I
LA SANGRE PRECIOSA DE
CRISTO
EN EL MISTERIO DE LA
REDENCIÓN
EL SACRAMENTO Y EL CÁLIZ
DE LA SANGRE
Antes de la fiesta de la Pascua, viendo Jesús que llegaba
su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban
en el mundo, al fin extremadamente los amó (Jo. 13,1). Con estas palabras tan
solemnes, que dejan transparentarse la tristeza del momento y de un recuerdo
imborrable, trazó el Apóstol del amor los rasgos de aquel grande acontecimiento
y misterio del Cenáculo: la institución de la Eucaristía.
¿Qué móviles
impulsaron a Jesús? ¿Quizá su inminente despedida, que comportaba una
separación: transiturus de hoc mundo ac
Patrem? ¡Oh, no! ¡Con eso el amor no hubiera quedado satisfecho! Había
hecho aceptación y había querido la muerte, pero no había aceptado sus dos desventuradas
y naturales consecuencias: la separación y el olvido. Todos cuantos le rodeaban
y quedaban en el mundo aún, debían pertenecerle siempre y nunca habrían de
olvidarse que Él estaba dispuesto a soportar precisamente por ellos la pasión y
la muerte tormentosísima. El ideal divino que Jesús llevó a efecto en la
Eucaristía, sacramento y sacrificio de la Nueva Ley, fue precisamente la unión
más estrecha y profunda entre Él y nosotros, así como la perpetuidad de su
holocausto y de su muerte.
No pudiera haberse
imaginado nada ni más prodigioso ni más divino, que la unión eucarística, por
la cual se nos da el Cuerpo de Cristo en comida y su Sangre en bebida: Accipite et comedite. Bibite ex hoc omnes (Mt.,
26, 26-27). El Apóstol San Pedro, que también narra lo sucedido en el Cenáculo,
como los Evangelistas, nos descubre el efecto admirable de nuestra
incorporación a Cristo, de la que se sigue la unión íntima y recíproca de
cuantos participan del mismo Sacramento: El
cáliz de bendición que bendecimos, ¿no es la comunión de la Sangre de Cristo? Y
el pan que partimos, ¿no es la comunión con el Cuerpo de Cristo? Porque el pan
es uno, somos muchos un solo cuerpo, pues todos participamos de este único pan (I
Cor., 10,16-17). ¡Y aquí tenemos el misterio de la Iglesia, brotando del
misterio del Cuerpo y de la Sangre del Señor!
La sangre purísima de las uvas (Deut., 32,14), viene
a transformarse en la Sangre inmaculada de Cristo, a fin de transfundirse en
nuestra sangre para embalsamarla y divinizarla. Es una maravilla y compendio de
maravillas divinas esta transubstanciación,
que pone en compromiso a todos los atributos divinos, pues como dice San
Alberto Magno: La bondad divina nos dio
en bebida espiritual la Sangre, la caridad divina nos redimió con la Sangre y
la potencia divina ha convertido el vino en Sangre. Pero no es menor
prodigio la transfusión y la divinización
que la sucede. Dice le mismo
Santo: Una de las maravillas más grande
que ha hecho el Señor, ha sido la de unir tan íntimamente la naturaleza humana
con el Cuerpo y la sangre de Cristo; con el mismo Cristo. Efectivamente, es en
este Sacramento Divinísimo, recibido dignamente, en el que nosotros nos
convertimos en “concorpóreos y consanguíneos” de Cristo (San Cirilo de
Jerusalén).
Jesús administró su
propia Sangre separada del Cuerpo en el único cáliz del que bebieron todos los
Apóstoles: Este cáliz es la nueva alianza
en mi sangre, que es derramada por vosotros (Luc. 22,20).
El pensamiento se nos
va espontáneamente a otro cáliz, que unas horas sólo más tarde fue sostenido
por un ángel sobre los labios de Jesús agonizante, mientras rezaba: Padre, si quieres, aparta de Mí este cáliz.
Pero no se haga mi voluntad sino la tuya (Luc. 22,42). La aceptación de
este cáliz, que contenía la infinita amargura de la pasión, confirmó y perpetuó
el cáliz misterioso del Cenáculo. Después de semejante fiat, fue cuando dio comienzo aquel derramamiento de Sangre, que
gota a gota, iba desprendiéndose del Cuerpo, resbalando y empapando la tierra,
consagrada así por ella y constituyéndose en el primer altar del mundo. Este no
era sino el primer derramamiento de Sangre de los que profetizó Cristo: in sanguine meo, qui pro vobis effundetur,
y que en el Cenáculo tuvo lugar místicamente, así como lo tiene en todas las
Misas que se celebran, ofreciéndose la Sangre separada del Cuerpo. Y otro tanto
se diga de la muerte de Cristo, la que asimismo se perpetúa en la Eucaristía
por disposición del mismo: Haced esto en
memoria mía (Luc. 22,19).
Por consiguiente, fue
inaugurado en el Cenáculo el Nuevo Testamento que es pacto de Sangre. El apóstol afirma: Donde hay testamento, es preciso que intervenga la muerte del testador.
El testamento es valedero por la muerte (Hebr. 9,16-17). Ahora bien;
sabemos que en el Calvario se ratificó con Sangre definitivamente, y por esto
continúa en vigor dicho pacto, que diariamente se renueva en el sacrificio
eucarístico: in sanguine meo; es
decir, en la Sangre de un testamento que a un mismo tiempo, es nuevo y eterno: in sanguine testamenti aeterni (Heb.
13,20).
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