que aquel
odio, dirigido principalmente contra su persona, no se convirtiese
lamentablemente en mal para los suyos, «cedió a los envidiosos, reorganizó,
cambiando priores y añadiendo algunos religiosos, todos los oratorios que había
levantado, y tomando consigo algunos monjes cambió su residencia»[13]. Firme su confianza en Dios y en su
ayuda poderosa, partió hacia el Sur y se dirigió a un lugar elevado « que se
llama Casino, situado en la ladera de una alta montaña...; hubo allí un
antiquísimo templo, donde el pueblo rústico e ignorante, siguiendo una
tradición recibida de los antiguos gentiles, daba culto a Apolo. Por los
alrededores se habían plantado bosques en honor de los demonios, donde todavía
entonces insensatas muchedumbres de infieles ofrecían sacrificios sacrílegos.
Apenas llegando allá el Santo, hizo trizas el ídolo, derribó el altar, incendió
los bosques y erigió en el mismo templo de Apolo una capilla en honor de S.
Martín, y donde estuvo antes el ara de Apolo, construyó un altar dedicado a San
Juan; e invitaba a los moradores de aquellos contornos para que abrazasen la
fe, predicándoles continuamente»[14].
Casino, como todos saben, fue la demora
más importante del Santo Patriarca y el escenario principal de su virtud y
santidad. Desde la cima de aquel monte, mientras que casi por todas partes se
difundían las tinieblas de la ignorancia y de la inmoralidad, pretendiendo
invadirlo todo, resplandeció una nueva luz, que alimentada no sólo por la
doctrina y civilización de los pueblos antiguos, sino también por las
enseñanzas cristianas, iluminó a los pueblos y a las gentes que vagaban
errantes, y los encaminó con seguridad por el camino recto de la verdad. Por
eso se puede afirmar con todo derecho que el sagrado cenobio, allí construido,
fue el refugio tutelar del más puro saber y de las mejores virtudes, y fue
también en aquellos tiempos peligrosísimos « como el baluarte de la Iglesia y
defensa de la fe»[15].
Aquí llevó el Santo Patriarca la vida
monástica a aquella forma de perfección a la que aspiraba llegar hacía ya
tiempo, valiéndose de sus plegarias, de su meditación y de su experiencia. Y
ésta fue, según parece, la misión peculiar y principal a que le destinaba la
Divina Providencia; misión que no consistió precisamente en trasladar al mundo
occidental el modo de vivir de los monjes orientales, sino más bien en
acomodarlo de modo felicísimo al temperamento, necesidades y circunstancias de
los pueblos de Italia y del resto de Europa. Y así, a aquella ascética de
apacible tranquilidad, que tanto había florecido en los cenobios de Oriente, el
Santo añade la infatigable actividad que permita comunicar a los demás los
frutos de la contemplación : «contemplata aliis tradere»[16], y recoger no sólo las cosechas
materiales de las tierras incultas, sino hacer brotar frutos espirituales con
el sudor apostólico. Las austeridades de la vida solitaria, no convenientes
para todos y a veces peligrosas también para algunos, las suaviza y las endulza
la fraternal convivencia de la casa Benedictina, donde alternando con la
oración, el trabajo y el estudio de las disciplinas sagradas y profanas, la paz
imperturbable no sabe de ocio ni de desidia; y donde la acción y el trabajo,
lejos de fatigar la mente y el espíritu, disipándolos u ocupándolos en cosas
inútiles, los serenan, los vigorizan y los elevan a las cosas celestiales.
Porque allí lo que se prescribe no es ni el exagerado rigor de la disciplina,
ni la rigidez de las mortificaciones, sino ante todo el amor de Dios y una
incesante caridad fraterna para con todos. Porque «de tal manera moderó su
regla, que, los fuertes anhelasen todavía más, y los débiles no rehuyesen su
rigor... Pretendía más gobernar a los suyos con amor que no dominarlos por el
temor»[17]. Y así, viendo en cierta ocasión a un
anacoreta que se había encerrado atado con cadenas en una estrecha cueva, para
no poder volver a los pecados y a la vida del mundo, lo reprendió suavemente
con estas palabras : «Si eres siervo de Dios, no te sujete la cadena de hierro,
sino la cadena de Cristo»[18].
Así que, a aquellos métodos de vida
propios de los ermitaños y a sus especiales preceptos, que antes por lo general
no estaban concretamente determinados, sino que dependían las más de las veces
de la voluntad de los Superiores de los cenobios, sucedió la regla monástica
Benedictina, monumento insigne de sabiduría romana y cristiana, que regula los
derechos, obligaciones y ministerios de los monjes con benignidad y caridad
evangélica, y que ha sido y es tan eficaz para estimular tantos a la virtud y
conducirlos a la santidad. En esta regla Benedictina se hallan coordinadas la
mayor prudencia con la sencillez, la humanidad cristiana con la más esforzada
virtud; el rigor se templa con la dulzura, y la conveniente sumisión se
ennoblece con la sana libertad. En ella la reprensión es firme, la
condescendencia y la benignidad resulta agradable por su suavidad; los
preceptos conservan su pleno vigor, pero la obediencia da tranquilidad a los
corazones y paz a las afinas; agrada el silencio por su gravedad, pero la
conversación se adorna de atrayente gracia; y finalmente, la fuerza de la
autoridad se ejercita, pero la debilidad tiene también su ayuda[19].
No Nos admira, pues, que hoy día, todos
los hombres prudentes tributen las mayores alabanzas «a la regla monástica
escrita por el hombre de Dios..., modelo de discreción, rica por sus máximas»[20]; y Nos es grato exponer aquí brevemente
y poner de relieve sus características, en la seguridad de que será agradable y
útil no sólo para la numerosísima descendencia del Santo Patriarca, sino
también para el clero y para el pueblo cristiano.
La comunidad monástica está constituida
y formada a la manera de una familia cristiana, donde, como un padre de
familia, preside el abad o superior del cenobio, de cuya autoridad paterna
todos dependen enteramente. «Hemos visto que conviene —así se expresa el Santo—
para conservar la paz y la caridad, que la marcha del monasterio dependa del
arbitrio del abad»[21]. Por eso, todos y cada uno deben en conciencia
obedecerle religiosamente[22], y ver y reverenciar en él la misma
autoridad divina. En cambio, los que por su oficio han recibido el cargo de
gobernar las almas de los monjes y conducirlos a la perfección evangélica,
piensen y mediten con mucha diligencia que un día tendrán que dar cuenta de
ellas al supremo Juez [23], y por eso, en tan gravísima misión
de tal manera se conduzcan, que merezcan un justo premio cuando « en el
tremendo tribunal de Dios se habrá de hacer juicio »[24]. Y además, siempre que en algún cenobio
haya que tratar negocios importantes, el abad convoque a todos sus monjes, oiga
sus pareceres libremente manifestados y considérelos atentamente, antes de
tomar la resolución que juzgue más conveniente[25].
Pero ya al principio surgió una
dificultad grave y espinosa cuando se trató de aceptar o rechazar a los
aspirantes a la vida monástica. Porque acudían a los monasterios para ser
recibidos gentes de todas las naciones y de todas las categorías sociales:
Romanos y bárbaros, libres y siervos, vencederos y vencidos, y no pocos de la
nobleza patricia y de la baja plebe. S. Benito resolvió y decidió la cuestión
con alma grande y caridad fraterna; «porque —son palabras suyas— sea siervo o
libre, todos somos uno en Jesucristo, y todos siervos de un mismo Señor...
Luego para todos ha de ser... igual la caridad; a todos se proponga una misma
regla, teniendo en cuenta la perfección de cada uno»[26]. A los que han abrazado su Instituto les
manda que « todo.., sea común para todos»[27]; y no por fuerza o coacción, sino por
resolución generosa y espontánea. Todos además se han de obligar a hacer vida
estable en el cenobio; de tal manera que sean sus ocupaciones habituales no
sólo la oración y la lectura[28], sino también el cultivo de los campos[29], las artes fabriles[30], y las obras espirituales del
apostolado. Porque «la ociosidad es enemiga del alma, y por eso, en los tiempos
establecidos, los monjes se dedicarán a los trabajos manuales... »[31]. Sin embargo lo más principal, lo que
todos han de procurar con la mayor diligencia y cuidado, es que «nada se
anteponga al servicio divino»[32]. Porque «aunque sabemos que Dios está
presente en todas partes... sin embargo, debemos sobre todo creer esto sin la
menor duda, cuando asistimos al Oficio divino... Pensemos, por consiguiente,
cómo se debe estar en presencia de la Divinidad y de sus ángeles, y estemos de
tal modo mientras salmodiamos, que nuestra mente concuerde con nuestra voz»[33]
En estas normas principales de la regla
Benedictina, que hemos ido en cierta manera como gustando, no sólo se admira
con toda claridad su prudencia, su oportunidad y su maravillosa adaptación a la
naturaleza humana, sino también su grande importancia. Porque mientras en
aquella edad bárbara y agitada no sólo se tenía en poco el cultivo de los
campos y el ejercicio de las artes mecánicas y liberales, la afición de las
letras y el estudio de las ciencias sagradas y profanas, sino que todos las
habían lastimosamente abandonado; en los cenobios benedictinos se formó un gran
número de agricultores, artífices y doctos, que no sólo trabajaron cuanto
pudieron por conservar incólumes los vetustos monumentos del saber antiguo,
sino que llevaron a los pueblos antiguos y nuevos, muchas veces en lucha entre
sí, a la paz y a la concordia y a una diligente actividad; y les trajo de
nuevo, con éxito feliz desde la barbarie, que volvía a resurgir, de las
devastaciones y rapiñas, al trato humano y cristiano, a saber soportar el
trabajo, a la luz de la verdad, al restablecimiento de las formas sociales,
reguladas por la sabiduría y la caridad.
Pero hay más todavía; porque lo
principal en la vida Benedictina es que todos, mientras que con sus manos o con
sus inteligencias están ocupados en diversos trabajos, cada uno debe aspirar
con empeño a dirigir su intención continuamente a Jesucristo, a inflamarse en
su más perfecto amor. Porque ni las cosas terrenas, ni todo lo de este mundo
puede saciar el corazón del hombre creado por Dios para poseerlo; antes al
contrario, todos esos seres han recibido del Criador la misión de estimular y
encaminar al hombre, como por escalones, a la posesión del Sumo Bien. Por lo
cual, es muy necesario «no anteponer nada al amor de Jesucristo»[34]; «amar a Jesucristo sobre todo»[35], «nada absolutamente preferir a
Jesucristo, para que El nos conduzca a la vida eterna»[36].
Juntamente con este amor ardentísimo al
Redentor Divino, ha de darse la caridad al prójimo; a todos hemos de abrazar
como hermanos y ayudarlos con todos los medios. Por eso, mientras los odios y
las rivalidades excitan y empujan a los hombres unos contra otros; mientras
robos, muertes e infinitas desgracias y miserias son la consecuencia de
aquellas turbias agitaciones de pueblos y de sucesos, S. Benito da a sus
seguidores estos santísimos preceptos: «Recíbanse con solícito cuidado los
pobres y especialmente los peregrinos, porque en ellos particularmente se
recibe a Jesucristo»[37]. «A todos los huéspedes que se presenten
hay que recibirlos como a Cristo, porque El ha de decir: Fui huésped y me
recibisteis»[38]. «Ante todo y sobre todo hay que cuidar
de los enfermos, y servirlos como al mismo Jesucristo, porque El ha dicho:
Estuve enfermo y me visitasteis»[39]. Y así, animado e impulsado el Santo por
esta perfectísima caridad para con Dios y para con el prójimo, concluyó y
perfeccionó su obra, y cuando jubiloso y lleno de méritos percibía las celestes
auras de la felicidad sempiterna, y saboreaba anticipadamente sus suavidades, «
seis días... antes de su muerte, manda que le abran la sepultura. Enseguida,
víctima de la fiebre, comenzó a sentir sus ardientes efectos; al sexto día,
agravándose cada vez más la enfermedad, se hace transportar por sus discípulos
al oratorio, y allí se prepara para el último trance, recibiendo el cuerpo y la
sangre del Señor; y mientras los discípulos sostenían en sus brazos aquellos
débiles miembros, el Santo, levantando sus manos al ciclo, se puso en pie, y
entre las palabras de su plegaria exhaló el último suspiro»[40].
II
Después que el santísimo Patriarca con
piadosa muerte voló al cielo, la Orden monástica por él establecida, no sólo no
decayó ni amenazó ruina, sino que pareció ser siempre guiada, sostenida y
perfeccionada con el ejemplo siempre presente de su Fundador; es más: de tal
manera se consolidó con su celestial patrocinio, que fue incrementándose a lo
largo del tiempo.
Qué feliz importancia tuviera la pujante
vitalidad del Instituto Benedictino en aquella vieja edad, y cuántos y cuán
grandes fueran los beneficios que acarreara también en el transcurso de los
siglos venideros, es bien lo reconozcan todos aquellos que imparcialmente
examinan con fidelidad histórica los acontecimientos humanos y los juzgan con
rectitud. Porque, además de que, como ya hemos dicho antes, los religiosos
benedictinos fueron casi los únicos que, a través de aquellos obscuros tiempos
y en medio de tan gran ignorancia de los hombres y aniquilamiento de las
instituciones, conservaron incólumes los códices de las diversas ciencias que
transcribieron y comentaron con suma diligencia; ellos fueron también los que
principalmente ejercitaron las artes, las ciencias y la enseñanza,
promoviéndolas de todas las maneras. De suerte que en verdad, así como la
Iglesia Católica, principalmente en los tres primeros siglos de su vida, fue
consolidada y acrecentada de modo admirable con la preciosa sangre de sus
mártires, y en aquel mismo tiempo, lo mismo que en el subsiguiente, salvó sin
menoscabo la integridad de su doctrina divina, ante los ataques y los engaños
de los herejes, por la labor valiente y sabia de los Santos Padres, así también
puede realmente asegurarse que el Instituto Benedictino y sus florecientes
monasterios fueron suscitados por la providencia e inspiración divina,
precisamente para que, al derrumbarse el Imperio Romano y mientras las hordas
salvajes afluían por todas partes, impelidas por su bélico furor, el pueblo
cristiano reparase los daños sufridos y, amansados los pueblos nuevos con la
verdad y la caridad evangélicas, fueran conducidos, por su solícita e
infatigable labor, a la concordia fraterna, al trabajo fecundo, y por último, a
la virtud que se rige por los preceptos de nuestro Redentor y se nutre con su
gracia.
Porque así como en los tiempos pasados
las legiones romanas, que luchaban para sujetar todos los pueblos al imperio de
la Alma Ciudad, avanzaban por las vías consulares, así también entonces los
innumerables ejércitos de monjes, cuyas armas «no son carnales, sino que son
poderosísimas en Dios»[41], fueron enviados por el Sumo Pontífice
para que propagasen eficazmente hasta los últimos confines del orbe el pacífico
Reino de Jesucristo, no por medio de la espada, ni de la fuerza o de la muerte,
sino con la Cruz, con el arado, con la verdad, con la caridad. En donde quiera,
pues, que estos inermes ejércitos, integrados por heraldos de la religión
cristiana, por obreros, por agricultores y por maestros de las ciencias divinas
y humanas, ponían sus pies, allí el arado roturaba las tierras incultas y
enmarañadas, surgían centros de las ciencias y de las artes, y los hombres, de
la vida salvaje pasaban a la de ciudadanos de un pueblo civilizado, teniendo
ante los ojos, como ejemplar, la luz del Evangelio y de la virtud. Innumerables
apóstoles, encendidos en caridad celestial, recorrieron desconocidas y
turbulentas regiones de Europa, las regaron con su generoso sudor y sangre, y
pacificados sus moradores les llevaron a la luz de la católica verdad y
santidad. De tal suerte que realmente puede afirmarse que aunque Roma,
engrandecida ya por muchas victorias, hubiera impuesto el derecho de su imperio
por todas partes, sin embargo gracias a ellos «fue menos... lo que le sometió
el empuje bélico que lo que sujetó la paz cristiana»[42]. Porque no solamente Inglaterra,
Francia, Holanda, Frisia, Dinamarca, Alemania y Escandinavia, sino también no
pocos de los pueblos eslavos se glorían del apostolado de estos monjes, y los
tienen como un timbre de gloria, considerándolos autores esclarecidos de su
civilización. Cuántos Obispos no ha dado esta Orden, que o rigieron con sabio
gobierno las Diócesis ya constituidas, o fundaron no pocas nuevas y las
fecundaron con su trabajo. Cuántos maestros y eximios doctores, que organizaron
renombrados centros de estudios y de artes liberales, y no solamente ilustraron
las inteligencias de muchísimos, ofuscadas por los errores, sino que hicieron
crecer y progresar por todas partes las ciencias sagradas y profanas. Cuántos,
en fin, fueron los varones insignes que brillaron por su santidad, que
alistados en la Orden Benedictina, alcanzaron con valeroso esfuerzo la
perfección evangélica, y con el ejemplo de sus virtudes, con la predicación
sagrada y con los admirables prodigios realizados en nombre y en virtud de
Dios, propagaron por todos los medios el Reino de Jesucristo; :muchísimos de
estos monjes, como bien sabéis, Venerables Hermanos, o estuvieron adornados con
la dignidad episcopal, o brillaron también entre la majestad del Sumo
Pontificado. Sería cosa larga enumerar aquí, uno por uno, los nombres de estos
Apóstoles, Obispos, Santos y Sumos Pontífices escritos ya con letras de oro en
los anales de la Iglesia; por lo demás, brillan con tan fúlgido esplendor,
desempeñan un papel tan importante en el curso de la historia, que fácilmente son
conocidos por todos.
Hemos por consiguiente juzgado muy
oportuno que estas cosas, indicadas como de paso con ocasión de estas
conmemoraciones seculares, se mediten atentamente y revivan con fúlgida luz a
los ojos de todo el mundo, a fin de que todos no sólo saquen de ellas el
provecho de alabar y exaltar los esclarecidos fastos de la Iglesia, sino
también de conocer los documentos y las normas de un santo modo de vida que de
ellas se derivan, para seguirlas con resolución y energía.
Porque no solamente los tiempos pasados
recibieron de este Patriarca y de su Orden innumerables beneficios; sino que
también los nuestros tienen muchas e importantes cosas que aprender de él. Y en
primer lugar —como no podemos ni dudar— aprendan los que forman parte de su numerosa
familia, a seguir cada día con más intenso fervor sus huellas y a poner en
práctica, con su propia vida, los ejemplos y las normas de su virtud y de su
santidad. Porque así sucederá ciertamente que no solamente responderán con
ánimo resuelto y actividad fecunda a la divina vocación, que un día los llamó a
la vida monástica; no solamente, en la paz de una conciencia tranquila,
trabajarán y se ocuparán antes que nada de su eterna salvación, sino que
también podrán consagrarse a la común utilidad del pueblo cristiano y a
promover la gloria divina con copiosos frutos.
Y además, si todas las clases sociales
con diligente consideración estudiasen la vida de San Benito, sus normas y sus
preclaros hechos, no podrán menos de sentirse estimuladas por su suavísimo y al
mismo tiempo eficacísimo influjo; y espontáneamente reconocerán. que también
nuestro siglo, agitado y atormentado por tantas y tan inmensas ruinas morales y
materiales, por tantos peligros y calamidades, puede encontrar en este Santo el
necesario remedio.
Ante todo recuerden y atentamente
consideren que los fundamentos más seguros y firmes de la sociedad humana son
los principios augustos de la religión y sus normas de vida; los cuales, una
vez demolidos o debilitados, es natural que casi necesariamente poco a poco se
derrumbe cuanto se relaciona con el recto orden, con la paz, con la prosperidad
de los ciudadanos y de los pueblos. Esto que, como hemos visto, tan
abundantemente atestigua la historia de la Orden Benedictina, ya lo había
previsto aquella ilustre inteligencia que en los remotos tiempos paganos
profirió este pensamiento: ... «Vosotros los Pontífices, ... con el culto de
los dioses, guardáis mejor la ciudad, que los muros que la rodean»[43]. Y suyas son también estas palabras:
«...Sin ellas (la santidad y la religión) la vida humana se perturba y se
origina gran confusión; y no sé si, suprimido el culto de los dioses,
desaparecerían la misma fidelidad y amistad entre los hombres y aquella virtud
que sola ella sobresale entre todas las otras: la justicia»[44].
Lo primero y más importante de todo es,
por consiguiente, reverenciar a la Suprema Divinidad, y obedecer sus leyes
santísimas, tanto en privado como en público; si se las desprecia, no hay
ciertamente poder humano que dé frenos suficientes para cohibir y debidamente
refrenar las pasiones desbordadas del pueblo. Pues es la religión la única que
da base segura a una vida de rectitud y de honradez.
Pero aún hay otra cosa que el santísimo
Patriarca enseña y advierte y de la que nuestra edad tanta necesidad tiene, es
decir : que Dios no sólo ha de ser honrado y venerado, sino también amado como
Padre con profundo amor. Como este amor se encuentra hoy tan lamentablemente
entibiado y enervado, síguese de ello que muchos más buscan las cosas de la
tierra que las del cielo; y lo hacen con tan desordenada competencia, que no
rara vez engendra alborotos y fomenta rivalidades y odios acérrimos. Ahora
bien, siendo Dios eterno el autor de nuestra vida, y viniéndonos de El innumerables
beneficios, es deber de todos amarle con amor sumo, y a El preferentemente
enfocar y dirigir nuestras personas y cosas. Y es necesario que de este amor
divino brote la caridad fraterna hacia los prójimos, a los que hemos de
considerar como hermanos en Jesucristo, sea cual fuere la estirpe, la nación y
la clase social a que pertenecieren; de manera que de todas las gentes y de
todas las clases de la sociedad humana se forme una familia cristiana, a cuyos
miembros no debe separar demasiado el interés de la propia utilidad sino unir
amigablemente la aportación del mutuo socorro. Si estos principios, con los que
en otro tiempo S. Benito iluminó, restauró, reanimó y redujo a costumbres
mejores a aquella turbulenta y desquebrajada sociedad, se propagan ampliamente
y se ponen en vigor, entonces sin duda alguna que también nuestro siglo podrá
salvarse fácilmente de este pavoroso naufragio, rehacerse de los daños
materiales y espirituales, y curar oportuna y felizmente sus inmensas llagas.
Pero además, Venerables Hermanos, el
legislador de la Orden Benedictina nos da una lección —que ciertamente hoy
se proclama con toda libertad, aunque muchas veces no se lleva a la práctica
con el acierto que sería conveniente y oportuno—, que el trabajo humano no es
una cosa indigna, odiosa y molesta, sino algo decoroso y agradable. Porque una
vida de trabajo, ya sea en el cultivo de los campos, o en las artes manuales, o
en los estudios, no humilla los espíritus sino que los ennoblece; no los reduce
a servidumbre, sino más bien y con más verdad los hace en cierto modo
superiores y señores de aquello mismo que les rodea y que en su trabajo
manejan, El mismo Jesús adolescente, cuando todavía estaba escondido en la casa
de Nazaret, en el taller de su padre nutricio, se dignó ejercer el oficio de
carpintero, y con su sudor divino quiso consagrar el trabajo humano. Adviertan
por lo tanto, no sólo los que se dedican al estudio de las letras y de las
ciencias, sino también los que se afanan en los trabajos manuales para ganarse
el sustento diario, que hacen una cosa nobilísima, con la que no solamente
atienden a su provecho particular, sino que colaboran para el bien de toda la
sociedad. Háganlo, sin embargo, como el Patriarca S. Benito enseña : con los
ojos y el corazón levantados al cielo; no por fuerza, sino con amor; y
finalmente, aun cuando defiendan sus derechos legítimos, procuren hacerlo no
con envidia de la suerte ajena, no desordenada y turbulentamente, sino con
maneras pacíficas y justas. Y recuerden aquella sentencia divina : «Mediante el
sudor de tu rostro comerás el pan»[45]; precepto éste que ha de ser obedecido
por todos los hombres y cumplido con espíritu de expiación.
Ante todo no olviden que, de las cosas terrenas y caducas, ya sean las
conseguidas con el estudio o investigación de la inteligencia, ya las
elaboradas con arte fatigoso, hemos de aspirar con ímpetu cada vez mayor a las
cosas celestiales y a aquellas que han de permanecer para siempre, pues
solamente después de haberlas alcanzado podremos gozar de una paz verdadera, de
un descanso sereno y de una felicidad sempiterna.
La reciente e inhumana guerra, cuando
tan lastimosamente se extendió por las tierras de la Campania y del Lacio,
llegó, como sabéis, Venerables Hermanos, hasta la sagrada cumbre de Monte
Casino; y aunque Nos, con nuestras exhortaciones, súplicas y protestas no
dejamos de hacer lo que pudimos para que no se infligiera ningún daño a nuestra
santa religión, a las bellas artes y a la civilización misma, sin embargo
aquella ilustre morada de la cultura y de la piedad, que se había levantado
sobre el oleaje de los siglos, como un faro de luz victoriosa sobre las
tinieblas, cayó convertida en un montón de ruinas. Y así, mientras las
ciudades, pueblos y aldeas de alrededor se veían reducidos a montones de
escombros, diríase que el mismo monasterio Casinense, casa madre de la Orden
Benedictina, como que había de tomar parte en el luto de sus hijos y participar
de sus desgracias. Casi nada quedó intacto, excepto el sagrado sepulcro donde
piadosísimamente se conservan los restos del Santo Patriarca.
Y todavía hoy, en donde antes se erguían
magníficos monumentos, quedan paredes medio caídas, se amontonan tristes
escombros cubiertos de maleza. Para habitación de los monjes se ha construido
allí cerca una pequeña casa que no se puede comparar con la anterior. Mas ¿por
qué no esperar que al celebrarse el cuarto centenario de aquel día, en que el
piadoso varón consiguió la felicidad de los santos, después de haber iniciado y
concluido esta tan gran obra; por qué, decimos, no esperar que, con los
esfuerzos de todos los buenos, y en primer lugar de aquellos que disponen de
abundantes riquezas, y las ofrecen con ánimo generoso, sea restituido a su
prístino esplendor lo antes posible este antiquísimo archicenobio? Una
generosidad semejante es ciertamente como una deuda que la civilización debe a
S. Benito: porque si hoy resplandece la sociedad con tan gran luz de ciencia,
si se goza con la posesión de los monumentos literarios de la antigüedad, en
gran parte debe agradecérselo a él y a su laboriosa descendencia. Por eso
esperamos que el éxito responderá completamente a Nuestros votos y esperanzas;
y sea esta obra, no solamente un deber de restauración y reparación, sino
también un auspicio de tiempos mejores, donde el espíritu de la Orden
Benedictina y sus oportunísimas enseñanzas florezcan cada día con mayor vigor.
Animados con esta suavísima esperanza, os damos de todo corazón, tanto a
cada uno de vosotros, Venerables
Hermanos, y a todo el pueblo encomendado a vuestros cuidados, como a toda la
familia de monjes, que se gloría de este gran legislador, maestro y padre, en
prenda de las gracias celestiales y como testimonio de Nuestra benevolencia,
Nuestra Bendición Apostólica.
Dado en Roma, junto a San Pedro, el día
21 de marzo, festividad de San Benito, del año 1947, noveno de Nuestro
Pontificado.
PÍO PP. XII
Notas
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