II
LA SANGRE PRECIOSA DE CRISTO
EN EL MISTERIO DE LA IGLESIA
PRIMAVERA DE SANGRE
Pero volvamos a respirar
tranquilos frente a la maravillosa aparición de las flores de santidad que ha
hecho brotar la Sangre del Señor en su Iglesia, eterna primavera de las almas
que beben esta divina savia con sed incontenible. “El Divino Redentor –dice San Alberto Magno- permitió que le abrieran el costado, las manos y los pies a fin de que
la Sangre que salió por ellos corriera, regando el místico jardín de la
Iglesia, donde hiciera abrirse las flores de todas las virtudes, y,
ensanchándose en forma de río sobre el mundo entero, devolviese la vida a todo
cuanto estaba árido y seco, al mismo tiempo que apagara lo que quemaba con el
fuego de las pasiones y del pecado.”
La nota de santidad
que distingue a la verdadera Iglesia de Cristo es el retoño constante que
produce la Divina Sangre en todo lo de la Iglesia, embalsamando el ambiente y
santificando en ella todas las cosas: doctrina y culto, lugares y personas,
costumbres e instituciones. Por eso, la Iglesia es Madre de Santos en todas las
épocas, aun las más tristes de la Historia, y en todos los ambientes, aun los
más bárbaros y corrompidos, con tal que Ella pudiera llegar hasta allí para
dejar caer algunas gotas de la Sangre de la Redención. Son tan abundantes los
fastos de los Santos glorificados por la Iglesia, que escapa a cualquier cálculo,
y va enriqueciéndose, aún más cada día con la inscripción de nuevas figuras
nobilísimas que ponen en evidencia la perenne actualidad y vitalidad de la
Redención; dando por supuesto que cada santo, que de nuevo viene agregado al
aguerrido ejército de los bienaventurados, es una nueva apología de la Sangre
de Cristo.
Los puros de corazón que ven a Dios de cerca
y las vírgenes que siguen al Cordero donde quiera que va, han lavado los
vestidos blancos que llevan en su Sangre.
Los mansos, que se semejan al Codero
Divino, siempre mudo y apacible delante de sus calumniadores y verdugos, en su
Sangre apagaron todo el fuego interior que les hacía fermentar en odios y
rebeldías.
Los pobres de espíritu, los humildes y los
despreciados, son aquellos que ahogaron el propio egoísmo en la Sangre Divina.
Los misericordiosos, que acogen en su
corazón las miserias de sus hermanos haciéndoles participantes de los propios
bienes espirituales y materiales, son aquellos a quienes enriqueció la Sangre
de Cristo con los tesoros de la piedad divina.
Los que tienen hambre y sed de justicia son los que
supieron encontrar en la Sangre de Jesús el precio adecuado para satisfacer la
justicia ofendida de Dios.
Los pacíficos llevan dentro de sí la paz de
la reconciliación con Dios y con los hombres, esa paz que evoca precisamente la
Sangre.
Los fuertes, que no claudican bajo la furia
de la tentación o de la persecución, son los héroes fortalecidos para alcanzar
todas las Victorias por la Sangre de Cristo (Mt., 5,1-10).
Pocos Santos profundizaron
en las maravillas de esta Sangre Preciosa como la angelical Catalina de Sena.
En la Sangre mojaba su pluma para escribir sus cartas y sus conmovedoras
apóstrofas. Yo, Catalina, sierva y
esclava de los Siervos de Jesucristo, os escribo en su Preciosa Sangre, con
deseo de verle a Ud. Y a los demás mis Señores con el corazón y con el alma
pacificados en Su Dulcísima Sangre, en la cual Sangre se apagan todos los odios
y la guerra, y toda soberbia del hombre se relaja… Os suplico –insiste la
ardiente Santa- por el amor de Cristo
Crucificado, que recibáis el tesoro de la Sangre, que se os ha encomendado por
la Esposa de Cristo.
¿Quién hubiera podido
resistirse ante semejante elocuencia de palabras y de Sangre? La empresa
pacificadora de la Santa, conocida por todos, aquí tuvo su fuerza secreta.
Pero quizá sea el
himno más bello, entonado al argumento, aquel que desarrolla en una carta a su
confesor, el Beato Raimundo de Capua. No impaciente lo extenso de la cita. Fuimos nosotros –dice- aquella tierra que mantuvo erguida la Cruz y
somos el vaso que recibió la Sangre. Quien conozca y sea esposa de esta verdad,
hallará en la Sangre la gracia, la riqueza y la vida de la gracia. Verá
cubierta su desnudez y se sentirá vestido con el traje nupcial del fuego de la
Caridad, empapado e impermeabilizado a Sangre y fuego, que fue derramada por
amor y unida a la Divinidad. En la Sangre se alimentará y nutrirá de
misericordia. En la Sangre se diluyen las tinieblas y brota la luz. En la Sangre
se disipan la nube del amor propio sensitivo y el temor servil que da pena,
recibiéndose, en cambio, temor santo y la seguridad del amor divino, que se
encuentra en la Sangre.
Otra criatura
seráfica, cual fue la carmelita Florencia Santa M. magdalena de Pacis, canta
las mismas maravillas en sus elevaciones extáticas: ¡Oh!, ¡cómo qué bien se esconde el Verbo entre los blancos y aromáticos
lirios! ¿Qué hace allí? Que ¿qué hace? Pues inspira en las almas sus esposas,
un ardiente afecto de amor, y, al inspirarlo, realiza en ellas una continua
infusión de la virtud y de las gracias de su Sangre, de tal forma, que continuamente
sienten ahogarse y morir por la fuerza del amor, permaneciendo, no obstante, en
vida que las proporciona esa Sangre. Dije que muere, pero es asimismo por amor,
por la fuerza de esa continua efusión de aquella Sangre ardiente en el alma,
que se sumerge tanto en dicha Sangre que ya ni siente, ni entiende, ni ve, ni
gusta de otra cosa que de la Sangre.
Sería imposible
declarar mejor los frutos que experimentan las almas con la inmersión en la
Sangre de Cristo. La misma Santa termina así su coloquio con el Eterno Padre: Esa fuente, en torno a la cual van retoñando
los lirios blancos y perfumados, es de Sangre y de agua. De agua para limpiar,
de Sangre para embellecer. Y del agua y de la Sangre reciben aquel olor
delicadísimo que se siente por doquier: “Christi bonus odor sumus.”
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