La risa
del pirincho
En
el tiempo en que Don Júpiter repartía sus dotes a todos los bichos vivientes
–tan variados, tan caprichosos, tan admirables se presentaron ante su trono
sacro los Pirinchos y dijeron:
–Sacro
y Cesáreo Señor, a cada quisque has dado su propio gaje: a la Calandria el canto,
al Aguilucho el vuelo, a la Lechuza la reflexión, al Casero la habilidad y a la
Golondrina el deporte. Queremos que a nosotros nos des la risa.
–¿Para
qué? –preguntó el padre de los dioses y de los hombres. –Para reirnos todo el
santo día y así ser felices.
–Hum
–dijo el Tonante–, sin que crea yo con Schopenhauer que el dolor es la fuente
de la filosofía, me parece sin embargo que la demasiada alegría entontece.
¿Ustedes creen que la mucha alegría es lo mismo que la felicidad? La felicidad,
si la hay en la mortal vida, debe ser una cosa más honda...
–A
cada cual –replicó el Pirincho–, que se le dé lo que pide, y cada cual se
arreglará como pueda. Ese es el trato.
–Amén,
hijo, y que San Pedro te lo bendiga. Afuera ahora, y dejen cancha.
Ahora
bien, los Pirinchos nunca han sido muy vivos de la cabeza. Pero desde aquel día
que empezaron a reírse a carcajada seca de una hojita que caía, del viento que
soplaba, o bien de nada, por el puro gusto de reírse todo el santo día, los
pobres fueron empeorando. La segunda generación de Pirinchos salió sonsa, sonsa
en crudo, sin atenuantes; y la tercera, estúpida de solemnidad, como ahora,
incapaces de la menor especulación intelectual. No saben cuándo va a cambiar el
tiempo, tropiezan con los hilos del teléfono y con las ramas, no aciertan a
pararse y a equilibrarse y hacen unos nidos... ¿Ustedes no conocen un nido de
Pirincho? Es un montón informe de ramas donde una docena ponen sus huevos en
común. Eso les faltaba. Se han hecho comunistas los pobres.
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