Solemnidad de María, Santísima Madre
de Dios
CEC 464-469:
Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre
CEC 495, 2677:
María es la Madre de Dios
CEC 1, 52, 270,
294, 422, 654, 1709, 2009: nuestra adopción como hijos de Dios
CEC 527, 577-582:
Jesús observa la Ley y la perfecciona
CEC 580, 1972: la
Ley nueva nos libera de las restricciones de la Ley antigua
CEC 683, 689, 1695,
2766, 2777-2778: por medio del Espíritu Santo podemos llamar a Dios “Abba”
CEC 430-435,
2666-2668, 2812: el nombre de Jesús
CEC 464-469:
Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre
464 El
acontecimiento único y totalmente singular de la Encarnación del Hijo de Dios
no significa que Jesucristo sea en parte Dios y en parte hombre, ni que sea el
resultado de una mezcla confusa entre lo divino y lo humano. Él se hizo
verdaderamente hombre sin dejar de ser verdaderamente Dios. Jesucristo es
verdadero Dios y verdadero hombre. La Iglesia debió defender y aclarar esta
verdad de fe durante los primeros siglos frente a unas herejías que la
falseaban.
465 Las
primeras herejías negaron menos la divinidad de Jesucristo que su humanidad
verdadera (docetismo gnóstico). Desde la época apostólica la fe cristiana
insistió en la verdadera encarnación del Hijo de Dios, "venido en la
carne" (cf. 1 Jn 4, 2-3; 2 Jn 7). Pero desde
el siglo III, la Iglesia tuvo que afirmar frente a Pablo de Samosata, en un
Concilio reunido en Antioquía, que Jesucristo es Hijo de Dios por naturaleza y
no por adopción. El primer Concilio Ecuménico de Nicea, en el año 325, confesó
en su Credo que el Hijo de Dios es «engendrado, no creado, "de la misma
substancia" [en griego homousion] que el Padre» y condenó a
Arrio que afirmaba que "el Hijo de Dios salió de la nada" (Concilio
de Nicea I: DS 130) y que sería "de una substancia distinta de la del Padre"
(Ibíd., 126).
466 La
herejía nestoriana veía en Cristo una persona humana junto a la persona divina
del Hijo de Dios. Frente a ella san Cirilo de Alejandría y el tercer Concilio
Ecuménico reunido en Efeso, en el año 431, confesaron que "el Verbo, al unirse
en su persona a una carne animada por un alma racional, se hizo hombre"
(Concilio de Efeso: DS, 250). La humanidad de Cristo no tiene más sujeto que la
persona divina del Hijo de Dios que la ha asumido y hecho suya desde su
concepción. Por eso el concilio de Efeso proclamó en el año 431 que María llegó
a ser con toda verdad Madre de Dios mediante la concepción humana del Hijo de
Dios en su seno: "Madre de Dios, no porque el Verbo de Dios haya tomado de
ella su naturaleza divina, sino porque es de ella, de quien tiene el cuerpo
sagrado dotado de un alma racional [...] unido a la persona del Verbo, de quien
se dice que el Verbo nació según la carne" (DS 251).
467 Los
monofisitas afirmaban que la naturaleza humana había dejado de existir como tal
en Cristo al ser asumida por su persona divina de Hijo de Dios. Enfrentado a
esta herejía, el cuarto Concilio Ecuménico, en Calcedonia, confesó en el año
451:
«Siguiendo, pues, a
los Santos Padres, enseñamos unánimemente que hay que confesar a un solo y
mismo Hijo y Señor nuestro Jesucristo: perfecto en la divinidad, y perfecto en
la humanidad; verdaderamente Dios y verdaderamente hombre compuesto de alma
racional y cuerpo; consubstancial con el Padre según la divinidad, y
consubstancial con nosotros según la humanidad, "en todo semejante a
nosotros, excepto en el pecado" (Hb 4, 15); nacido del Padre
antes de todos los siglos según la divinidad; y por nosotros y por nuestra
salvación, nacido en los últimos tiempos de la Virgen María, la Madre de Dios,
según la humanidad.
Se ha de reconocer a
un solo y mismo Cristo Señor, Hijo único en dos naturalezas, sin confusión, sin
cambio, sin división, sin separación. La diferencia de naturalezas de ningún
modo queda suprimida por su unión, sino que quedan a salvo las propiedades de
cada una de las naturalezas y confluyen en un solo sujeto y en una sola
persona» (Concilio de Calcedonia; DS, 301-302).
468 Después
del Concilio de Calcedonia, algunos concibieron la naturaleza humana de Cristo
como una especie de sujeto personal. Contra éstos, el quinto Concilio
Ecuménico, en Constantinopla, el año 553 confesó a propósito de Cristo:
"No hay más que una sola hipóstasis [o persona] [...] que es nuestro Señor
Jesucristo, uno de la Trinidad" (Concilio de
Constantinopla II: DS, 424). Por tanto, todo en la humanidad de Jesucristo debe
ser atribuido a su persona divina como a su propio sujeto (cf. ya Concilio de
Éfeso: DS, 255), no solamente los milagros sino también los sufrimientos (cf.
Concilio de Constantinopla II: DS, 424) y la misma muerte: "El que ha sido
crucificado en la carne, nuestro Señor Jesucristo, es verdadero Dios, Señor de
la gloria y uno de la Santísima Trinidad" (ibíd., 432).
469 La
Iglesia confiesa así que Jesús es inseparablemente verdadero Dios y verdadero
Hombre. Él es verdaderamente el Hijo de Dios que se ha hecho hombre, nuestro
hermano, y eso sin dejar de ser Dios, nuestro Señor:
Id
quod fuit remansit et quod non fuit assumpsit ("Sin dejar de ser lo que era
ha asumido lo que no era"), canta la liturgia romana (Solemnidad de la
Santísima Virgen María, Madre de Dios, Antífona al «Benedictus»; cf. san
León Magno, Sermones 21, 2-3: PL 54, 192). Y la liturgia de
san Juan Crisóstomo proclama y canta: "¡Oh Hijo unigénito y Verbo de Dios!
Tú que eres inmortal, te dignaste, para salvarnos, tomar carne de la santa
Madre de Dios y siempre Virgen María. Tú, Cristo Dios, sin sufrir cambio te
hiciste hombre y, en al cruz, con tu muerte venciste la muerte. Tú, Uno de la
Santísima Trinidad, glorificado con el Padre y el Santo Espíritu, ¡sálvanos! (Oficio
Bizantino de las Horas, Himno O' Monogenés").
CEC
495, 2677: María es la Madre de Dios
La
maternidad divina de María
495 Llamada
en los Evangelios "la Madre de Jesús"(Jn 2, 1; 19, 25;
cf. Mt 13, 55, etc.), María es aclamada bajo el impulso del
Espíritu como "la madre de mi Señor" desde antes del nacimiento de su
hijo (cf Lc 1, 43). En efecto, aquél que ella concibió como
hombre, por obra del Espíritu Santo, y que se ha hecho verdaderamente su Hijo
según la carne, no es otro que el Hijo eterno del Padre, la segunda persona de
la Santísima Trinidad. La Iglesia confiesa que María es verdaderamente Madre
de Dios [Theotokos] (cf. Concilio de Éfeso, año 649: DS, 251).
2677 “Santa María, Madre de
Dios, ruega por nosotros... ” Con Isabel, nos maravillamos y decimos:
“¿De dónde a mí que la madre de mi Señor venga a mí?” (Lc 1, 43).
Porque nos da a Jesús su hijo, María es madre de Dios y madre nuestra; podemos
confiarle todos nuestros cuidados y nuestras peticiones: ora por nosotros como
oró por sí misma: “Hágase en mí según tu palabra” (Lc 1, 38).
Confiándonos a su oración, nos abandonamos con ella en la voluntad de Dios:
“Hágase tu voluntad”.
“Ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de
nuestra muerte”. Pidiendo a María que
ruegue por nosotros, nos reconocemos pecadores y nos dirigimos a la “Madre de
la Misericordia”, a la Toda Santa. Nos ponemos en sus manos “ahora”, en el hoy
de nuestras vidas. Y nuestra confianza se ensancha para entregarle desde ahora,
“la hora de nuestra muerte”. Que esté presente en esa hora, como estuvo en la
muerte en Cruz de su Hijo, y que en la hora de nuestro tránsito nos acoja como
madre nuestra (cf Jn 19, 27) para conducirnos a su Hijo Jesús,
al Paraíso.
CEC 1, 52, 270,
294, 422, 654, 1709, 2009: nuestra adopción como hijos de Dios
1 Dios,
infinitamente perfecto y bienaventurado en sí mismo, en un designio de pura
bondad ha creado libremente al hombre para hacerle partícipe de su vida
bienaventurada. Por eso, en todo tiempo y en todo lugar, se hace cercano del
hombre: le llama y le ayuda a buscarle, a conocerle y a amarle con todas sus
fuerzas. Convoca a todos los hombres, que el pecado dispersó, a la unidad de su
familia, la Iglesia. Para lograrlo, llegada la plenitud de los tiempos, envió a
su Hijo como Redentor y Salvador. En Él y por Él, llama a los hombres a ser, en
el Espíritu Santo, sus hijos de adopción, y por tanto los herederos de su vida
bienaventurada.
52 Dios, que "habita una luz
inaccesible" (1 Tm 6,16) quiere comunicar su propia vida divina a los
hombres libremente creados por él, para hacer de ellos, en su Hijo único, hijos
adoptivos (cf. Ef 1,4-5). Al revelarse a sí mismo, Dios quiere hacer a
los hombres capaces de responderle, de conocerle y de amarle más allá de lo que
ellos serían capaces por sus propias fuerzas.
"Te
compadeces de todos porque lo puedes todo" (Sb 11, 23)
270 Dios
es el Padre todopoderoso. Su paternidad y su poder se
esclarecen mutuamente. Muestra, en efecto, su omnipotencia paternal por la
manera como cuida de nuestras necesidades (cf. Mt 6,32); por
la adopción filial que nos da ("Yo seré para vosotros padre, y vosotros
seréis para mí hijos e hijas, dice el Señor todopoderoso": 2 Co 6,18);
finalmente, por su misericordia infinita, pues muestra su poder en el más alto
grado perdonando libremente los pecados.
294 La gloria de Dios consiste en que se realice
esta manifestación y esta comunicación de su bondad para las cuales el mundo ha
sido creado. Hacer de nosotros "hijos adoptivos por medio de Jesucristo,
según el beneplácito de su voluntad, para alabanza de la gloria de su gracia" (Ef 1,5-6): "Porque la gloria de Dios es
que el hombre viva, y la vida del hombre es la visión de Dios: si ya la
revelación de Dios por la creación procuró la vida a todos los seres que viven
en la tierra, cuánto más la manifestación del Padre por el Verbo procurará la
vida a los que ven a Dios" (San Ireneo de Lyon, Adversus haereses, 4,20,7). El fin
último de la creación es que Dios , «Creador de todos los seres, sea por fin
"todo en todas las cosas" (1 Co 15,28), procurando al mismo tiempo su gloria y nuestra felicidad» (AG 2).
La
Buena Nueva: Dios ha enviado a su Hijo
422.
"Pero, al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido
de mujer, nacido bajo la Ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la Ley,
y para que recibiéramos la filiación adoptiva" (Ga 4, 4-5). He
aquí "la Buena Nueva de Jesucristo, Hijo de Dios" (Mc 1,
1): Dios ha visitado a su pueblo (cf. Lc 1, 68), ha cumplido
las promesas hechas a Abraham y a su descendencia (cf. Lc 1,
55); lo ha hecho más allá de toda expectativa: Él ha enviado a su "Hijo
amado" (Mc 1, 11).
654 Hay un doble aspecto en el misterio pascual:
por su muerte nos libera del pecado, por su Resurrección nos abre el acceso a
una nueva vida. Esta es, en primer lugar, la justificación que nos devuelve a la gracia de Dios (cf. Rm 4, 25) "a fin de que, al igual que
Cristo fue resucitado de entre los muertos [...] así también nosotros vivamos
una nueva vida" (Rm 6, 4). Consiste en la victoria sobre la muerte y el
pecado y en la nueva participación en la gracia (cf. Ef 2, 4-5; 1 P 1, 3). Realiza la adopción filial porque los
hombres se convierten en hermanos de Cristo, como Jesús mismo llama a sus
discípulos después de su Resurrección: "Id, avisad a mis hermanos" (Mt 28, 10; Jn 20, 17). Hermanos no por naturaleza, sino por don de la
gracia, porque esta filiación adoptiva confiere una participación real en la
vida del Hijo único, la que ha revelado plenamente en su Resurrección.
1709 “El que cree en Cristo es hecho hijo de
Dios. Esta adopción filial lo transforma dándole la posibilidad de seguir el
ejemplo de Cristo. Le hace capaz de obrar rectamente y de practicar el bien. En
la unión con su Salvador, el discípulo alcanza la perfección de la caridad, la
santidad. La vida moral, madurada en la gracia, culmina en vida eterna, en la
gloria del cielo.
2009 La adopción filial, haciéndonos partícipes
por la gracia de la naturaleza divina, puede conferirnos, según la justicia
gratuita de Dios, un verdadero mérito. Se trata de un derecho por gracia, el pleno
derecho del amor, que nos hace “coherederos” de Cristo y dignos de obtener la
herencia prometida de la vida eterna (cf Concilio de Trento: DS 1546). Los
méritos de nuestras buenas obras son dones de la bondad divina (cf Concilio de Trento:
DS 1548). “La gracia ha precedido; ahora se da lo que es debido [...] Los
méritos son dones de Dios” (San Agustín, Sermo 298, 4-5).
CEC 527, 577-582:
Jesús observa la Ley y la perfecciona
Los
misterios de la infancia de Jesús
527 La Circuncisión de
Jesús, al octavo día de su nacimiento (cf. Lc 2, 21) es señal
de su inserción en la descendencia de Abraham, en el pueblo de la Alianza, de
su sometimiento a la Ley (cf. Ga 4, 4) y de su consagración al
culto de Israel en el que participará durante toda su vida. Este signo
prefigura "la circuncisión en Cristo" que es el Bautismo (Col 2,
11-13).
577 Al
comienzo del Sermón de la Montaña, Jesús hace una advertencia solemne
presentando la Ley dada por Dios en el Sinaí con ocasión de la Primera Alianza,
a la luz de la gracia de la Nueva Alianza:
«No penséis que he
venido a abolir la Ley y los Profetas. No he venido a abolir sino a dar
cumplimiento. Sí, os lo aseguro: el cielo y la tierra pasarán antes que pase
una "i" o un ápice de la Ley sin que todo se haya cumplido. Por
tanto, el que quebrante uno de estos mandamientos menores, y así lo enseñe a
los hombres, será el menor en el Reino de los cielos; en cambio el que los
observe y los enseñe, ése será grande en el Reino de los cielos» (Mt 5,
17-19).
578 Jesús,
el Mesías de Israel, por lo tanto el más grande en el Reino de los cielos, se
debía sujetar a la Ley cumpliéndola en su totalidad hasta en sus menores
preceptos, según sus propias palabras. Incluso es el único en poderlo hacer
perfectamente (cf. Jn 8, 46). Los judíos, según su propia
confesión, jamás han podido cumplir la Ley en su totalidad, sin violar el menor
de sus preceptos (cf. Jn 7, 19; Hch 13,
38-41; 15, 10). Por eso, en cada fiesta anual de la Expiación, los hijos de
Israel piden perdón a Dios por sus transgresiones de la Ley. En efecto, la Ley
constituye un todo y, como recuerda Santiago, "quien observa toda la Ley,
pero falta en un solo precepto, se hace reo de todos" (St 2,
10; cf. Ga 3, 10; 5, 3).
579 Este
principio de integridad en la observancia de la Ley, no sólo en su letra sino
también en su espíritu, era apreciado por los fariseos. Al subrayarlo para
Israel, muchos judíos del tiempo de Jesús fueron conducidos a un celo religioso
extremo (cf. Rm 10, 2), el cual, si no quería convertirse en
una casuística "hipócrita" (cf. Mt 15, 3-7; Lc 11,
39-54) no podía más que preparar al pueblo a esta intervención inaudita de Dios
que será la ejecución perfecta de la Ley por el único Justo en lugar de todos
los pecadores (cf. Is 53, 11; Hb 9, 15).
580 El
cumplimiento perfecto de la Ley no podía ser sino obra del divino Legislador
que nació sometido a la Ley en la persona del Hijo (cf Ga 4,
4). En Jesús la Ley ya no aparece grabada en tablas de piedra sino "en el
fondo del corazón" (Jr 31, 33) del Siervo, quien, por
"aportar fielmente el derecho" (Is 42, 3), se ha
convertido en "la Alianza del pueblo" (Is 42, 6). Jesús
cumplió la Ley hasta tomar sobre sí mismo "la maldición de la Ley" (Ga 3,
13) en la que habían incurrido los que no "practican todos los preceptos
de la Ley" (Ga 3, 10) porque "ha intervenido su muerte
para remisión de las transgresiones de la Primera Alianza" (Hb 9,
15).
581 Jesús
fue considerado por los judíos y sus jefes espirituales como un
"rabbi" (cf. Jn 11, 28; 3, 2; Mt 22,
23-24, 34-36). Con frecuencia argumentó en el marco de la interpretación
rabínica de la Ley (cf. Mt 12, 5; 9, 12; Mc 2,
23-27; Lc 6, 6-9; Jn 7, 22-23). Pero al mismo
tiempo, Jesús no podía menos que chocar con los doctores de la Ley porque no se
contentaba con proponer su interpretación entre los suyos, sino que
"enseñaba como quien tiene autoridad y no como los escribas" (Mt 7,
28-29). La misma Palabra de Dios, que resonó en el Sinaí para dar a Moisés la
Ley escrita, es la que en Él se hace oír de nuevo en el Monte de las
Bienaventuranzas (cf. Mt 5, 1). Esa palabra no revoca la Ley
sino que la perfecciona aportando de modo divino su interpretación definitiva:
"Habéis oído también que se dijo a los antepasados [...] pero yo os
digo" (Mt 5, 33-34). Con esta misma autoridad divina,
desaprueba ciertas "tradiciones humanas" (Mc 7, 8) de los
fariseos que "anulan la Palabra de Dios" (Mc 7, 13).
582 Yendo
más lejos, Jesús da plenitud a la Ley sobre la pureza de los alimentos, tan
importante en la vida cotidiana judía, manifestando su sentido
"pedagógico" (cf. Ga 3, 24) por medio de una
interpretación divina: "Todo lo que de fuera entra en el hombre no puede
hacerle impuro [...] —así declaraba puros todos los alimentos— . Lo que sale
del hombre, eso es lo que hace impuro al hombre. Porque de dentro, del corazón
de los hombres, salen las intenciones malas" (Mc 7, 18-21).
Jesús, al dar con autoridad divina la interpretación definitiva de la Ley, se
vio enfrentado a algunos doctores de la Ley que no aceptaban su interpretación a
pesar de estar garantizada por los signos divinos con que la acompañaba
(cf. Jn 5, 36; 10, 25. 37-38; 12, 37). Esto ocurre, en
particular, respecto al problema del sábado: Jesús recuerda, frecuentemente con
argumentos rabínicos (cf. Mt 2,25-27; Jn 7,
22-24), que el descanso del sábado no se quebranta por el servicio de Dios
(cf. Mt 12, 5; Nm 28, 9) o al prójimo
(cf. Lc 13, 15-16; 14, 3-4) que realizan sus curaciones.
CEC 580, 1972: la Ley nueva nos
libera de las restricciones de la Ley antigua
580 El cumplimiento perfecto de la
Ley no podía ser sino obra del divino Legislador que nació sometido a la Ley en
la persona del Hijo (cf Ga 4, 4). En Jesús la Ley ya no
aparece grabada en tablas de piedra sino "en el fondo del corazón" (Jr 31,
33) del Siervo, quien, por "aportar fielmente el derecho" (Is 42,
3), se ha convertido en "la Alianza del pueblo" (Is 42,
6). Jesús cumplió la Ley hasta tomar sobre sí mismo "la maldición de la
Ley" (Ga 3, 13) en la que habían incurrido los que no
"practican todos los preceptos de la Ley" (Ga 3, 10)
porque "ha intervenido su muerte para remisión de las transgresiones de la
Primera Alianza" (Hb 9, 15).
1972 La Ley nueva es llamada ley de amor, porque hace obrar
por el amor que infunde el Espíritu Santo más que por el temor; ley de gracia, porque confiere
la fuerza de la gracia para obrar mediante la fe y los sacramentos; ley de libertad (cf St 1, 25; 2, 12), porque nos libera de las
observancias rituales y jurídicas de la Ley antigua, nos inclina a obrar
espontáneamente bajo el impulso de la caridad y nos hace pasar de la condición
del siervo “que ignora lo que hace su señor”, a la de amigo de Cristo, “porque
todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer” (Jn 15, 15), o también a la condición de hijo
heredero (cf Ga 4, 1-7. 21-31; Rm 8, 15).
CEC 683, 689, 1695,
2766, 2777-2778: por medio del Espíritu Santo podemos llamar a Dios “Abba”
683 "Nadie puede decir:
"¡Jesús es Señor!" sino por influjo del Espíritu Santo" (1 Co 12,
3). "Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama
¡Abbá, Padre!" (Ga 4, 6). Este conocimiento de fe no es
posible sino en el Espíritu Santo. Para entrar en contacto con Cristo, es
necesario primeramente haber sido atraído por el Espíritu Santo. Él es quien
nos precede y despierta en nosotros la fe. Mediante el Bautismo, primer
sacramento de la fe, la vida, que tiene su fuente en el Padre y se nos ofrece
por el Hijo, se nos comunica íntima y personalmente por el Espíritu Santo en la
Iglesia:
El Bautismo «nos da la
gracia del nuevo nacimiento en Dios Padre por medio de su Hijo en el Espíritu
Santo. Porque los que son portadores del Espíritu de Dios son conducidos al
Verbo, es decir al Hijo; pero el Hijo los presenta al Padre, y el Padre les
concede la incorruptibilidad. Por tanto, sin el Espíritu no es posible ver al
Hijo de Dios, y, sin el Hijo, nadie puede acercarse al Padre, porque el
conocimiento del Padre es el Hijo, y el conocimiento del Hijo de Dios se logra
por el Espíritu Santo» (San Ireneo de Lyon, Demonstratio praedicationis
apostolicae, 7: SC 62 41-42).
689 Aquel al que el Padre ha enviado a nuestros
corazones, el Espíritu de su Hijo (cf. Ga 4, 6) es realmente Dios. Consubstancial con el Padre y
el Hijo, es inseparable de ellos, tanto en la vida íntima de la Trinidad como
en su don de amor para el mundo. Pero al adorar a la Santísima Trinidad
vivificante, consubstancial e indivisible, la fe de la Iglesia profesa también
la distinción de las Personas. Cuando el Padre envía su Verbo, envía también su
Aliento: misión conjunta en la que el Hijo y el Espíritu Santo son distintos
pero inseparables. Sin ninguna duda, Cristo es quien se manifiesta, Imagen
visible de Dios invisible, pero es el Espíritu Santo quien lo revela.
1695 “Justificados [...] en el nombre del Señor
Jesucristo y en el Espíritu de nuestro Dios” (1 Co 6,11.), “santificados y llamados a ser
santos” (1 Co 1,2.), los cristianos se convierten en “el templo [...]
del Espíritu Santo”(cf 1 Co 6,19). Este “Espíritu del Hijo” les enseña a
orar al Padre (Ga 4, 6) y, haciéndose vida en ellos, les hace obrar (cf Ga 5, 25) para dar “los frutos del Espíritu” (Ga 5, 22.) por la caridad operante. Sanando las
heridas del pecado, el Espíritu Santo nos renueva interiormente mediante una
transformación espiritual (cf. Ef 4, 23.), nos ilumina y nos fortalece para vivir como
“hijos de la luz” (Ef 5, 8.), “por la bondad, la justicia y la verdad” en
todo (Ef 5,9.).
2766 Pero Jesús no nos deja una fórmula para repetirla de
modo mecánico (cf Mt 6, 7; 1 R 18, 26-29). Como en toda oración vocal, el Espíritu
Santo, a través de la Palabra de Dios, enseña a los hijos de Dios a hablar con
su Padre. Jesús no sólo nos enseña las palabras de la oración filial, sino que
nos da también el Espíritu por el que estas se hacen en nosotros “espíritu
[...] y vida” (Jn 6, 63). Más todavía: la prueba y la posibilidad de
nuestra oración filial es que el Padre «ha enviado [...] a nuestros corazones
el Espíritu de su Hijo que clama: “¡Abbá, Padre!'”» (Ga 4, 6). Ya que nuestra oración interpreta nuestros
deseos ante Dios, es también “el que escruta los corazones”, el Padre, quien
“conoce cuál es la aspiración del Espíritu, y que su intercesión en favor de
los santos es según Dios” (Rm 8, 27). La oración al Padre se inserta en la misión
misteriosa del Hijo y del Espíritu.
2777 En la liturgia romana, se
invita a la asamblea eucarística a rezar el Padre Nuestro con una audacia
filial; las liturgias orientales usan y desarrollan expresiones análogas:
“Atrevernos con toda confianza”, “Haznos dignos de”. Ante la zarza ardiendo, se
le dijo a Moisés: “No te acerques aquí. Quita las sandalias de tus pies” (Ex 3,
5). Este umbral de la santidad divina, sólo lo podía franquear Jesús, el que
“después de llevar a cabo la purificación de los pecados” (Hb 1,
3), nos introduce en presencia del Padre: “Hénos aquí, a mí y a los hijos que
Dios me dio” (Hb 2, 13):
«La conciencia que
tenemos de nuestra condición de esclavos nos haría meternos bajo tierra,
nuestra condición terrena se desharía en polvo, si la autoridad de nuestro
mismo Padre y el Espíritu de su Hijo, no nos empujasen a proferir este grito:
“Abbá, Padre” (Rm 8, 15) ... ¿Cuándo la debilidad de un mortal se
atrevería a llamar a Dios Padre suyo, sino solamente cuando lo íntimo del
hombre está animado por el Poder de lo alto?» (San Pedro Crisólogo, Sermón 71,
3).
2778 Este poder del Espíritu que
nos introduce en la Oración del Señor se expresa en las liturgias de Oriente y
de Occidente con la bella palabra, típicamente cristiana: parrhesia,
simplicidad sin desviación, conciencia filial, seguridad alegre, audacia
humilde, certeza de ser amado (cf Ef 3, 12; Hb 3,
6; 4, 16; 10, 19; 1 Jn 2,28; 3, 21; 5, 14).
CEC 430-435,
2666-2668, 2812: el nombre de Jesús
430 Jesús quiere
decir en hebreo: "Dios salva". En el momento de la anunciación, el
ángel Gabriel le dio como nombre propio el nombre de Jesús que expresa a la vez
su identidad y su misión (cf. Lc 1, 31). Ya que "¿quién
puede perdonar pecados, sino sólo Dios?"(Mc 2, 7), es Él
quien, en Jesús, su Hijo eterno hecho hombre "salvará a su pueblo de sus
pecados" (Mt 1, 21). En Jesús, Dios recapitula así toda la
historia de la salvación en favor de los hombres.
431 En
la historia de la salvación, Dios no se ha contentado con librar a Israel de
"la casa de servidumbre" (Dt 5, 6) haciéndole salir de
Egipto. Él lo salva además de su pecado. Puesto que el pecado es siempre una
ofensa hecha a Dios (cf. Sal 51, 6), sólo Él es quien puede
absolverlo (cf. Sal 51, 12). Por eso es por lo que Israel,
tomando cada vez más conciencia de la universalidad del pecado, ya no podrá
buscar la salvación más que en la invocación del nombre de Dios Redentor
(cf. Sal 79, 9).
432 El
nombre de Jesús significa que el Nombre mismo de Dios está presente en la
Persona de su Hijo (cf. Hch 5, 41; 3 Jn 7)
hecho hombre para la Redención universal y definitiva de los pecados. Él es el
Nombre divino, el único que trae la salvación (cf. Jn 3,
18; Hch 2, 21) y de ahora en adelante puede ser invocado por
todos porque se ha unido a todos los hombres por la Encarnación (cf. Rm 10,
6-13) de tal forma que "no hay bajo el cielo otro nombre dado a los
hombres por el que nosotros debamos salvarnos" (Hch 4, 12;
cf. Hch 9, 14; St 2, 7).
433 El
Nombre de Dios Salvador era invocado una sola vez al año por el sumo sacerdote
para la expiación de los pecados de Israel, cuando había asperjado el
propiciatorio del Santo de los Santos con la sangre del sacrificio (cf. Lv 16,
15-16; Si 50, 20; Hb 9, 7). El propiciatorio
era el lugar de la presencia de Dios (cf. Ex 25, 22; Lv 16,
2; Nm 7, 89; Hb 9, 5). Cuando san Pablo dice
de Jesús que "Dios lo exhibió como instrumento de propiciación por su
propia sangre" (Rm 3, 25) significa que en su humanidad
"estaba Dios reconciliando al mundo consigo" (2 Co 5,
19).
434 La
Resurrección de Jesús glorifica el Nombre de Dios "Salvador"
(cf. Jn 12, 28) porque de ahora en adelante, el Nombre de
Jesús es el que manifiesta en plenitud el poder soberano del "Nombre que
está sobre todo nombre" (Flp 2, 9). Los espíritus malignos
temen su Nombre (cf. Hch 16, 16-18; 19, 13-16) y en su nombre
los discípulos de Jesús hacen milagros (cf. Mc 16, 17) porque
todo lo que piden al Padre en su Nombre, Él se lo concede (Jn 15,
16).
435 El
Nombre de Jesús está en el corazón de la plegaria cristiana. Todas las
oraciones litúrgicas se acaban con la fórmula Per Dominum nostrum Jesum
Christum... ("Por nuestro Señor Jesucristo..."). El
"Avemaría" culmina en "y bendito es el fruto de tu vientre,
Jesús". La oración del corazón, en uso en Oriente, llamada "oración a
Jesús" dice: "Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí
pecador". Numerosos cristianos mueren, como santa Juana de Arco, teniendo
en sus labios una única palabra: "Jesús".
2666 Pero el Nombre que todo lo contiene es aquel
que el Hijo de Dios recibe en su encarnación: JESÚS. El nombre divino es
inefable para los labios humanos (cf Ex 3, 14; 33, 19-23), pero el Verbo de Dios, al asumir
nuestra humanidad, nos lo entrega y nosotros podemos invocarlo: “Jesús”, “YHVH
salva” (cf Mt 1, 21). El Nombre de Jesús contiene todo: Dios y el
hombre y toda la Economía de la creación y de la salvación. Decir “Jesús” es
invocarlo desde nuestro propio corazón. Su Nombre es el único que contiene la
presencia que significa. Jesús es el resucitado, y cualquiera que invoque su
Nombre acoge al Hijo de Dios que le amó y se entregó por él (cf Rm 10, 13; Hch 2, 21; 3, 15-16; Ga 2, 20).
2667 Esta invocación de fe bien
sencilla ha sido desarrollada en la tradición de la oración bajo formas diversas
en Oriente y en Occidente. La formulación más habitual, transmitida por los
espirituales del Sinaí, de Siria y del Monte Athos es la invocación: “Señor
Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de nosotros, pecadores” Conjuga el himno
cristológico de Flp 2, 6-11 con la petición del publicano y
del mendigo ciego (cf Lc 18,13; Mc 10,
46-52). Mediante ella, el corazón está acorde con la miseria de los hombres y
con la misericordia de su Salvador.
2668 La
invocación del santo Nombre de Jesús es el camino más sencillo de la oración
continua. Repetida con frecuencia por un corazón humildemente atento, no se
dispersa en “palabrerías” (Mt 6, 7), sino que “conserva la Palabra
y fructifica con perseverancia” (cf Lc 8, 15). Es posible “en
todo tiempo” porque no es una ocupación al lado de otra, sino la única
ocupación, la de amar a Dios, que anima y transfigura toda acción en Cristo
Jesús.
2812 Finalmente, el Nombre de Dios Santo se nos
ha revelado y dado, en la carne, en Jesús, como Salvador (cf Mt 1, 21; Lc 1, 31): revelado por lo que Él es, por su Palabra y por
su Sacrificio (cf Jn 8, 28; 17, 8; 17, 17-19). Esto es el núcleo de su
oración sacerdotal: “Padre santo ... por ellos me consagro a mí mismo, para que
ellos también sean consagrados en la verdad” (Jn 17, 19). Jesús nos “manifiesta” el Nombre del Padre (Jn 17, 6) porque “santifica” Él mismo su Nombre
(cf Ez 20, 39; 36, 20-21). Al terminar su Pascua, el Padre le
da el Nombre que está sobre todo nombre: Jesús es Señor para gloria de Dios
Padre (cf Flp 2, 9-11).
No hay comentarios:
Publicar un comentario