¿Ha cambiado la misión de la Iglesia?
Si el movimiento de salida eclesial fuera alejamiento de la
naturaleza y misión de la Iglesia, de su identidad –es imposible que toda la
Iglesia lo haga- la katholiké (κᾰθολῐκή) dejaría de ser lo que es.
La identidad de la
misión eclesial está claramente establecida en los evangelios y en los escritos
apostólicos. Me limito a dos textos que recogen, según Mateo y Marcos, palabras
del Señor Resucitado, y que expresan el envío definitivo de los apóstoles.
Según los versículos
finales del capítulo 28 del primer evangelio, Cristo citó a los discípulos en
Galilea para un encuentro final con ellos. El evangelista subraya la
continuidad entre el magisterio de Jesús en su vida prepascual y el del Señor
glorificado; solo que ahora el envío no se limita a las ovejas perdidas de
la casa de Israel (10, 5-7) sino que se extiende al mundo entero. Los
apóstoles, al igual que lo hizo el Maestro, se dirigieron ante todo a los
judíos; para ellos vino primeramente el Mesías, para cumplir las promesas
hechas a los patriarcas. Los Once, en ese encuentro postrero y decisivo, lo
adoraron mediante el gesto de la προσκύνησις (28, 17: προσεκύνησαν).
Llama la atención que en ese pasaje se diga que algunos dudaron; ¿quiénes?,
¿los mismos que se postraron ante él? Los intérpretes no coinciden en sus
explicaciones. Pierre Bonnard sugiere que se trató de una vacilación, una
especie de desgarramiento interior, como en todas las teofanías; el verbo
empleado es διστάζειν: el διseñala la intensidad de una reduplicación,
y διστάζωsignifica hacer caer gota a gota, como por ejemplo el sudor
o la sangre.
Se me ocurre que una
situación similar pudo registrarse en los videntes ante las apariciones de la
Santísima Virgen, y que también puede llegar a ser la nuestra si nos acucia la
conciencia de la misión. Cristo manifiesta la autoridad soberana y universal
que ha recibido; el Crucificado es ahora el Señor de cielo y tierra (18). El
mandato consiste en hacer que todas las naciones, πάντατὰἔθνη, sean discípulos
suyos por medio del bautismo en nombre de la Trinidad y la enseñanza –διδάσκοντες-
que tiene un marcado acento ético: dar a conocer la voluntad de Dios tal como
Jesús la interpretó definitivamente; no podía venir nada nuevo, o diverso,
después. Hacer discípulos, μαθητεύσατε(19), que sigan a Cristo y guarden
sus mandatos, que los cumplan –τηρεῖν- Aquí comienza la historia cristiana, la
espera activa de que todas las naciones entren en la Iglesia. Todas las
naciones. ἔθνοςsignifica raza, pueblo, nación: el πάντα incluye
también a los hebreos, aunque ἔθνος llega a designar a los gentiles
en contraposición a aquellos.
A propósito de lo
dicho, es necesario indicar un proceso en cuanto a los destinatarios de la
misión. En Mt 10, 5, Jesús ordena a los discípulos limitarse a la casa de
Israel, no emprender el camino de los gentiles (ἐθνῶν). Es a los judíos a
quienes son enviados (πορεύεσθε, πορευόμενοι) a predicar (κηρύσσετε), a
proclamar el mensaje. Después de Pentecostés los Apóstoles respetaron esa prioridad;
el primer discurso de Pedro va dirigido a los varones judíos (Hech 2, 14, ἄνδρεςἸουδαῖοι),
a los Ἰσραηλῖται, v. 22: ustedes sus hijos; a los ἀδελφοί, v. 29:
hermanos, que son los judíos. Pero también se señala la apertura a los que
están lejos (εἰςμακράν), un horizonte indicado por el Señor nuestro Dios,
a los que él quiera convocar (2, 39: προσκαλέσηται). Notemos que
iglesia, ἐκκλησία, significa asamblea, convocación (del verbo ἐκκαλέω,
llamar, invitar). San Pablo, en Rom 11, 25 evoca el gran misterio de la
historia de la salvación: la ceguera aconteció en una parte de Israel
hasta que entrara la plenitud de los gentiles – τὸπλήρωματῶνἐθνῶν- y
entonces todo Israel se salvará. Una parte, porque otra, la que cree
en el Mesías, se hace Iglesia.
El Apóstol aplica al
caso un texto del Trito-Isaías: el Señor borrará los pecados de su pueblo y
hará una alianza nueva (Is 59, 20.21). Con toda razón llama a ese hecho μυστήριον,
obra inescrutable de la Providencia de Dios. En su primer viaje fundó la
comunidad de Antioquía de Pisidia; allí por primera vez los discípulos fueron
llamados cristianos – Χριστιανούς. En Hech 13, 44 el autor registra la
predicación de Pablo y Bernabé en la sinagoga de la ciudad dos sábados
seguidos; en la primera oportunidad los siguieron muchos judíos. Al sábado
siguiente concurrió casi toda la ciudad, pero los judíos, que eran una
multitud, resistieron a la predicación. Pablo les dijo entonces: A ustedes
teníamos que anunciarles la Palabra de Dios, pero ya que se consideran indignos
de la vida eterna, nos pasamos a los gentiles: στρεφόμεθαεἰςτὰἔθνη; estos
se alegraron, mientras que los judíos suscitaron una persecución contra los dos
apóstoles. Por eso, Pablo y Bernabé realizaron el signo característico de
ruptura definitiva: sacudieron el polvo de esa ciudad que se les había adherido
a los pies. En su segundo viaje apostólico Pablo fue acompañado por Timoteo. En
Tróade, una ciudad ubicada a unos 40 kilómetros de la legendaria Troya, tuvo un
sueño en el cual un varón macedonio le rogaba: pasa a Macedona y ayúdanos (Hech
16, 9); ellos comprendieron que Dios los llamaba a evangelizar Grecia.
Los datos recogidos
señalan el tránsito de la Ecclesia ex iudaeis a la Ecclesia ex
gentibus. A lo largo de la historia, nuevos gentiles, otras naciones paganas
fueron, y aún están, integrándose a la Iglesia. Esa es la misión: hacer que
todos crean en Cristo, y haciéndolo alcancen la salvación.
Dedico ahora unas
consideraciones más breves al texto de Marcos. El segundo Evangelio concluía
abruptamente con el anuncio de un joven vestido de blanco -16, 5: νεανίσκον… περιβεβλημένονστολὴνλευκήν-
a las mujeres, de la resurrección de Jesús. Se lo completó posteriormente con
un final que ha sido reconocido por la Iglesia como canónico. El mandato
misionero está expresado en estos términos: Vayan por todo el mundo y
anuncien la Buena Noticia a toda la creación – πάσῃτῇκτίσει. El
que crea y se bautizare, se salvará; el que no crea, se condenará (Mc 16,
15-16). Como en el texto de Mateo, se trata de ir – πορευθέντες-
pero aquí se habla solamente de predicar: κηρύξατε, es decir, de proclamar
el mensaje –κήρυγμα- al que se debe responder con la fe. Salvarse – σωθήσεται-
y condenarse – κατακριθήσεται- son los dos destinos del hombre, según haya
creído – πιστεύσας- y recibido el bautismo – πιστεύσας- o no haya
prestado fe – πιστεύσας- a la Palabra que se le ha dirigido. Ir, es
decir salir, es lo que los Once hicieron (ἐξελθόντες; el verbo es ἐξέρχομαι,
y significa salir de un lugar, de un país: ἐξ). Según Marcos debían ir a
toda la creación, al mundo entero –εἰςτὸνκόσμονἅπαντα-; la predicación
apostólica llegó a todas partes –πανταχοῦ-, a todos los puntos de la tierra, se
hizo oír en otros sitios. Esta redacción marcana del mandato misionero subraya
el universalismo, propio de una Iglesia ya formada por fieles que proceden
mayormente de la gentilidad.
El soberano de cielo
y tierra promete a sus apóstoles acompañarlos, estar con ellos todos los días
–Mt 28, 20: πάσαςτὰςἡμέρας- hasta el fin de este eón –ἕωςτῆςσυντελείαςτοῦαἰῶνος-. Αἰώνdesigna
al tiempo, a la totalidad de la historia; συντέλειαsignifica acabamiento,
realización plena, consumación, lo que ocurrirá con la segunda venida del
Señor; hasta entonces, con todas las vicisitudes posibles, pensables e
impensadas, se extenderá la misión eclesial. Según el final de Marcos, el
Señor, el Κύριος, que está sentado a la derecha de Dios, coopera con sus
predicadores, obra con ellos –συνεργοῦντος- y confirma con signos –σημεία- la
Palabra.
Los apóstoles
recorrieron innumerables caminos llevando la Verdad de Cristo. Pablo señala en
Rom 15, 19 la geografía de su predicación: Desde Jerusalén y sus
alrededores hasta Iliria, he llevado a su pleno cumplimiento –πεπληρωκέναι- el
Evangelio de Cristo. Dios cooperaba con sus predicadores, pero ellos,
cumpliendo la misión apostólica, fueron cooperadores –συνεργοί- de Dios (1 Cor
3, 9). Desde el comienzo, la misión eclesial incluyó siempre la necesidad de
combatir los errores. Baste al respecto la cita de 2 Tim 4, 1-5: «Yo te conjuro
–dice Pablo a su discípulo y colaborador- delante de Dios y de Cristo Jesús,
que ha de juzgar a vivos y muertos, y en nombre de su Manifestación –ἐπιφάνειαν-
y de su Reino –βασιλείαν-: proclama la palabra de Dios, insiste con ocasión o
sin ella, arguye, reprende, exhorta, con paciencia incansable y con afán de
enseñar. Porque llegará el tiempo –καιρός: momento conveniente u oportuno,
ocasión dispuesta por la Providencia- en que los hombres no soportarán más la
sana doctrina; por el contrario, llevados por sus inclinaciones –ἐπιθυμίας,
concupiscencias, propensiones perversas- se procurarán una multitud de maestros
que les halaguen los oídos, y se apartarán de la verdad –ἀληθείας- para
escuchar cosas fantasiosas –mitos, μύθους-. Tú, en cambio, vigila
atentamente, soporta todas las pruebas, realiza tu tarea como predicador del
Evangelio –ἔργον εὐαγγελιστοῦ, obra de evangelista o evangelizador- cumple
a la perfección tu ministerio, tu servicio» –διακονίαν-. El conjuro es un ruego
encarecido, que exige de la otra parte un juramento; el verbo empleado en 2 Tim
4, 1 es Διαμαρτύρομαι, que implica una cierta protesta tomando a Dios por
testigo; se trata entonces de un encargo solemnísimo, innegable oficio del
obispo, que es un vigía.
Los mitos agitados y
difundidos con la pretensión de sofocar o reemplazar la Verdad, son recurrentes
en la historia de la Iglesia; en el momento actual, de crisis, de nocturnidad
eclesial, circulan impunemente. El Cardenal Robert Sarah, Prefecto de la
Congregación del Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, esclarece
esta situación en su reciente libro Le soir approche et déjà le jour
baisse (Se acerca la noche y ya cae el día). La crisis de la teología
enmascara –como él dice- una crisis del clero, una crisis de fe; en gran medida
esta situación, que se proyecta negativamente en la cultura, se relaciona con
una pérdida de la identidad de la misión de la Iglesia. En el siglo XX esta se
vio alterada, en los primeros años, por el movimiento modernista, contra el
cual reaccionó San Pío X en su encíclica Pascendi dominici gregis, y en el
decreto Lamentabili sane exitu; décadas más tarde, orientaciones
teológicas impacientes, aventuradas, fueron señaladas por Pío XII en la
encíclica Humani generis (1950). Esas corrientes reflotaron con
ocasión del Concilio Vaticano II. Jacques Maritain, en su libro El
campesino del Garona evocó, recién concluida la gran Asamblea
Ecuménica, la fiebre neomodernista sumamente contagiosa, al menos en los
círculos llamados ‘intelectuales’, en comparación con la cual el modernismo de
tiempos de Pío X fue un modesto catarro… esta descripción nos ofrece el cuadro
de una especie de apostasía ‘inmanente’ que estaba en preparación desde hacía
años y cuya manifestación fue acelerada por ciertas esperanzas oscuras de las
partes bajas del alma que se levantaron aquí y allá con ocasión del Concilio.
La apelación mentirosa a un cierto Espíritu del Concilio inspiró toda
clase de atentados contra la fe, la liturgia, la moral y la espiritualidad
católicas. Pablo VI en los últimos diez años de su pontificado, combatió contra
ese pretendido espíritu en documentos de envergadura, en numerosos discursos, y
en sus catequesis semanales. Resulta asombroso que más de cincuenta años
después no faltan quienes proponen al Concilio de los Papas Juan y Pablo como
un modelo de revolución de la teología, de pensamiento de los creyentes y de la
cultura de la humanidad.
¿Cómo se concebía en
esos ambientes así apartados de la tradición católica la misión de la Iglesia?
Como apertura al mundo, se decía; entendamos bien: como mundanización y
entrega a los errores del siglo y de una cultura descristianizada,
deshumanizada. Esto se hacía ¡en nombre de la grandeza del hombre! Sin la
certeza de la identidad de la fe y de la misión era imposible asumir la aspiración
conciliar a abrirse confiadamente a cuanto hay de positivo en el mundo moderno.
El lúcido y valiente cardenal africano recuerda: «en muchos católicos hubo una
apertura al mundo sin filtros ni frenos, es decir, apertura a la mentalidad
moderna dominante, al mismo momento que se cuestionaban las bases del depositun
fidei, que para un gran número ya no eran más claras». Análogamente a la
imposición del mito de la apertura al mundo, hoy día se habla de Iglesia
en salida, pero esta salida se diferencia radicalmente de la que protagonizaron
los apóstoles; es una salida que deja atrás la identidad; el eslogan
implica una interpretación relativista y pragmática de la doctrina y de la
misión. ¡Ojalá la Iglesia, sacudiendo toda modorra, se ponga en una
salida apostólica que en favor de nuestros contemporáneos disipe, desmonte, los
mitos que los seducen y que los esclarezca con la luz de Cristo!
Los errores
doctrinales, los acomodos y omisiones, implican un despiste en la misión de la
Iglesia, que tiende inevitablemente a una reformulación según esas situaciones.
En tales casos la misión se corre de su centro, que es la primacía de Dios y
del orden sobrenatural; en el plano práctico, el de la acción evangelizadora,
sobreviene la agitación desordenada, o bien la parálisis. Esto sobreviene
singularmente cuando se pretende, con recursos y criterios puramente humanos,
emprender una reforma de la Iglesia ignorando la analogía de su Gran Tradición.
Georges Bernanos escribió concisamente: la Iglesia no necesita
reformadores, sino santos.
En el siglo XX se
sucedieron intentos ideologizados. El Concilio presentó a la Iglesia como
pueblo de Dios, en términos bíblicos y teológicos: un pueblo que tiene por
cabeza a Cristo, en cuyos miembros habita el Espíritu Santo, que profesa el
mandamiento del amor, cumplido mediante la gracia de la caridad, y que procura
como fin dilatar el Reino de Dios (Lumen Gentium, 9). La elaboración de
una teología del pueblo, prescindiendo de esos datos de la fe, se inspiró
en la filosofía kantiana y en la dialéctica hegeliana: redujo aquella realidad
teologal al orden sociopolítico, e identificó a la Iglesia con determinadas
categorías sociales; los pobres, ya no considerados como los anawim de
la Sagrada Escritura, resultaron identificados como miembros de un movimiento
populista enfrentado dialécticamente con otros sectores o clases. La salvación
fue presentada como una liberación temporal, histórica; era inevitable entonces
una infiltración marxista en los ambientes católicos, como ocurrió en la
Argentina en los años 60 y 70 de la pasada centuria, con su secuela de sangre y
de muerte. Surgió, también, como alternativa una teología y una pastoral
populista, identificada de algún modo en el espectro político de entonces
como de derecha; en ambos casos se operó una reducción sociocultural de la
auténtica realidad eclesial.
En los años 80
prevaleció la moda new age con sus divagaciones teilhardianas y
mundialistas, que hizo prosélitos especialmente en la burguesía más o menos
acomodada. Muchos ámbitos eclesiales experimentaron gran confusión, recubierta
de una vaga religiosidad ecumenista. Estoy pensando en mi país, pero fenómenos
análogos se registraron en otras latitudes. Con todo, el largo pontificado de
Juan Pablo II rescató para muchísimos fieles la identidad católica y el empeño
de proyectarla en la cultura, según el pensamiento y la abundante enseñanza del
Magno pontífice.
Para acercarnos a un
diagnóstico de la situación presente, me parece oportuno partir de la por
justas razones célebre lección de Benedicto XVI en la Universidad de Ratisbona,
del 12 de septiembre de 2006. En esa oportunidad, el Papa Ratzinger trazó el
itinerario de la deshelenización del cristianismo, que comenzó con la Reforma
Protestante. La última etapa es la pretensión de una nueva inculturación del
cristianismo, de la fe cristiana, en las culturas extrabíblicas del extremo
oriente, como si este operativo fuera posible sin desmedro de la identidad
eclesial y de su misión. En realidad, desde hacía décadas, algunos centros de
espiritualidad venían experimentando la fascinación del budismo y su mística de
la nada, en lugar de beber del propio pozo, de las numerosas versiones
históricas –y ortodoxas, orientales y occidentales- de la vivencia del mystérion (μυστήριον).
Algunas posiciones
más recientes postulan, como lo he indicado antes, el carácter revolucionario
del Vaticano II, y proponen como nueva meta la realización de un humanismo
nuevo que permita al ahombre confundido de nuestros días hallarse a sí mismo.
Pero ¿cómo podría lograrlo al margen de Cristo, del Cristo de la tradición
católica, único salvador universal? Circula otra vez la utopía de una
revolución permanente, en virtud de la cual se estaría viviendo un cambio de
época que tornaría imprescindible la redefinición de los modelos de desarrollo
global. El Papa Francisco nos invita, como una necesidad imperiosa, a llegar
allí donde se gestan los nuevos relatos y paradigmas (Veritatis gaudium,
4). Es este precisamente el propósito de una evangelización de la cultura:
llevar a esos centros dinámicos la Verdad de Cristo, y con ella una visión
completa del hombre y de la sociedad, para instaurar el orden temporal de
tal forma… que se ajuste a los principios superiores de la vida cristiana (Apostolicam
actuositatem, 7). Así lo encomendaba el Concilio a los fieles laicos.
La falsa gnosis ha
sido una tentación permanente en la historia de la Iglesia desde el siglo II,
cuando San Ireneo de Lyon la refutó en su Adversus haereses considerándola
una herejía. Se trata en la gnosis de fraguar una especie de conocimiento
superior al de la fe; en las propuestas actuales recoge las parcialidades de
las diversas religiones y culturas, una amalgama en la cual entra también como
elemento un nuevo diseño, una nueva interpretación del cristianismo. El nuevo
humanismo que se postula es, en realidad, una nueva religión. El diálogo
interreligioso e intercultural, si esa tendencia se impone, debería renunciar a
la meta de una evangelización para la conversión de todos a la Verdad
cristiana; debería orientar las coincidencias logradas a procurar el cuidado de
la naturaleza, la promoción temporal de los pobres, la lucha contra el
calentamiento global y la aspiración a la fraternidad universal. Propósitos
laudables todos estos, pero secundarios en la misión eclesial. El problema más
grave es que en esa posición inmanentista se abandona, siquiera implícitamente
la pretensión cristiana de poseer la Verdad, y por consiguiente también se deja
de lado el amor intrépido para llevarla en su pura identidad a todos los
hombres. No es por este ideal rebajado por lo que han muerto y mueren
los mártires. Además, ¿qué pensarían de todo esto los Once?
Otra realidad
eclesial hodierna es una insistencia unilateral en la alegría para describir la
identidad cristiana y el testimonio que debemos ofrecer al mundo. Sin duda, se
trata de un valor muy bello, al cual se refiere con distintos nombres San Pablo
en sus cartas. Pero el discurso cristiano no puede olvidarse de la cruz; más
aún ese discurso es centralmente la Palabra de la cruz –Ὁλόγοςγὰρὁτοῦσταυρου(1
Cor 1, 18)-, testimonio de Cristo crucificado, escándalo y locura para el
mundo, pero fuerza de Dios –δύναμις- para quienes aspiramos a la salvación ¡Que
no se vacíe la cruz de Cristo: ἵνα μὴκενωθῇ, ib. 17! Disimular su
centralidad impide reconocer la centralidad de la resurrección, de la gloria,
de la verdadera alegría. Recuerdo ahora un caso histórico de disimulo,
protagonizado por Matteo Ricci, el jesuita matemático y cartógrafo italiano del
siglo XVI, que fue misionero en China. Se cuenta que para facilitar a
los nativos la adoración de la cruz, colocaba delante de ella una estatua de
Buda. ¡Simpático caso de restricción mental en acción!
Llama asimismo la
atención la inspiración masónica de aquellos postulados que he referido: la
misión de la Iglesia sería esforzarse para ensanchar las fronteras de la
conciencia universal de la humanidad y de una fraternidad fundada en esa
conciencia, no, al parecer, en la extensión a todos del agápe (ἀγάπη)
de Dios, por el cual todos los hombres somos sus hijos. Salga o no salga
del clóset, la penetración masónica en la Iglesia es de vieja data.
La Iglesia ha
desarrollado una amplia enseñanza social; su elaboración moderna fue
explicitándose a partir de la encíclica Rerum novarum, de León XIII
(1891). Por iniciativa de Juan Pablo II, el Pontificio Consejo de Justicia y
Paz publicó, en 2004, el Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia,
una doctrina que, como se dice al comienzo de esa obra, tiene una profunda
unidad, que brota de la Fe en una salvación integral, de la Esperanza en una
justicia plena, de la Caridad que hace a todos los hombres verdaderamente
humanos en Cristo (nº 3). El Catecismo de la Iglesia Católica expresa
sobre el sentido de esa enseñanza social: Cuando cumple su misión de
anunciar el Evangelio (la Iglesia) enseña al hombre, en nombre de
Cristo, su dignidad propia y su vocación a la comunión de las personas, y le
descubre las exigencias de la justicia y la paz, conformes a la sabiduría
divina (nº 2419).
¿Ha cambiado la
misión de la Iglesia? Al particular podemos aplicar lo que en su Conmonitorio
Primero escribió San Vicente de Lerins acerca del desarrollo de la
doctrina católica; ese desarrollo o evolución se caracteriza por su homogeneidad:
es siempre la misma y siempre actual, procede en el mismo dogma, el mismo
sentido y la misma afirmación. La heterogeneidad es la señal del error, de la
herejía. Cito el nº 24 de esa obra: las novedades concernientes a los
dogmas, cosas y opiniones contrarias a la tradición y a la antigüedad, así como
su aceptación, implicaría necesariamente la violación de la fe de los Santos
Padres… recibir y seguir las novedades profanas en las expresiones no fue
nunca costumbre de los católicos y sí de los herejes. Si el movimiento de salida eclesial
fuera alejamiento de la naturaleza y misión de la Iglesia, de su identidad –es
imposible que toda la Iglesia lo haga- la katholiké (κᾰθολῐκή)
dejaría de ser lo que es.
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