«Javier, ¿de qué le servirá al hombre ganar el mundo entero, si
pierde su alma?» (Mt 16, 26). Esta advertencia de Nuestro Señor es
dirigida por Ignacio de Loyola a Francisco Javier, que lo comenta de este modo:
«Piénsalo bien, pues el mundo es un maestro que promete pero que no cumple su
palabra. Y aunque cumpliera sus promesas contigo, nunca podrá contentar tu
corazón. Y aun suponiendo que lo contente, ¿cuánto tiempo durará tu felicidad?
En cualquier caso, ¿podrá durar más que tu vida? Y en la muerte, ¿qué te
llevarás a la eternidad? ¿De qué le servirá al hombre ganar el mundo
entero, si pierde su alma?». Poco a poco, esta máxima penetra en el corazón
de Francisco Javier, grabándose en él profundamente. De ese modo se inaugura un
camino que hará de él uno de los santos más insignes de la Iglesia.
Más que una pasión
Francisco nace el 7 de abril de 1506 en
el castillo de Javier, en Navarra, al norte de España. En 1512, su padre es
condenado a la pérdida de sus bienes por haber combatido junto al rey de
Navarra en una guerra contra la corona de Castilla; morirá de pena en 1515. El
año siguiente, la fortaleza de Javier es desmantelada, y las tierras familiares
confiscadas. Cuando Javier alcanza la mayoría de edad, la familia se halla en
la ruina. En medio de esa coyuntura, la carrera de las armas no le atrae. Tras
despedirse de su madre y hermanos en septiembre de 1525, hasta el punto de no
volver a verlos jamás, se dirige a la Universidad de París, donde se alberga en
el colegio de Santa Bárbara, en compañía de algunos condiscípulos entregados,
en su mayoría, a una vida poco edificante. Sin embargo, entre ellos se
encuentran dos hombres excepcionalmente piadosos: Pedro Le Fèvre e Ignacio de
Loyola. Este último, originario del País Vasco, vecino de Navarra, considera
desde algún tiempo la posibilidad de fundar una obra santa por el bien de la Iglesia;
tras constatar las cualidades espirituales de Pedro y de Javier, intenta
compartir con ellos su ambición espiritual. Así pues, Ignacio se lleva con él a
Pedro Le Fèvre para que realice los Ejercicios Espirituales durante treinta
días; al término de ese retiro, Pedro se entrega por completo a esa buena
causa. En cuanto a Javier, resulta más difícil. Si bien es verdad que, gracias
a los consejos de Ignacio y de Pedro, se ha alejado ya de algunas relaciones
peligrosas y ha rechazado las doctrinas nocivas que los partidarios de Calvino
han hecho circular por París, el corazón de Javier, orgulloso y receptivo ante
el aliento de la ambición humana, no siente otra cosa que desdén hacia la vida
oscura de renuncia que predica Ignacio. Éste, buen conocedor de las almas,
penetra primero en los sentimientos de Javier, quien, como profesor de
filosofía, tiene pretensiones de realizar una brillante carrera y de dirigirse
a un vasto auditorio. Ignacio le consigue tantos discípulos que Javier reconoce
en él a un verdadero amigo a quien poder confiarse. Ignacio aprovecha esa
amistad para recordarle la vanidad de las grandezas y de las ventajas de este
mundo, así como su inutilidad para la vida eterna. ¿De qué le servirá
al hombre ganar el mundo entero, si pierde su alma? Javier, tocado por
la gracia de Dios, sigue a su vez los Ejercicios Espirituales, durante los
cuales pide «el conocimiento íntimo del Señor, que por mí se ha hecho hombre,
para que más le ame y le siga» (Ej. Espir. 104). En adelante, sólo
sentirá una pasión: amar y hacer amar a Jesucristo.
A ese pequeño grupo se unen enseguida
otros cuatro estudiantes. Ignacio propone entonces a sus seis compañeros
entregarse más plenamente a Dios y unirse entre ellos mediante el vínculo de
los votos religiosos. El 15 de agosto de 1534, en la capilla de Nuestra Señora
de Montmartre, Pedro Le Fèvre, en ese momento el único sacerdote del grupo,
oficia la Santa Misa en la que todos profesan los votos perpetuos de pobreza y
de castidad, con la promesa de dirigirse a Tierra Santa o de confiarse a la
voluntad del Sumo Pontífice. Mientras esperan la santa voluntad de Dios, se
reúnen a menudo para rezar y animarse mutuamente en la práctica de las
virtudes.
Derecho al corazón
El 25 de enero de 1537, los primeros
miembros de la Compañía de Jesús se dan cita en Venecia; sin embargo, al ser
imposible la peregrinación a Tierra Santa a causa de la situación política,
deciden dirigirse a Roma para pedir la bendición del Papa Pablo III, quien les
acoge con benevolencia y les concede autorización para ser ordenados
sacerdotes; la ceremonia tiene lugar el 24 de junio de 1537. Después, el
pequeño grupo se dispersa por diversas ciudades de Italia. Al padre Javier se
le asigna Bolonia, donde se dedica a instruir a la gente del pueblo, a los enfermos
y a los prisioneros. Como no domina bien el italiano, habla poco, pero con tal
convicción que sus palabras van derecho al corazón de los oyentes. A finales de
1538, el rey de Portugal Juan III reclama a Ignacio que le asigne misioneros
para la evangelización de las Indias. Éste, de acuerdo con el Papa, pone a su
disposición dos religiosos, uno de los cuales es Francisco Javier. Como quiera
que se le pone al corriente de ello la misma víspera de su salida, el 15 de
marzo de 1540, Javier sólo puede llevarse consigo el hábito que viste, su
crucifijo, un breviario y otro libro.
Tras un viaje de tres meses, el padre
Javier llega a Lisboa en compañía de Simón Rodríguez; ambos son recibidos por
Juan III, hombre verdaderamente piadoso y preocupado por la salvación de las
almas. En espera de partir hacia las Indias, se entregan al ministerio del
cuidado de las almas en la capital de Portugal. Su dedicación apostólica
suscita tanta admiración en Lisboa que el rey recibe peticiones de que
permanezcan en el país. Ignacio decide que Rodríguez se quede en Lisboa; en
cuanto al padre Javier, saldrá hacia las Indias. Su marcha, en compañía de tres
jóvenes cofrades, tiene lugar el 7 de abril de 1541.
Por aquella época, el viaje desde
Portugal a las Indias por el cabo de Buena Esperanza es una aventura
arriesgada, de la que nadie puede presumir previamente de salir vivo. Cuando el
navío no naufraga, las epidemias, el frío, el hambre y la sed se encargan con
frecuencia de diezmar a los pasajeros. El 1 de enero de 1542, el padre Javier
escribe a sus hermanos de Roma: «He padecido mareos durante dos meses; todos
han sufrido mucho durante cuarenta días ante las costas de Guinea «Es tal la
naturaleza de las penas y de las fatigas, que por nada del mundo las hubiera
afrontado ni un solo día. Hallamos no obstante consuelo y esperanza sin cesar y
creciente en la misericordia de Dios, con la convicción de que nos falta el
talento necesario para predicar la fe de Jesucristo en tierra pagana». El 6 de
mayo de 1542, alcanzan Goa, en la costa occidental de la India.
Primer modo de orar
Tras recibir del Papa los plenos poderes
espirituales sobre los súbditos del imperio colonial de Portugal, Francisco
Javier llega a la India provisto del título de «Nuncio Apostólico». En Goa
encuentra a una cristiandad enfrentada a los poco edificantes ejemplos de
algunos europeos. Gracias a su entrega, incluso antes de terminar el año, Goa
aparece muy cambiada: un buen número de almas caminan ya por la vía de la
perfección, y el padre Javier las sostiene ejercitándolas en la meditación,
según el método que san Ignacio denomina «primer modo de orar» (Ej.
Espir. 238-248). Esta manera de meditar consiste en examinarse sobre
los diez mandamientos de Dios, los siete pecados capitales, las tres potencias
del alma (memoria, inteligencia y voluntad) y los cinco sentidos corporales. Se
le pide a Dios la gracia de saber en qué se han observado o transgredido sus
mandamientos, y el auxilio necesario para corregirse en el futuro. El obispo de
Goa desea que el padre Javier continúe con el gran bien que ha hecho en la
ciudad, pero éste, movido por el Espíritu de Dios, aspira a conquistas más
amplias. Al igual que los apóstoles, arde en deseos de afrontar los peligros,
los sufrimientos y las persecuciones a fin de ganar el mayor número posible de
almas para Jesucristo. El gobernador de Goa, que conoce su entrega, capta sus
intenciones y le señala el caso de los veinte mil hombres de la tribu de los
paravas, precipitadamente bautizados ocho años antes en la costa de la Pesquería
y que, desde entonces, han vuelto a la ignorancia y a las supersticiones.
El padre Javier escribe en una carta a
san Ignacio: «Me marcho contento, pues todo lo hago por Dios: soportar las
fatigas de una larga travesía, cargar con los pecados de los demás cuando a uno
le basta con los propios, permanecer junto a los paganos y sufrir los ardores
de un sol abrasador; se trata seguramente de grandes consuelos y un motivo de
gozos celestiales. Porque, finalmente, para los amigos de la cruz de
Jesucristo, la vida bienaventurada es, según parece, una vida sembrada de
cruces semejantes« ¿Existe mayor felicidad que la de vivir muriendo cada día,
resquebrajando nuestras voluntades para buscar y hallar no lo que nos es de
provecho sino lo que es de provecho para Jesucristo?». Los cristianos con los
que se encuentra en la costa de la Pesquería lo ignoran todo de su religión, de
modo que el padre Javier empieza con los rudimentos de la fe: la señal de la
cruz acompañada de la invocación de las tres Personas en Dios, el Credo,
los diez mandamientos, el Padrenuestro, el Ave María,
la Salve y el Confiteor.
Esa preocupación por transmitir los
rudimentos de la fe es también la de la Iglesia. Efectivamente, pues en una
época como la nuestra, marcada por un exceso de información y por la
especialización de los estudios superiores, se constata que las verdades más
sencillas, las que conducen a la salvación eterna, no se transmiten. Por eso
precisamente el Santo Padre Benedicto XVI ha promulgado el Compendio
del Catecismo de la Iglesia Católica, que, «por su brevedad, claridad e
integridad, se dirige asimismo a toda persona que, viviendo en un mundo
dispersivo y lleno de los más variados mensajes, quiera conocer el Camino de la
Vida y la Verdad, entregado por Dios a la Iglesia de su Hijo» (Motu proprio para
la aprobación del Compendio, 28 de junio de 2005).
«Si los obreros no faltaran»
Ante esa rica cosecha de almas, y ante
el pensamiento del inmenso bien que podría hacerse con el concurso de numerosos
obreros, Francisco Javier vuelve su mirada hacia Europa, donde tantos hombres
inteligentes consumen sus fuerzas en ocupaciones de poca utilidad. «Muchas
veces –escribe– se me ocurre la idea de ir a las universidades de Europa y, una
vez allí, a grandes gritos, como lo haría un hombre que ha perdido el juicio,
decir a hombres más ricos de ciencia que del deseo de sacar partido de ella,
cuántas almas, a causa de su negligencia, se ven privadas de la gloria
celestial y van al infierno. Si, a la vez que estudian las letras, se
dispusieran también a considerar las cuentas que Dios les pedirá, muchos de
ellos, afectados por esos pensamientos, recurrirían a ciertos métodos, a
ejercicios espirituales concebidos para darles el conocimiento verdadero y el
íntimo sentimiento de la voluntad divina, y se ajustarían más a ella que a sus
propias inclinaciones, y dirían: «Heme aquí, Señor, ¿qué quieres que haga?
Envíame a donde quieras y, si es necesario, incluso a las Indias». He estado a
punto de escribir a la Universidad de París que millones y millones de paganos
se harían cristianos si los obreros no faltaran».
Preocuparse del alma
El 7 de abril de 2006, el cardenal
Antonio María Rouco Varela, arzobispo de Madrid, con motivo de una Misa en
conmemoración del quinto centenario del nacimiento de san Francisco Javier,
explicó de la siguiente manera esa pasión del santo: «Javier se preocupaba del
alma, su alma y la de todas las personas, el alma de cada ser humano. Se
preocupaba del «alma», pues se preocupaba de la vida: la vida en su plenitud,
la vida en la felicidad, la vida eterna «Se preocupaba de la salvación del
hombre y, por ello, su vida consistió en consumirse para que cada criatura que
encontraba pudiera conocer y hacer suya la verdad según la cual Tanto
amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no
perezca, sino que tenga vida eterna (Jn 3, 16). Precisamente en virtud
del amor que abrigaba por el hombre, deseaba que el mayor número de pueblos y
de personas alcanzaran la fe cristiana; sólo de ese modo se explica su búsqueda
incansable de las almas hasta los lugares más recónditos donde aún no había
llegado la Buena Nueva de Jesús».
Es tanta la multitud de gente que
Francisco Javier conduce cada día a la fe, que, con frecuencia, los brazos se
le cansan de tanto bautizar. Abrumado de tanto trabajo, solamente encuentra la
soledad durante las noches, que consagra en buena parte a sus ejercicios
religiosos y a estudiar la lengua del país. Pero Dios nunca abandona a los que
le sirven; en esta ocasión, inunda el alma del misionero de consuelos
celestiales, además de concederle el don de los milagros. A finales de octubre
de 1543, el padre Javier decide regresar a Goa en busca de amparo. Allí se
entera –con tres años de retraso– que Pablo III ha dado su aprobación a la Compañía
de Jesús y que Ignacio ha sido elegido su general. Así pues, profesa
solemnemente sus votos, haciendo uso de la fórmula empleada por sus hermanos de
Roma.
Sin embargo, el padre es consciente de
que otras regiones esperan la Buena Nueva, aunque está indeciso: ¿es
conveniente llegar hasta aquellas tierras lejanas, donde tantos hombres
desconocen el nombre de Cristo? Se dirige entonces hasta el sepulcro del
apóstol santo Tomás, con objeto de pedir a Dios que le ilumine. Permanece allí
durante cuatro meses (entre abril y agosto de 1545), asistiendo al párroco, que
hablará de él en los siguientes términos: «Seguía en todo la vida de los
apóstoles». «En la santa casa de santo Tomás –escribe el misionero a los padres
de Goa– me he dedicado a rezar sin interrupción para que Dios Nuestro Señor me
conceda sentir en mi alma su santísima voluntad, con la firme resolución de
cumplirla« He sentido con gran consuelo interior que era voluntad de Dios que
me dirigiera a esos lugares de Malaca, donde recientemente se han bautizado
algunos cristianos.
Después de pasar algunos meses en la
península de Malaca, donde no teme ir en busca de los pecadores a domicilio, en
las casas de juego y de lenocinio para reconducirlos al buen camino, el 1 de
enero de 1546 emprende una travesía de más de 2.000 kilómetros, en el
transcurso de la cual evangeliza varias islas, en particular la isla del Moro,
donde arriesga su vida en medio de poblaciones caníbales. En una carta dirigida
a sus cofrades de Europa, que se hallan preocupados por esa aventura, les
responde: «Es preciso que las almas de la isla del Moro sean instruidas y que
alguien las bautice para que se salven. Por mi parte, tengo la obligación de
perder la vida del cuerpo para asegurar a mi prójimo la vida del alma. Así
pues, iré a la isla del Moro, para socorrer espiritualmente a los cristianos, y
afrontaré cualquier peligro poniendo mi confianza en Dios Nuestro Señor y
depositando en Él toda mi esperanza. Es mi deseo, en la medida de mis pequeñas
y miserables fuerzas, realizar en mí mismo la prueba de esta frase de
Jesucristo, Redentor y Señor nuestro: El que encuentra su vida, la
perderá; y el que pierda su vida por mí, la encontrará (Mt 10, 39)».
La salvación integral
El celo de san Francisco Javier, que se
entregó por entero para anunciar el Evangelio a miles de almas, constituye una
lección y un ejemplo para nuestra generación; nos recuerda la urgencia y la
necesidad de la evangelización, de conformidad con la enseñanza de Juan Pablo
II: «La tentación actual es la de reducir el cristianismo a una sabiduría
meramente humana, casi como una ciencia del vivir bien. En un mundo fuertemente
secularizado, se ha dado una «gradual secularización de la salvación», debido a
lo cual se lucha ciertamente en favor del hombre, pero de un hombre a medias,
reducido a la mera dimensión horizontal. En cambio, nosotros sabemos que Jesús
vino a traer la salvación integral, que abarca al hombre entero y a todos los
hombres, abriéndoles a los admirables horizontes de la filiación divina. ¿Por
qué la misión? Porque a nosotros, como a san Pablo, se nos ha concedido
la gracia de anunciar a los gentiles las inescrutables riquezas de Cristo (Ef 3,
8). La novedad de vida en él es la «Buena Nueva» para el hombre de todo tiempo:
a ella han sido llamados y destinados todos los hombres« La Iglesia y, en ella,
todo cristiano, no puede esconder ni conservar para sí esta novedad y riqueza,
recibidas de la divina bondad para ser comunicadas a todos los hombres»
(Encíclica Redemptoris missio, 7 de diciembre de 1990, 11).
El Japón y la China
En diciembre de 1547, el padre Javier
conoce a un noble japonés llamado Anjiro, que vaga desde hace cinco años en
busca de un maestro espiritual que pueda devolver la paz a su alma.
«Descubrimos al padre Francisco Javier –referirá Anjiro– en la iglesia de
Nuestra Señora de la Montaña, donde estaba celebrando una boda. Me sentí
enteramente fascinado, y le conté toda mi vida. Él me abrazó, y se mostró tan
encantado de verme que resultaba evidente que era el propio Dios quien había
amañado nuestro encuentro». En el transcurso de sus conversaciones, el padre se
informa sobre el Japón. Al enterarse de que «el rey, la nobleza y toda la gente
distinguida se harían cristianos, pues los japoneses se guían siempre por la
ley de la razón», eso le basta y decide partir al Japón.
Sin embargo, consciente de sus deberes
de nuncio apostólico, vuelve a tomar contacto con las Indias y regresa a Goa,
que abandonará el 15 de abril de 1549 en beneficio del Japón. El 15 de agosto
siguiente, atraca en Kagoshima, donde pasa más de un año iniciándose en la
lengua y costumbres japonesas. Hacia finales de 1550, se dirige a la residencia
del príncipe más poderoso de Japón, y luego a la capital. Pero allí le espera
una gran decepción: el rey, que de hecho no es más que un fantoche, ni siquiera
le recibe. No obstante, el padre Javier obtiene permiso del príncipe para poder
predicar la fe cristiana, y goza de la alegría de acoger algunos centenares de
conversiones. Pero enseguida estalla una revolución, por lo que el misionero se
ve en la obligación de partir. Al carecer de noticias de las Indias desde hace
dos años, decide volver a Malaca, donde llega a finales de 1551. Allí es donde
recibe una carta de san Ignacio escrita más de dos años antes, en la cual lo
nombra «Provincial del Oriente», es decir, de todas las misiones de la Compañía
de Jesús desde el cabo Comorín, en el sur de la India, hasta el Japón.
El 17 de abril de 1552, el misionero se
hace de nuevo a la mar, en esa ocasión con destino a la China. Ese viaje, el
último de su vida, servirá a sus últimas renuncias y lo asimilará a Cristo
sufriente. A comienzos de septiembre de 1552, alcanza la isla de Sancián, a
diez kilómetros de las riberas de la China. Los pocos portugueses que hacen
escala en ella lo acogen con alegría, construyéndole una choza de madera y una
pequeña capilla de ramajes. El padre Javier empieza a ocuparse enseguida de los
niños y de los enfermos, a predicar, catequizar y confesar. No obstante,
intenta igualmente contactar con algún «pasador» chino que le pueda conducir
clandestinamente a Cantón. Y es que el acceso a las riberas de la China está
terminantemente prohibido, y cualquiera que se atreva a desafiar esa
prohibición está abocado, si es descubierto, a la tortura y a la muerte. Al
menos en dos ocasiones, el misionero consigue encontrar a un hombre que accede
a conducirlo mediante el pago de una importante suma de dinero, pero cada vez,
después de haber cobrado, el «pasador» desaparece.
El 21 de noviembre, el padre Javier
celebra su última misa. Al bajar del altar, se siente desfallecer. Intenta
hacerse de nuevo a la mar, pero el balanceo del navío le resulta insoportable.
Conducido a Sancián, pasa en ese lugar los últimos días de su vida, medio
inconsciente. Privado de medicamentos, y seguro de que su muerte está próxima,
alza su mirada al cielo y conversa con Nuestro Señor o con la Virgen: «Jesús,
Hijo de David, ten piedad de mí. ¡Oh!, Virgen María, Madre de Dios, acuérdate
de mí». El último suspiro lo exhala pronunciando el nombre de Jesús, al
amanecer del 2 de diciembre de 1552. Sólo tiene cuarenta y seis años. Su cuerpo
es trasladado a Goa, donde sigue siendo venerado por los fieles. Francisco
Javier, canonizado al mismo tiempo que Ignacio de Loyola, el 12 de marzo de
1622, es el patrono celestial de los misioneros católicos.
Cuando consideramos la vida de este
gigante en la santidad, nos llama poderosamente la atención la cantidad de
trabajos y de sufrimientos que tuvo que soportar. Su secreto se halla en un
amor sin límites por Jesús. En los Ejercicios Espirituales, san
Ignacio le enseñó a escuchar la llamada de Cristo: «Mi voluntad es de
conquistar todo el mundo y todos los enemigos, y así entrar en la gloria de mi
Padre; por tanto, quien quisiere venir conmigo ha de trabajar conmigo, para
que, siguiéndome en la pena, también me siga en la gloria» (Ej. Espir. 95).
En su docilidad, Francisco Javier se mostró «presto y diligente para cumplir su
santísima voluntad» (ibíd. 91); a su vez, se entregó por entero a todos
los trabajos a fin de extender el reino de Dios sobre la tierra. Que obtenga
para nosotros la gracia de ser como él, colmados de celo por la salvación
eterna del prójimo.
Dom
Antoine Marie osb
Publicado por la Abadía San José de Clairval en: www.clairval.com
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