En nuestros días, el tema de la dignidad del hombre se aborda a menudo,
y con toda razón, pues tiene gran importancia. Sin embargo, no siempre se pone
de relieve la base más profunda de esa dignidad, olvidándose con demasiada
frecuencia que la grandeza del hombre reside en su vocación divina. Dios,
infinitamente perfecto y bienaventurado en sí mismo, creó al hombre por pura
bondad, para hacerle participar eternamente de su vida de amor. Pero esa
relación íntima y vital que une al hombre con Dios es ignorada o rechazada por
muchos de nuestros contemporáneos, que organizan su vida como si Dios no
existiera, o llegando incluso a negar su existencia (ateísmo).
La Iglesia, fiel a la verdad sobre Dios
y sobre el hombre, reprueba el ateísmo, puesto que contradice la razón y la
experiencia común. Sus enseñanzas explican que, cuando faltan el apoyo de la fe
en Dios y la esperanza de la vida eterna, la dignidad del hombre se reduce
gravemente, quedando insolubles el enigma de la vida y de la muerte, el de la
culpa y el del sufrimiento, de tal modo que, con demasiada frecuencia, los
hombres caen en la desesperación. La Iglesia sabe que su mensaje está en
consonancia con la verdad y con el fondo secreto del corazón humano, y que
devuelve la esperanza a quienes ya no creen en la grandeza de su destino; más
allá de ese mensaje, nada puede colmar el corazón del hombre: «Nos has hecho
para ti, Señor, y nuestro corazón no conoce ningún reposo hasta que halla su
reposo en ti» (San Agustín).
Presencia discreta pero vital
Frente al ateísmo, la Iglesia afirma que
el hombre, mediante la luz natural de su inteligencia, razonando a partir de
las cosas creadas, puede conocer con certeza la existencia de Dios, principio y
fin de todas las criaturas (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 36).
Efectivamente, tanto el mundo como el hombre dan testimonio, mediante su
carácter transitorio y sus limitaciones, de que en ellos mismos no poseen ni su
principio inicial ni su fin último. Así pues, debe existir necesariamente una
realidad que es la causa primera y el fin último de todo, el Ser sin origen y
sin final al que llamamos Dios. Pero, a menudo, al hombre contemporáneo le
impresionan más los testimonios vividos que las disertaciones doctrinales; por
eso precisamente los ejemplos vivos, y en especial el de los contemplativos,
resultan a veces el remedio más eficaz contra el ateísmo. Por tanto, es
importante aprender «a reconocer el carisma y la función específica de los
contemplativos, su discreta pero vital presencia y su silencioso testimonio,
que constituye un llamamiento a la oración y a la verdad de la existencia de
Dios» (Instrucción Verbi sponsa; Congregación para los Institutos
de Vida Consagrada, 13 de mayo de 1999, 8).
El 10 de mayo de 1998, el Papa Juan
Pablo II beatificaba a la Madre Maravillas de Jesús, carmelita fallecida en
1974, que «vivió animada por una fe heroica, en respuesta a una vocación
austera, situando a Dios en el centro de su existencia... Su vida y su muerte
son un elocuente mensaje de esperanza para el mundo, que tanto necesita de
valores y que con tanta frecuencia es tentado por el hedonismo, por la
facilidad y por la vida sin Dios» (Homilía de la beatificación).
Maravillas nace en Madrid el 4 de
noviembre de 1891. Su madre, en quien destacan su caridad, prudencia y viva
inteligencia, es una gran devota de la Virgen de las Maravillas, patrona de
Cehegín (en el sur de España), de donde es originaria su familia. Su padre,
marqués de Pidal, es embajador de España en la Santa Sede. Como cristiano
ferviente y de profunda humildad, pone al servicio de la religión y de la
patria las elevadas cualidades morales e intelectuales con las que Dios le ha
dotado.
Maravillas escucha de buen grado las
vidas de los santos que su abuela materna le cuenta. Desde los 5 años de edad,
conmovida por el ejemplo de santa Inés, que se había consagrado por entero a
Jesucristo mediante el voto de castidad, Maravillas se decide a hacer lo mismo.
Ese «voto» de virginidad es fruto de una gracia especial de Dios. En 1939, la
Madre Maravillas escribirá a su confesor: «Recibí la gracia de la vocación al
mismo tiempo que el uso de razón, y percibía tan claramente la llamada del
Señor que estaba tan decidida a ser monja como lo estoy ahora; al respecto, no
he tenido ni la más pequeña sombra de duda durante toda mi vida».
Pero la niña no es perfecta y le gusta
recibir cumplidos. «En una ocasión, nos cuenta, me encontré con unas personas
cuya opinión apreciaba mucho, pues sabía que iba siempre a mi favor; al
despedirme de ellas me regocijaba de esos pensamientos, pero enseguida oí
nítidamente en mi interior: «Y a mí me tuvieron por loco». Aquellas palabras
(de Jesús) tuvieron tanta mella en mi alma que, en adelante, todos aquellos
vanos deseos se tornaron en éste tan intenso de ser despreciada que tengo desde
entonces». Sin embargo, no habría que considerar a Maravillas como una niña
melancólica; al contrario: expande alegría, gusta de los juegos animados,
incluso violentos y peligrosos. Cuando, junto con su hermano y su hermana,
lanzan su grito de combate «¡Esto es la guerra!», toda la casa se pone a
temblar.
El 19 de diciembre de 1913, el marqués
de Pidal abandona este mundo para la eternidad, siguiéndole poco tiempo después
la abuela de Maravillas. Ella queda como el único apoyo moral de su madre, pero
la joven arde en deseos de entrar en el Carmelo. ¿Cuándo podrá ser? Un día de
1918, durante un paseo, su madre le pregunta de repente: «¿Sigues pensando lo
mismo, Maravillas?». Después de un silencio, la madre insiste: «Si no me
respondes ahora, no confíes que tenga el valor de preguntártelo de nuevo».
Entonces Maravillas le desvela su interés por la vida de carmelita. ¡El
Carmelo! Nunca hubiera imaginado una vida tan dura para su hija; sin embargo,
acepta. Así pues, el 12 de octubre de 1919, Maravillas entra en el Carmelo de
El Escorial, cerca de Madrid.
Del entusiasmo al abandono
Aquel mismo año de 1919, en el Cerro de
los Ángeles, centro geográfico de España, a catorce kilómetros de Madrid, el
rey Alfonso XIII inaugura una estatua monumental del Sagrado Corazón, Rey y
Protector divino del pueblo español. La afluencia y la piedad del pueblo son
impresionantes. Pero durante los meses siguientes, queda poco a poco en el
abandono, hasta el punto de convertirse en un lugar desierto e invadido por la
hierba. Es necesario esforzarse para subir al Cerro, y mucha gente se dirige a
lugares de peregrinación más accesibles.
Poco después de su noviciado, sor
Maravillas oye la llamada del Señor, que la incita a fundar un convento de
carmelitas en el Cerro de los Ángeles: «Quiero que en ese lugar, tú y las demás
almas elegidas por mi Corazón, construyáis una casa en la que pueda deleitarme.
Mi Corazón necesita ser consolado. Quiero que ese convento carmelita sea el
bálsamo que cure las heridas abiertas en mí por los pecadores. España será
salvada por la oración». Sor Maravillas confía la idea a la madre Josefa,
fundadora del Carmelo de El Escorial. La sorpresa de ésta es enorme cuando,
poco tiempo después, la madre Rosario de Jesús, subpriora, acude a hacerle una
confidencia parecida. Ante aquella doble llamada del Señor, la madre Josefa, de
acuerdo con la priora, pide consejo a sacerdotes de buen juicio. Todos conceden
su aprobación al proyecto, que el obispo de Madrid acoge también con gran
interés. El 19 de mayo de 1924, las cuatro primeras hermanas destinadas a la
fundación se instalan en una modesta casa de Getafe, muy cerca del Cerro, en
espera de que se construya el nuevo convento. El día 30, sor Maravillas hace su
profesión perpetua. Poco tiempo después, y a pesar de su resistencia, es
nombrada superiora. Ella, que deseaba ser la última, será superiora durante 48
años. Además, el 11 de octubre de 1925, recibe el cargo de maestra de novicias.
Cuando una postulante ingresa en el
Carmelo, la madre discierne inmediatamente si tiene verdadera vocación, dándose
cuenta desde las primeras semanas si, a pesar de la aflicción por haber dejado
a su familia, la postulante experimenta esa libertad interior incomprensible a
los ojos de quienes no la conocen. La Madre Maravillas, sencilla y natural,
inspira tanta confianza que todo se lo cuentan, siendo suficientes unas pocas
palabras suyas para transformar por completo las preocupaciones en esperanza y
en gozo, y conduciendo a las novicias por la vía contemplativa enseñada por
santa Teresa de Jesús en sus escritos, sobre todo en el Camino de
perfección, «Donde está dicho ¡y tan bien dicho!», comenta ella.
La vida contemplativa de clausura es
considerada por nuestros contemporáneos como inútil. «¿Por qué encerrarse
detrás de muros y rejas cuando se necesita tanto personal que se dedique a las
obras de caridad? Las restricciones impuestas por la clausura no son más que
trabas a la libertad humana. Lo único que hacen los contemplativos es
replegarse en una comodidad espiritual egoísta que convierte en estéril su
vida». Frente a esas objeciones, la Iglesia recuerda que la vida contemplativa
es una gracia singular y un don precioso de santidad, signo de la unión
exclusiva de la Iglesia-Esposa con su Señor, profundamente amado (cf. Juan
Pablo II, Exhortación apostólica Vita consecrata, 25 de marzo de
1996, 59).
Amarás
La tradición relaciona la vida
contemplativa con la oración de Jesús en un lugar solitario. El Hijo de Dios,
unido siempre al Padre, quiso tener momentos especiales de soledad y de oración.
El Espíritu Santo invita a la monja de clausura, esposa del Verbo hecho carne,
a compartir la soledad de Jesucristo y a vivir en recogimiento con Él en Dios.
De ese modo, puede observar en un grado eminente el primer mandamiento: Amarás
al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas
y con toda tu mente (Lc 10, 27). Además, la monja tiende a la
perfección de caridad eligiendo a Dios como lo único necesario, amándolo de un
modo exclusivo. El amor de Dios por los hombres es como el de un esposo hacia
su esposa, y el Hijo de Dios se presenta como el Esposo-Mesías que ha venido a
consumar las bodas de Dios con la humanidad (cf. Mt 22, 1-14). La vocación de
las monjas de clausura pone de manifiesto muy especialmente ese carácter
nupcial de la Iglesia, y su vida nos recuerda a todos la vocación principal del
hombre dirigiéndose al encuentro de Dios, para alcanzar la perfección en el
Cielo.
Para que pueda vivir únicamente con
Dios, en medio de la adoración y de la alabanza, resulta imprescindible que la
monja de clausura se encuentre libre de toda atadura, de toda agitación y de
toda distracción. Ese es el motivo de la clausura. De esa manera, al limitar
las ocasiones de contacto con el mundo exterior, la clausura elimina en gran parte
la dispersión resultante no solamente de una multiplicidad de imágenes, fuente
de ideas profanas y de vanos deseos, sino también de informaciones y emociones
que desvían de lo único necesario. Gracias a la clausura, la monja permanece en
un ambiente de paz y de santa unión con el Señor y con las demás hermanas. Por
eso el Papa Juan Pablo II decía el 7 de marzo de 1980: «Abandonar la clausura
significaría sacrificar lo más específico de una de las formas de vida
religiosa mediante las cuales la Iglesia manifiesta frente al mundo la
preeminencia de la contemplación sobre la acción, de lo eterno sobre lo
temporal».
La clausura favorece también la profunda
unión con la Pasión y la Resurrección de Cristo. Al elegir un lugar limitado
para vivir, las religiosas de clausura participan del anonadamiento de Cristo,
en medio de una pobreza que se manifiesta no solamente con la renuncia a las
cosas materiales, sino también al espacio, a las relaciones humanas y a
numerosos bienes. Además de la dimensión de sacrificio y de expiación, su
ofrenda adquiere igualmente el sentido de una acción de gracias al Padre, unida
a la acción de gracias de su Hijo bienamado. La vida en el claustro se nos
presenta de esa manera como un anuncio gozoso de la posibilidad que se ofrece a
todas las personas de vivir únicamente para Dios, en Cristo Jesús (cf.
Rm 6, 11).
Una extraña pregunta
Aunque estén separadas físicamente del
mundo, no por ello las monjas contemplativas dejan de transportar en su corazón
y en sus oraciones los sufrimientos de todos. Mediante esa perpetua
intercesión, su vida se hace sobrenaturalmente fecunda en frutos de gracias por
la salvación de las almas. El ejemplo de la Madre Maravillas puede ayudarnos a
comprenderlo. El 26 de octubre de 1926, junto a las demás hermanas, se instala
en el convento del Cerro, muy cerca del monumento al Sagrado Corazón. En 1931
empiezan los desórdenes sociales que desembocarán más tarde en la guerra civil,
al ser incendiados los conventos y las iglesias de Madrid. A pesar de los
peligros, la comunidad prosigue su vida con serenidad, intensificando las
oraciones y multiplicando los sacrificios. «Me resulta tan extraño que me
pregunten si estamos preocupadas o si tenemos miedo..., escribe la Madre
Maravillas. Creo que lo que pueda sucedernos a nosotras tiene muy poca
importancia, y que solamente la gloria de Dios la tiene... Lo que realmente
penetra en lo más íntimo de mi alma es ver tantas ofensas contra Dios, pero
entonces se ilumina en el fondo de mi alma una especie de amor silencioso, en
medio de la obscuridad, pero tan fuerte que a veces parece irresistible».
El 1 de mayo de 1936, un grupo armado
intenta asaltar el monasterio escalando sus muros. El alcalde de Getafe se
apresura a avisar a las carmelitas, y la Madre Maravillas lo recibe en el
locutorio. Aquel hombre, apodado «el ruso», es un militante comunista, pero la
madre sabe guardar una serenidad y una presencia de ánimo que le impresionan,
de tal modo que, en adelante, ayudará lo mejor que pueda a las hermanas. Los
combates llegan muy pronto al Cerro. Bajo el silbido de los obuses y el
crepitar de las ametralladoras, llega a sus oídos que muchos religiosos han
sido apresados y muertos. La madre propone a sus monjas que regresen para
refugiarse en el seno de sus familias, pero todas permanecen sin dudarlo en el
monasterio, aun a riesgo de recibir el martirio. El 22 de julio, los milicianos
(como se llamaba a uno de los grupos armados) ordenan a las carmelitas que
abandonen el Cerro, las cuales son recibidas con los brazos abiertos por las
ursulinas de Getafe. Desde allí, a través de un tragaluz, pueden ver el Cerro:
los milicianos, ayudados por una grúa, derriban la estatua del Sagrado Corazón
mientras profieren horribles blasfemias. Las religiosas sienten una profunda
pena, pero conservan la paz interior.
Amansado con la dulzura
Como quiera que la «guardia de honor» de
las carmelitas junto al Sagrado Corazón carece de razón de ser, ellas se
refugian en Madrid, donde, gracias a un sacerdote clandestino y a unos
abnegados laicos, reciben de vez en cuando la Eucaristía. Una noche, unos
hombres irrumpen en casa de las hermanas para hacer unas pesquisas. El jefe se
instala frente a la Madre Maravillas, apuntándole con una pistola. Tras haberla
abordado como un animal furioso, aquel hombre, que confesará más tarde haber
asesinado a más de dos mil personas en una cárcel clandestina, es alcanzado
poco a poco por la paz y la bondad de la madre, y acaba diciéndole lo
siguiente: «¡Madre, madre! Usted y yo no podemos enfadarnos», y todos se retiran
sin llevarse a las hermanas, contrariamente a lo que antes habían decidido.
La evacuación de Madrid se convierte
pronto en obligatoria. La madre consigue, aunque con grandes esfuerzos, que no
se separe a las carmelitas. Primero pasan a Francia y llegan a Lourdes, el 16
de septiembre de 1937. Quebradas de fatiga, pero ardientes de amor hacia Jesús
y María, permanecen allí veinticuatro horas antes de regresar a España, a la
zona «nacional», donde hay libertad para la Iglesia, en el convento de Las
Batuecas, no lejos de Salamanca. En medio de aquel oasis de verdor, gozan de un
precioso descanso. La madre pasa el tiempo en labores de restauración de los
lugares, en la oración y en el cuidado de sus hijas. Aparentemente, lo único
que destaca es su ecuanimidad de carácter, su constante serenidad y su
solicitud hacia todas. Sin embargo, las hermanas se extrañan de la actitud del
padre Florencio, confesor de la comunidad, quien manifiesta una gran dulzura y
condescendencia hacia todas, pero se muestra más bien duro con respecto a la
madre, e incluso a veces francamente desagradable. La razón de aquella conducta
quedará de manifiesto, después de la muerte de la madre, mediante cartas y
notas de conciencia que el padre había conservado como si de un tesoro se
tratara. Deseosa de sufrir por Jesús, de participar en su Pasión y en las
dolorosas humillaciones que Él recibió por nuestra salvación, la madre escribía
lo siguiente a su confesor: «Le escribo para pedirle, de todo corazón y por el
amor de Dios, que haga uso conmigo de la mayor severidad posible, que nunca me
conceda lo que pueda desear, que me desprecie delante de las hermanas y en
ausencia de ellas, que me colme con las mayores amarguras... ¡Estoy sedienta de
todo ello!».
En 1939, acabada ya la guerra civil, se
produce el regreso al «Cerro de los Ángeles». El monumento ha sido demolido y
el convento resulta inhabitable, pero la madre y las hermanas se instalan a
pesar de todo. A petición del obispo del lugar, un grupo de carmelitas se queda
en Las Batuecas; la separación que de ello se deriva resulta desgarradora para
las hermanas, pero todas aceptan de buen grado la sagrada voluntad de Dios
manifestada por el prelado. La paz ocasiona un excepcional florecimiento de las
vocaciones, fruto de los sufrimientos ofrecidos durante los años difíciles. Las
fundaciones de carmelitas se sucederán a un ritmo sorprendente: en primer lugar
Mancera de Abajo (1944), después Duruelo (1947), lugar santificado por San Juan
de la Cruz; más tarde Arenas de San Pedro (1954), San Calixto (1956), Aravaca,
cerca de Madrid (1958) y La Aldehuela (1961), sin contar las restauraciones de
«La Encarnación de Ávila» y del Carmelo de El escorial, el traslado de Las
Batuecas, cedido a los padres carmelitas, a Cabrera, y el refuerzo del Carmelo
de Cuenca, en Ecuador.
A partir de 1961, la Madre Maravillas de
Jesús vive habitualmente oculta en el convento de La Aldehuela. Sus numerosos
trabajos la han agotado y, el 7 de noviembre de 1962, sufre una primera crisis
cardiaca. Consigue reponerse, pero su organismo se resiente. Paradójicamente, a
medida que declinan sus fuerzas físicas, su actividad al servicio del prójimo
parece intensificarse. Sentada ante su mesa de trabajo, o en el locutorio, se
desvela por todo el mundo: ayuda a diversos conventos de carmelitas, tanto
femeninos como masculinos, alienta las vocaciones de seminaristas, suscita la
creación de colegios o apoya los esfuerzos por socorrer a un barrio pobre;
además, poco antes de morir, ofrece lo necesario para edificar una clínica
destinada a recibir a las religiosas contemplativas enfermas, y agrupa sus
monasterios en una Asociación de ayuda mutua espiritual y material.
Una vida desbordante
Las obras de la Madre Maravillas son
como el desbordamiento de su vida interior, y brotan de su intimidad con Dios,
de su abandono en su voluntad. En medio de su característico recogimiento,
habla a solas con Dios, de tal manera que el amor de su corazón puro intercede
eficazmente ante Él. Porque la vida de clausura ayuda poderosamente a adquirir
la pureza de corazón, mediante la cual los religiosos contemplativos se
convierten en una misteriosa fuente de fecundidad apostólica y de bendición
para la comunidad cristiana y para el mundo entero. «En verdad, escribe San
Juan de la Cruz, una brizna de amor puro es más precioso ante el Señor y de
mayor provecho para la Iglesia que todas las demás obras juntas». Por su parte,
Cecilia Bruyère (1845-1909), primera abadesa de las monjas de Solesmes (pueblo
del noroeste de Francia), escribía lo siguiente: «Si nuestros ojos pudieran
contemplar lo invisible se percatarían de que las almas poseen una influencia
proporcional: cuanto más se elevan más lejos alcanza su influencia, de tal modo
que su poder se expande con una energía que guarda relación con su proximidad a
Dios. Su naturaleza no cambia, pero del mismo modo que un objeto se calienta al
aproximarse al fuego, y resplandece también con mayor amplitud, así también
sucede con el alma con motivo de su proximidad al fuego de Dios» (La vida
espiritual y la oración). Por eso, «lo más importante de todo para los
intereses de la Santa Iglesia y de la gloria de Dios es que las almas
verdaderamente contemplativas se multipliquen sobre la tierra. Ellas son el
resorte escondido y el motor que impulsa en la tierra todo lo que significa la
gloria de Dios, el reino de su Hijo y el cumplimiento de la divina voluntad (ibíd.)».
El 27 de octubre de 1972, una nueva
crisis cardiaca abate a la Madre Maravillas. Pero, gracias a los cuidados de
sus hijas y a los desvelos de los médicos, sobrevive hasta 1974, conservando
toda la lucidez de su mente para orientar, aconsejar y mantenerse habitualmente
en oración. Al igual que toda su vida, al igual que sus palabras, al igual que
su dulce y penetrante manera de actuar, sus últimos momentos en este mundo son
de una extrema sencillez, durmiéndose apaciblemente en el Señor el 11 de
diciembre de 1974.
La Beata Madre Maravillas gustaba de
decir: «Lo único que debemos hacer es dejarnos llevar por la amorosísima
Providencia de Dios. Veréis que todo se arregla; confiad plenamente en el
Señor». Es la gracia que le pedimos a San José, para usted y para todos sus
seres queridos.
Dom
Antoine Marie osb
Publicado por la Abadía San José de Clairval en: www.clairval.com
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