Martes de la tercera semana
NINGÚN MÉRITO PRECEDIÓ A LA UNIÓN DEL VERBO
I. Por lo que toca
al mismo Cristo, es evidente que ninguno de sus méritos pudo preceder a la
unión hipostática; porque no admitimos que antes fuese puro hombre, y después,
por el mérito de su buena vida, obtuviera el ser Hijo de Dios, como supuso
Potino; sino que decimos que desde el principio de su concepción aquel hombre
fue verdaderamente Hijo de Dios, pues no poseía otra hipóstasis que la del Hijo
de Dios, según la palabra de San Lucas: Lo santo, que nacerá de ti, será
llamado Hijo de Dios (Lc 1, 35). Por consiguiente, toda operación de aquel
hombre siguió a la unión. Luego ninguna acción suya pudo merecer la unión.
II. Tampoco las
acciones de otro hombre pudieron merecer de condigno esta unión.
1º) Porque las obras
meritorias del hombre se ordenan propiamente a la bienaventuranza, que es el
premio de la virtud y consiste en el gozo pleno de Dios; mas la unión de la
encarnación, que se realiza en el ser personal, traspasa la unión del alma
bienaventurada con Dios, la cual se opera por el acto del que la disfruta; y
por eso esta unión no puede ser objeto del mérito.
2º) Porque la gracia
no puede caer bajo el mérito; pues el principio del merecimiento no es objeto
del mismo, y por tanto tampoco la misma gracia, que es principio de mérito.
Luego, mucho menos cae la encarnación bajo el merecimiento, ya que es principio
de la gracia, como dice San Juan (1, 17): La gracia y la verdad fueron hechas
por Jesucristo.
3º) Porque la
encarnación de Cristo repara toda la naturaleza humana, y por eso no cae bajo
el mérito de un hombre singular, pues el bien de un individuo no puede ser
causa del bien de toda la naturaleza.
Sin embargo, ex
congruo merecieron los santos Padres la encarnación al desearla y pedirla. Pues
era conveniente que Dios escuchase a los que le obedecían.
Se dice que la
Bienaventurada Virgen mereció llevar al Señor de todo, no porque mereciera que
éste se encarnase, sino porque mereció, por la gracia que le dio el Senior, un
grado tal de pureza y santidad, que pudiese ser dignamente la Madre de Dios.
(3ª, q. II, a. XI)
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