martes, 3 de diciembre de 2019

El celo de San Francisco Javier constituye una lección y un ejemplo para nuestra generación


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«Javier, ¿de qué le servirá al hombre ganar el mundo entero, si pierde su alma?» (Mt 16, 26). Esta advertencia de Nuestro Señor es dirigida por Ignacio de Loyola a Francisco Javier, que lo comenta de este modo: «Piénsalo bien, pues el mundo es un maestro que promete pero que no cumple su palabra. Y aunque cumpliera sus promesas contigo, nunca podrá contentar tu corazón. Y aun suponiendo que lo contente, ¿cuánto tiempo durará tu felicidad? En cualquier caso, ¿podrá durar más que tu vida? Y en la muerte, ¿qué te llevarás a la eternidad? ¿De qué le servirá al hombre ganar el mundo entero, si pierde su alma?». Poco a poco, esta máxima penetra en el corazón de Francisco Javier, grabándose en él profundamente. De ese modo se inaugura un camino que hará de él uno de los santos más insignes de la Iglesia.

Más que una pasión

Francisco nace el 7 de abril de 1506 en el castillo de Javier, en Navarra, al norte de España. En 1512, su padre es condenado a la pérdida de sus bienes por haber combatido junto al rey de Navarra en una guerra contra la corona de Castilla; morirá de pena en 1515. El año siguiente, la fortaleza de Javier es desmantelada, y las tierras familiares confiscadas. Cuando Javier alcanza la mayoría de edad, la familia se halla en la ruina. En medio de esa coyuntura, la carrera de las armas no le atrae. Tras despedirse de su madre y hermanos en septiembre de 1525, hasta el punto de no volver a verlos jamás, se dirige a la Universidad de París, donde se alberga en el colegio de Santa Bárbara, en compañía de algunos condiscípulos entregados, en su mayoría, a una vida poco edificante. Sin embargo, entre ellos se encuentran dos hombres excepcionalmente piadosos: Pedro Le Fèvre e Ignacio de Loyola. Este último, originario del País Vasco, vecino de Navarra, considera desde algún tiempo la posibilidad de fundar una obra santa por el bien de la Iglesia; tras constatar las cualidades espirituales de Pedro y de Javier, intenta compartir con ellos su ambición espiritual. Así pues, Ignacio se lleva con él a Pedro Le Fèvre para que realice los Ejercicios Espirituales durante treinta días; al término de ese retiro, Pedro se entrega por completo a esa buena causa. En cuanto a Javier, resulta más difícil. Si bien es verdad que, gracias a los consejos de Ignacio y de Pedro, se ha alejado ya de algunas relaciones peligrosas y ha rechazado las doctrinas nocivas que los partidarios de Calvino han hecho circular por París, el corazón de Javier, orgulloso y receptivo ante el aliento de la ambición humana, no siente otra cosa que desdén hacia la vida oscura de renuncia que predica Ignacio. Éste, buen conocedor de las almas, penetra primero en los sentimientos de Javier, quien, como profesor de filosofía, tiene pretensiones de realizar una brillante carrera y de dirigirse a un vasto auditorio. Ignacio le consigue tantos discípulos que Javier reconoce en él a un verdadero amigo a quien poder confiarse. Ignacio aprovecha esa amistad para recordarle la vanidad de las grandezas y de las ventajas de este mundo, así como su inutilidad para la vida eterna. ¿De qué le servirá al hombre ganar el mundo entero, si pierde su alma? Javier, tocado por la gracia de Dios, sigue a su vez los Ejercicios Espirituales, durante los cuales pide «el conocimiento íntimo del Señor, que por mí se ha hecho hombre, para que más le ame y le siga» (Ej. Espir. 104). En adelante, sólo sentirá una pasión: amar y hacer amar a Jesucristo.
A ese pequeño grupo se unen enseguida otros cuatro estudiantes. Ignacio propone entonces a sus seis compañeros entregarse más plenamente a Dios y unirse entre ellos mediante el vínculo de los votos religiosos. El 15 de agosto de 1534, en la capilla de Nuestra Señora de Montmartre, Pedro Le Fèvre, en ese momento el único sacerdote del grupo, oficia la Santa Misa en la que todos profesan los votos perpetuos de pobreza y de castidad, con la promesa de dirigirse a Tierra Santa o de confiarse a la voluntad del Sumo Pontífice. Mientras esperan la santa voluntad de Dios, se reúnen a menudo para rezar y animarse mutuamente en la práctica de las virtudes.

Derecho al corazón
El 25 de enero de 1537, los primeros miembros de la Compañía de Jesús se dan cita en Venecia; sin embargo, al ser imposible la peregrinación a Tierra Santa a causa de la situación política, deciden dirigirse a Roma para pedir la bendición del Papa Pablo III, quien les acoge con benevolencia y les concede autorización para ser ordenados sacerdotes; la ceremonia tiene lugar el 24 de junio de 1537. Después, el pequeño grupo se dispersa por diversas ciudades de Italia. Al padre Javier se le asigna Bolonia, donde se dedica a instruir a la gente del pueblo, a los enfermos y a los prisioneros. Como no domina bien el italiano, habla poco, pero con tal convicción que sus palabras van derecho al corazón de los oyentes. A finales de 1538, el rey de Portugal Juan III reclama a Ignacio que le asigne misioneros para la evangelización de las Indias. Éste, de acuerdo con el Papa, pone a su disposición dos religiosos, uno de los cuales es Francisco Javier. Como quiera que se le pone al corriente de ello la misma víspera de su salida, el 15 de marzo de 1540, Javier sólo puede llevarse consigo el hábito que viste, su crucifijo, un breviario y otro libro.
Tras un viaje de tres meses, el padre Javier llega a Lisboa en compañía de Simón Rodríguez; ambos son recibidos por Juan III, hombre verdaderamente piadoso y preocupado por la salvación de las almas. En espera de partir hacia las Indias, se entregan al ministerio del cuidado de las almas en la capital de Portugal. Su dedicación apostólica suscita tanta admiración en Lisboa que el rey recibe peticiones de que permanezcan en el país. Ignacio decide que Rodríguez se quede en Lisboa; en cuanto al padre Javier, saldrá hacia las Indias. Su marcha, en compañía de tres jóvenes cofrades, tiene lugar el 7 de abril de 1541.
Por aquella época, el viaje desde Portugal a las Indias por el cabo de Buena Esperanza es una aventura arriesgada, de la que nadie puede presumir previamente de salir vivo. Cuando el navío no naufraga, las epidemias, el frío, el hambre y la sed se encargan con frecuencia de diezmar a los pasajeros. El 1 de enero de 1542, el padre Javier escribe a sus hermanos de Roma: «He padecido mareos durante dos meses; todos han sufrido mucho durante cuarenta días ante las costas de Guinea «Es tal la naturaleza de las penas y de las fatigas, que por nada del mundo las hubiera afrontado ni un solo día. Hallamos no obstante consuelo y esperanza sin cesar y creciente en la misericordia de Dios, con la convicción de que nos falta el talento necesario para predicar la fe de Jesucristo en tierra pagana». El 6 de mayo de 1542, alcanzan Goa, en la costa occidental de la India.

Primer modo de orar
Tras recibir del Papa los plenos poderes espirituales sobre los súbditos del imperio colonial de Portugal, Francisco Javier llega a la India provisto del título de «Nuncio Apostólico». En Goa encuentra a una cristiandad enfrentada a los poco edificantes ejemplos de algunos europeos. Gracias a su entrega, incluso antes de terminar el año, Goa aparece muy cambiada: un buen número de almas caminan ya por la vía de la perfección, y el padre Javier las sostiene ejercitándolas en la meditación, según el método que san Ignacio denomina «primer modo de orar» (Ej. Espir. 238-248). Esta manera de meditar consiste en examinarse sobre los diez mandamientos de Dios, los siete pecados capitales, las tres potencias del alma (memoria, inteligencia y voluntad) y los cinco sentidos corporales. Se le pide a Dios la gracia de saber en qué se han observado o transgredido sus mandamientos, y el auxilio necesario para corregirse en el futuro. El obispo de Goa desea que el padre Javier continúe con el gran bien que ha hecho en la ciudad, pero éste, movido por el Espíritu de Dios, aspira a conquistas más amplias. Al igual que los apóstoles, arde en deseos de afrontar los peligros, los sufrimientos y las persecuciones a fin de ganar el mayor número posible de almas para Jesucristo. El gobernador de Goa, que conoce su entrega, capta sus intenciones y le señala el caso de los veinte mil hombres de la tribu de los paravas, precipitadamente bautizados ocho años antes en la costa de la Pesquería y que, desde entonces, han vuelto a la ignorancia y a las supersticiones.
El padre Javier escribe en una carta a san Ignacio: «Me marcho contento, pues todo lo hago por Dios: soportar las fatigas de una larga travesía, cargar con los pecados de los demás cuando a uno le basta con los propios, permanecer junto a los paganos y sufrir los ardores de un sol abrasador; se trata seguramente de grandes consuelos y un motivo de gozos celestiales. Porque, finalmente, para los amigos de la cruz de Jesucristo, la vida bienaventurada es, según parece, una vida sembrada de cruces semejantes« ¿Existe mayor felicidad que la de vivir muriendo cada día, resquebrajando nuestras voluntades para buscar y hallar no lo que nos es de provecho sino lo que es de provecho para Jesucristo?». Los cristianos con los que se encuentra en la costa de la Pesquería lo ignoran todo de su religión, de modo que el padre Javier empieza con los rudimentos de la fe: la señal de la cruz acompañada de la invocación de las tres Personas en Dios, el Credo, los diez mandamientos, el Padrenuestro, el Ave María, la Salve y el Confiteor.
Esa preocupación por transmitir los rudimentos de la fe es también la de la Iglesia. Efectivamente, pues en una época como la nuestra, marcada por un exceso de información y por la especialización de los estudios superiores, se constata que las verdades más sencillas, las que conducen a la salvación eterna, no se transmiten. Por eso precisamente el Santo Padre Benedicto XVI ha promulgado el Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica, que, «por su brevedad, claridad e integridad, se dirige asimismo a toda persona que, viviendo en un mundo dispersivo y lleno de los más variados mensajes, quiera conocer el Camino de la Vida y la Verdad, entregado por Dios a la Iglesia de su Hijo» (Motu proprio para la aprobación del Compendio, 28 de junio de 2005).

«Si los obreros no faltaran»
Ante esa rica cosecha de almas, y ante el pensamiento del inmenso bien que podría hacerse con el concurso de numerosos obreros, Francisco Javier vuelve su mirada hacia Europa, donde tantos hombres inteligentes consumen sus fuerzas en ocupaciones de poca utilidad. «Muchas veces –escribe– se me ocurre la idea de ir a las universidades de Europa y, una vez allí, a grandes gritos, como lo haría un hombre que ha perdido el juicio, decir a hombres más ricos de ciencia que del deseo de sacar partido de ella, cuántas almas, a causa de su negligencia, se ven privadas de la gloria celestial y van al infierno. Si, a la vez que estudian las letras, se dispusieran también a considerar las cuentas que Dios les pedirá, muchos de ellos, afectados por esos pensamientos, recurrirían a ciertos métodos, a ejercicios espirituales concebidos para darles el conocimiento verdadero y el íntimo sentimiento de la voluntad divina, y se ajustarían más a ella que a sus propias inclinaciones, y dirían: «Heme aquí, Señor, ¿qué quieres que haga? Envíame a donde quieras y, si es necesario, incluso a las Indias». He estado a punto de escribir a la Universidad de París que millones y millones de paganos se harían cristianos si los obreros no faltaran».

Preocuparse del alma
El 7 de abril de 2006, el cardenal Antonio María Rouco Varela, arzobispo de Madrid, con motivo de una Misa en conmemoración del quinto centenario del nacimiento de san Francisco Javier, explicó de la siguiente manera esa pasión del santo: «Javier se preocupaba del alma, su alma y la de todas las personas, el alma de cada ser humano. Se preocupaba del «alma», pues se preocupaba de la vida: la vida en su plenitud, la vida en la felicidad, la vida eterna «Se preocupaba de la salvación del hombre y, por ello, su vida consistió en consumirse para que cada criatura que encontraba pudiera conocer y hacer suya la verdad según la cual Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna (Jn 3, 16). Precisamente en virtud del amor que abrigaba por el hombre, deseaba que el mayor número de pueblos y de personas alcanzaran la fe cristiana; sólo de ese modo se explica su búsqueda incansable de las almas hasta los lugares más recónditos donde aún no había llegado la Buena Nueva de Jesús».
Es tanta la multitud de gente que Francisco Javier conduce cada día a la fe, que, con frecuencia, los brazos se le cansan de tanto bautizar. Abrumado de tanto trabajo, solamente encuentra la soledad durante las noches, que consagra en buena parte a sus ejercicios religiosos y a estudiar la lengua del país. Pero Dios nunca abandona a los que le sirven; en esta ocasión, inunda el alma del misionero de consuelos celestiales, además de concederle el don de los milagros. A finales de octubre de 1543, el padre Javier decide regresar a Goa en busca de amparo. Allí se entera –con tres años de retraso– que Pablo III ha dado su aprobación a la Compañía de Jesús y que Ignacio ha sido elegido su general. Así pues, profesa solemnemente sus votos, haciendo uso de la fórmula empleada por sus hermanos de Roma.
Sin embargo, el padre es consciente de que otras regiones esperan la Buena Nueva, aunque está indeciso: ¿es conveniente llegar hasta aquellas tierras lejanas, donde tantos hombres desconocen el nombre de Cristo? Se dirige entonces hasta el sepulcro del apóstol santo Tomás, con objeto de pedir a Dios que le ilumine. Permanece allí durante cuatro meses (entre abril y agosto de 1545), asistiendo al párroco, que hablará de él en los siguientes términos: «Seguía en todo la vida de los apóstoles». «En la santa casa de santo Tomás –escribe el misionero a los padres de Goa– me he dedicado a rezar sin interrupción para que Dios Nuestro Señor me conceda sentir en mi alma su santísima voluntad, con la firme resolución de cumplirla« He sentido con gran consuelo interior que era voluntad de Dios que me dirigiera a esos lugares de Malaca, donde recientemente se han bautizado algunos cristianos.
Después de pasar algunos meses en la península de Malaca, donde no teme ir en busca de los pecadores a domicilio, en las casas de juego y de lenocinio para reconducirlos al buen camino, el 1 de enero de 1546 emprende una travesía de más de 2.000 kilómetros, en el transcurso de la cual evangeliza varias islas, en particular la isla del Moro, donde arriesga su vida en medio de poblaciones caníbales. En una carta dirigida a sus cofrades de Europa, que se hallan preocupados por esa aventura, les responde: «Es preciso que las almas de la isla del Moro sean instruidas y que alguien las bautice para que se salven. Por mi parte, tengo la obligación de perder la vida del cuerpo para asegurar a mi prójimo la vida del alma. Así pues, iré a la isla del Moro, para socorrer espiritualmente a los cristianos, y afrontaré cualquier peligro poniendo mi confianza en Dios Nuestro Señor y depositando en Él toda mi esperanza. Es mi deseo, en la medida de mis pequeñas y miserables fuerzas, realizar en mí mismo la prueba de esta frase de Jesucristo, Redentor y Señor nuestro: El que encuentra su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí, la encontrará (Mt 10, 39)».

La salvación integral
El celo de san Francisco Javier, que se entregó por entero para anunciar el Evangelio a miles de almas, constituye una lección y un ejemplo para nuestra generación; nos recuerda la urgencia y la necesidad de la evangelización, de conformidad con la enseñanza de Juan Pablo II: «La tentación actual es la de reducir el cristianismo a una sabiduría meramente humana, casi como una ciencia del vivir bien. En un mundo fuertemente secularizado, se ha dado una «gradual secularización de la salvación», debido a lo cual se lucha ciertamente en favor del hombre, pero de un hombre a medias, reducido a la mera dimensión horizontal. En cambio, nosotros sabemos que Jesús vino a traer la salvación integral, que abarca al hombre entero y a todos los hombres, abriéndoles a los admirables horizontes de la filiación divina. ¿Por qué la misión? Porque a nosotros, como a san Pablo, se nos ha concedido la gracia de anunciar a los gentiles las inescrutables riquezas de Cristo (Ef 3, 8). La novedad de vida en él es la «Buena Nueva» para el hombre de todo tiempo: a ella han sido llamados y destinados todos los hombres« La Iglesia y, en ella, todo cristiano, no puede esconder ni conservar para sí esta novedad y riqueza, recibidas de la divina bondad para ser comunicadas a todos los hombres» (Encíclica Redemptoris missio, 7 de diciembre de 1990, 11).

El Japón y la China
En diciembre de 1547, el padre Javier conoce a un noble japonés llamado Anjiro, que vaga desde hace cinco años en busca de un maestro espiritual que pueda devolver la paz a su alma. «Descubrimos al padre Francisco Javier –referirá Anjiro– en la iglesia de Nuestra Señora de la Montaña, donde estaba celebrando una boda. Me sentí enteramente fascinado, y le conté toda mi vida. Él me abrazó, y se mostró tan encantado de verme que resultaba evidente que era el propio Dios quien había amañado nuestro encuentro». En el transcurso de sus conversaciones, el padre se informa sobre el Japón. Al enterarse de que «el rey, la nobleza y toda la gente distinguida se harían cristianos, pues los japoneses se guían siempre por la ley de la razón», eso le basta y decide partir al Japón.
Sin embargo, consciente de sus deberes de nuncio apostólico, vuelve a tomar contacto con las Indias y regresa a Goa, que abandonará el 15 de abril de 1549 en beneficio del Japón. El 15 de agosto siguiente, atraca en Kagoshima, donde pasa más de un año iniciándose en la lengua y costumbres japonesas. Hacia finales de 1550, se dirige a la residencia del príncipe más poderoso de Japón, y luego a la capital. Pero allí le espera una gran decepción: el rey, que de hecho no es más que un fantoche, ni siquiera le recibe. No obstante, el padre Javier obtiene permiso del príncipe para poder predicar la fe cristiana, y goza de la alegría de acoger algunos centenares de conversiones. Pero enseguida estalla una revolución, por lo que el misionero se ve en la obligación de partir. Al carecer de noticias de las Indias desde hace dos años, decide volver a Malaca, donde llega a finales de 1551. Allí es donde recibe una carta de san Ignacio escrita más de dos años antes, en la cual lo nombra «Provincial del Oriente», es decir, de todas las misiones de la Compañía de Jesús desde el cabo Comorín, en el sur de la India, hasta el Japón.
El 17 de abril de 1552, el misionero se hace de nuevo a la mar, en esa ocasión con destino a la China. Ese viaje, el último de su vida, servirá a sus últimas renuncias y lo asimilará a Cristo sufriente. A comienzos de septiembre de 1552, alcanza la isla de Sancián, a diez kilómetros de las riberas de la China. Los pocos portugueses que hacen escala en ella lo acogen con alegría, construyéndole una choza de madera y una pequeña capilla de ramajes. El padre Javier empieza a ocuparse enseguida de los niños y de los enfermos, a predicar, catequizar y confesar. No obstante, intenta igualmente contactar con algún «pasador» chino que le pueda conducir clandestinamente a Cantón. Y es que el acceso a las riberas de la China está terminantemente prohibido, y cualquiera que se atreva a desafiar esa prohibición está abocado, si es descubierto, a la tortura y a la muerte. Al menos en dos ocasiones, el misionero consigue encontrar a un hombre que accede a conducirlo mediante el pago de una importante suma de dinero, pero cada vez, después de haber cobrado, el «pasador» desaparece.
El 21 de noviembre, el padre Javier celebra su última misa. Al bajar del altar, se siente desfallecer. Intenta hacerse de nuevo a la mar, pero el balanceo del navío le resulta insoportable. Conducido a Sancián, pasa en ese lugar los últimos días de su vida, medio inconsciente. Privado de medicamentos, y seguro de que su muerte está próxima, alza su mirada al cielo y conversa con Nuestro Señor o con la Virgen: «Jesús, Hijo de David, ten piedad de mí. ¡Oh!, Virgen María, Madre de Dios, acuérdate de mí». El último suspiro lo exhala pronunciando el nombre de Jesús, al amanecer del 2 de diciembre de 1552. Sólo tiene cuarenta y seis años. Su cuerpo es trasladado a Goa, donde sigue siendo venerado por los fieles. Francisco Javier, canonizado al mismo tiempo que Ignacio de Loyola, el 12 de marzo de 1622, es el patrono celestial de los misioneros católicos.
Cuando consideramos la vida de este gigante en la santidad, nos llama poderosamente la atención la cantidad de trabajos y de sufrimientos que tuvo que soportar. Su secreto se halla en un amor sin límites por Jesús. En los Ejercicios Espirituales, san Ignacio le enseñó a escuchar la llamada de Cristo: «Mi voluntad es de conquistar todo el mundo y todos los enemigos, y así entrar en la gloria de mi Padre; por tanto, quien quisiere venir conmigo ha de trabajar conmigo, para que, siguiéndome en la pena, también me siga en la gloria» (Ej. Espir. 95). En su docilidad, Francisco Javier se mostró «presto y diligente para cumplir su santísima voluntad» (ibíd. 91); a su vez, se entregó por entero a todos los trabajos a fin de extender el reino de Dios sobre la tierra. Que obtenga para nosotros la gracia de ser como él, colmados de celo por la salvación eterna del prójimo.

Dom Antoine Marie osb
Publicado por la Abadía San José de Clairval en: www.clairval.com



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