DISCURSO DEL SANTO PADRE
BENEDICTO XVI
A LOS PARTICIPANTES EN AL ASAMBLEA GENERAL
DE LA ACADEMIA PONTIFICIA PARA LA VIDA
Sábado 24 de febrero de 2007
A LOS PARTICIPANTES EN AL ASAMBLEA GENERAL
DE LA ACADEMIA PONTIFICIA PARA LA VIDA
Sábado 24 de febrero de 2007
Queridos hermanos y
hermanas:
Es para mí una verdadera
alegría recibir en esta audiencia tan numerosa a los miembros de la Academia
pontificia para la vida, reunidos con ocasión de la XIII asamblea general; y a
los que han querido participar en el congreso que tiene por tema: "La
conciencia cristiana en apoyo del derecho a la vida". Saludo al señor
cardenal Javier Lozano Barragán, a los arzobispos y obispos presentes, a los
hermanos sacerdotes, a los relatores del congreso, y a todos vosotros,
que habéis venido de diversos países.
Saludo en particular al arzobispo Elio Sgreccia, presidente de la
Academia pontificia para la vida, al que agradezco las amables palabras que me
ha dirigido, así como el trabajo que lleva a cabo, junto con el vicepresidente,
el canciller y los miembros del consejo directivo, para realizar las delicadas
y vastas tareas de la Academia pontificia.
El tema que habéis propuesto a la atención de los participantes, y
por tanto también de la comunidad eclesial y de la opinión pública, es de gran
importancia, pues la conciencia cristiana tiene necesidad interna de
alimentarse y fortalecerse con las múltiples y profundas motivaciones que
militan en favor del derecho a la vida. Es un derecho que debe ser reconocido
por todos, porque es el derecho fundamental con respecto a los demás derechos
humanos. Lo afirma con fuerza la encíclica Evangelium vitae:
"Todo hombre abierto sinceramente a la verdad y al bien, aun entre
dificultades e incertidumbres, con la luz de la razón y no sin el influjo
secreto de la gracia, puede llegar a descubrir en la ley natural escrita
en su corazón (cf. Rm 2, 14-15) el valor sagrado de la vida
humana desde su inicio hasta su término, y afirmar el derecho de cada ser
humano a ver respetado totalmente este bien primario suyo. En el reconocimiento
de este derecho se fundamenta la convivencia humana y la misma comunidad
política" (n. 2).
La misma encíclica recuerda que "los creyentes en Cristo
deben, de modo particular, defender y promover este derecho, conscientes de la
maravillosa verdad recordada por el concilio Vaticano II: "El
Hijo de Dios, con su encarnación, se ha unido, en cierto modo, con todo hombre"
(Gaudium et spes,
22). En efecto, en este acontecimiento salvífico se revela a la humanidad no
sólo el amor infinito de Dios, que "tanto amó al mundo que dio a su Hijo
único" (Jn 3, 16), sino también el valor incomparable de cada
persona humana" (ib.).
Por eso, el cristiano está continuamente llamado a movilizarse para
afrontar los múltiples ataques a que está expuesto el derecho a la vida. Sabe
que en eso puede contar con motivaciones que tienen raíces profundas en la ley
natural y que por consiguiente pueden ser compartidas por todas las personas de
recta conciencia.
Desde esta perspectiva, sobre todo después de la publicación de la
encíclica Evangelium vitae,
se ha hecho mucho para que los contenidos de esas motivaciones pudieran ser
mejor conocidos en la comunidad cristiana y en la sociedad civil, pero hay que
admitir que los ataques contra el derecho a la vida en todo el mundo se han
extendido y multiplicado, asumiendo nuevas formas.
Son cada vez más fuertes las presiones para la legalización del
aborto en los países de América Latina y en los países en vías de desarrollo,
también recurriendo a la liberalización de las nuevas formas de aborto químico
bajo el pretexto de la salud reproductiva: se incrementan las políticas del
control demográfico, a pesar de que ya se las reconoce como perniciosas incluso
en el ámbito económico y social.
Al mismo tiempo, en los países más desarrollados aumenta el interés
por la investigación biotecnológica más refinada, para instaurar métodos
sutiles y extendidos de eugenesia hasta la búsqueda obsesiva del "hijo
perfecto", con la difusión de la procreación artificial y de diversas
formas de diagnóstico encaminadas a garantizar su selección. Una nueva ola de
eugenesia discriminatoria consigue consensos en nombre del presunto bienestar
de los individuos y, especialmente en los países de mayor bienestar económico,
se promueven leyes para legalizar la eutanasia.
Todo esto acontece mientras, en otra vertiente, se multiplican los
impulsos para legalizar convivencias alternativas al matrimonio y cerradas a la
procreación natural. En estas situaciones la conciencia, a veces arrollada por
los medios de presión colectiva, no demuestra suficiente vigilancia sobre la
gravedad de los problemas que están en juego, y el poder de los más fuertes debilita
y parece paralizar incluso a las personas de buena voluntad.
Por esto, resulta aún más necesario apelar a la conciencia y, en
particular, a la conciencia cristiana. Como dice el Catecismo de la Iglesia
católica, "la conciencia moral es un juicio de la razón por
el que la persona humana reconoce la calidad moral de un acto concreto que
piensa hacer, está haciendo o ha hecho. En todo lo que dice y hace, el hombre
está obligado a seguir fielmente lo que sabe que es justo y recto" (n.
1778).
Esta definición pone de manifiesto que la conciencia moral, para
poder guiar rectamente la conducta humana, ante todo debe basarse en el sólido
fundamento de la verdad, es decir, debe estar iluminada para reconocer el
verdadero valor de las acciones y la consistencia de los criterios de
valoración, de forma que sepa distinguir el bien del mal, incluso donde el
ambiente social, el pluralismo cultural y los intereses superpuestos no ayuden
a ello.
La formación de una conciencia verdadera, por estar
fundada en la verdad, y recta, por estar decidida a seguir sus
dictámenes, sin contradicciones, sin traiciones y sin componendas, es hoy una
empresa difícil y delicada, pero imprescindible. Y es una empresa, por desgracia,
obstaculizada por diversos factores. Ante todo, en la actual fase de la
secularización llamada post-moderna y marcada por formas discutibles de
tolerancia, no sólo aumenta el rechazo de la tradición cristiana, sino que se
desconfía incluso de la capacidad de la razón para percibir la verdad, y a las
personas se las aleja del gusto de la reflexión.
Según algunos, incluso la conciencia individual, para ser libre,
debería renunciar tanto a las referencias a las tradiciones como a las que se
fundamentan en la razón. De esta forma la conciencia, que es acto de la razón
orientado a la verdad de las cosas, deja de ser luz y se convierte en un simple
telón de fondo sobre el que la sociedad de los medios de comunicación lanza las
imágenes y los impulsos más contradictorios.
Es preciso volver a educar en el deseo del conocimiento de la
verdad auténtica, en la defensa de la propia libertad de elección ante los
comportamientos de masa y ante las seducciones de la propaganda, para alimentar
la pasión de la belleza moral y de la claridad de la conciencia. Esta delicada
tarea corresponde a los padres de familia y a los educadores que los apoyan; y
también es una tarea de la comunidad cristiana con respecto a sus fieles.
Por lo que atañe a la conciencia cristiana, a su crecimiento y a su
alimento, no podemos contentarnos con un fugaz contacto con las principales
verdades de fe en la infancia; es necesario también un camino que acompañe las
diversas etapas de la vida, abriendo la mente y el corazón a acoger los deberes
fundamentales en los que se basa la existencia tanto del individuo como de
la comunidad.
Sólo así será posible ayudar a los jóvenes a comprender los valores
de la vida, del amor, del matrimonio y de la familia. Sólo así se podrá hacer
que aprecien la belleza y la santidad del amor, la alegría y la responsabilidad
de ser padres y colaboradores de Dios para dar la vida. Si falta una formación
continua y cualificada, resulta aún más problemática la capacidad de juicio en
los problemas planteados por la biomedicina en materia de sexualidad, de vida
naciente, de procreación, así como en el modo de tratar y curar a los enfermos
y de atender a las clases débiles de la sociedad.
Ciertamente, es necesario hablar de los criterios morales que
conciernen a estos temas con profesionales, médicos y juristas, para
comprometerlos a elaborar un juicio competente de conciencia y, si fuera el
caso, también una valiente objeción de conciencia, pero en un nivel más básico
existe esa misma urgencia para las familias y las comunidades parroquiales, en
el proceso de formación de la juventud y de los adultos.
Bajo este aspecto, junto con la formación cristiana, que tiene como
finalidad el conocimiento de la persona de Cristo, de su palabra y de los
sacramentos, en el itinerario de fe de los niños y de los adolescentes es
necesario promover coherentemente los valores morales relacionados con la
corporeidad, la sexualidad, el amor humano, la procreación, el respeto a la
vida en todos los momentos, denunciando a la vez, con motivos válidos y
precisos, los comportamientos contrarios a estos valores primarios. En este
campo específico, la labor de los sacerdotes deberá ser oportunamente apoyada
por el compromiso de educadores laicos, incluyendo especialistas, dedicados a
la tarea de orientar las realidades eclesiales con su ciencia iluminada por la
fe.
Por eso, queridos hermanos y hermanas, pido al Señor que os mande a
vosotros, y a quienes se dedican a la ciencia, a la medicina, al derecho y a la
política, testigos que tengan una conciencia verdadera y recta, para defender y
promover el "esplendor de la verdad", en apoyo del don y del misterio
de la vida. Confío en vuestra ayuda, queridos profesionales, filósofos,
teólogos, científicos y médicos. En una sociedad a veces ruidosa y violenta,
con vuestra cualificación cultural, con la enseñanza y con el ejemplo, podéis
contribuir a despertar en muchos corazones la voz elocuente y clara de la
conciencia.
"El hombre tiene una ley inscrita por Dios en su corazón —nos
enseñó el concilio Vaticano II—, en cuya obediencia está la dignidad humana y
según la cual será juzgado" (Gaudium et spes,
16). El Concilio dio sabias orientaciones para que "los fieles aprendan a
distinguir cuidadosamente entre los derechos y deberes que tienen como miembros
de la Iglesia y los que les corresponden como miembros de la sociedad
humana" y "se esfuercen por integrarlos en buena armonía, recordando
que en cualquier cuestión temporal han de guiarse por la conciencia cristiana,
pues ninguna actividad humana, ni siquiera en los asuntos temporales, puede
sustraerse a la soberanía de Dios" (Lumen gentium,
36).
Por esta razón, el Concilio exhorta a los laicos creyentes a acoger
"lo que los sagrados pastores, representantes de Cristo, decidan como
maestros y jefes en la Iglesia"; y, por otra parte, recomienda "que
los pastores reconozcan y promuevan la dignidad y la responsabilidad de los
laicos en la Iglesia, se sirvan de buena gana de sus prudentes consejos" y
concluye que "de este trato familiar entre los laicos y los pastores se
pueden esperar muchos bienes para la Iglesia" (ib., 37).
Cuando está en juego el valor de la vida humana, esta armonía entre
función magisterial y compromiso laical resulta singularmente importante:
la vida es el primero de los bienes recibidos de Dios y es el fundamento de
todos los demás; garantizar el derecho a la vida a todos y de manera igual para
todos es un deber de cuyo cumplimiento depende el futuro de la humanidad.
También desde este punto de vista resalta la importancia de vuestro encuentro
de estudio.
Encomiendo sus trabajos y resultados a la intercesión de la Virgen
María, a quien la tradición cristiana saluda como la verdadera "Madre de
todos los vivientes". Que ella os asista y os guíe. Como prenda de este
deseo, os imparto a todos vosotros, a vuestros familiares y colaboradores, la
bendición apostólica.
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