domingo, 14 de julio de 2019

La Sangre Preciosa de Cristo (8) La Madre - Cardenal Piazza


I

LA SANGRE PRECIOSA DE CRISTO
EN EL MISTERIO DE LA REDENCIÓN


LA MADRE


Jesús, Hijo de Dios vivo, también era Hijo del hombre. Él tenía placer en denominarse con este título, no sólo por humildad, sino para darnos a entender que llevaba a cabo su misión y su obra redentora en aquella vestidura de su humanidad, destinada a ser horriblemente desgarrada. Ahora bien: decir Hijo del hombre, no es decir más que Hijo de María, puesto que ambos títulos son equivalentes. Esta es la razón por qué la Sangre de Jesús es así mismo Sangre de la Virgen. Por eso, cuando la Madre Divina viera correr aquella Sangre, pudo pensar: ¡Es mi Sangre! En realidad no hubiera sufrido más si aquella Sangre viva hubiera brotado de su mismo cuerpo virginal. Esta consideración nos da alguna medida de lo que María participó en el cruento sacrificio de la Cruz.

Ya en otro tiempo fue Ella quien vio brotar las primeras gotitas de sangre en la circuncisión, y le pareció sentir volcársele el Corazón. Presintió ya entonces aquel drama de Sangre que el anciano profeta le pronosticó, al anunciarle que una espada había de atravesarle el alma. Sería la misma espada que debía matar a su Hijo (Lucas, 2,35).  Posiblemente la realidad, cuando sucedió, hubo de superar todas las previsiones. Pero Ella había ya pronunciado su fiat cuando comenzó a ser Madre. El mismo fiat que pronunciara Jesús al pasar los umbrales de su propia tragedia. Y así se unieron perfectamente las voluntades de ambos para aceptar y querer el mismo sacrificio; los dos Corazones que ofrecieron juntos la misma ofrenda de aquella Sangre, que a un mismo tiempo salía de las venas del Hijo y del Corazón de la Madre. De aquí le viene todo el sublime significado de su título de Corredentora.


Para comprender, aunque sólo sea confusamente, lo que costó a la Virgen la Pasión de su Hijo, sería necesario conocer a fondo el corazón y el alma de una madre, y, en nuestro caso, de tal Madre; su virginal delicadeza y su maternal sensibilidad, solamente superadas por la fortaleza heroica que mantuvo erguida y pegada a los pies de la Cruz: stabat. He ahí otra palabra más reveladora, que Juan Evangelista nos dice de cuando él también permaneció de pie junto a la Virgen, en los momentos en que por voluntad del Moribundo quedó hecho hijo suyo (Jo., 19,25-26). Así, las últimas gotas de aquel rocío sangriento vinieron a caer sobre la Madre, quien lo recogió todo en sus manos inmaculadas para presentar al Padre Eterno aquella Sangre de su Hijo y suya.

En el Nuevo Testamento es la primera sacerdotisa, después de Cristo, puesto que  dicho Testamento quedó sancionado con aquella Sangre por el doble martirio. Nadie mejor que Ella comprendió lo que tal oblación valía. Nadie jamás adoró ni podrá adorar más profundamente y más dignamente este misterio de la Sangre.

Quien supiese componer un poema en honor de la Sangre Divina, debería consagrar las estrofas más delicadas a cantar este amor maternal y sangrante, que ha resultado universal y presente siempre donde quiera que ha ido a brillar y caer en las almas una gota de la Sangre de Cristo par infundir en ellas la gracia y el amor. El piadoso autor del Stabat Mater intentó escribir algunas de dichas estrofas de ese poema de veras divino. Son cortas y conmovedoras. La Iglesia las ha adoptado para su liturgia. Sin embargo, hay que afirmar que ninguna poesía puede traducir lo que fue el Corazón transido de esta Madre. Con el poeta, también nosotros le pediremos: “Virgen…, su pasión y muerte tenga en mi alma, de suerte que siempre sus penas vea.” Y con el mismo poeta osaremos pedir aún más: “ Haz que su Cruz me enamore, y que en ella viva y more; ebrio de la Sangre de tu Hijo.”

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