miércoles, 11 de diciembre de 2019

Las obras de Santa Maravillas de Jesús son como el desbordamiento de su vida interior



En nuestros días, el tema de la dignidad del hombre se aborda a menudo, y con toda razón, pues tiene gran importancia. Sin embargo, no siempre se pone de relieve la base más profunda de esa dignidad, olvidándose con demasiada frecuencia que la grandeza del hombre reside en su vocación divina. Dios, infinitamente perfecto y bienaventurado en sí mismo, creó al hombre por pura bondad, para hacerle participar eternamente de su vida de amor. Pero esa relación íntima y vital que une al hombre con Dios es ignorada o rechazada por muchos de nuestros contemporáneos, que organizan su vida como si Dios no existiera, o llegando incluso a negar su existencia (ateísmo).

La Iglesia, fiel a la verdad sobre Dios y sobre el hombre, reprueba el ateísmo, puesto que contradice la razón y la experiencia común. Sus enseñanzas explican que, cuando faltan el apoyo de la fe en Dios y la esperanza de la vida eterna, la dignidad del hombre se reduce gravemente, quedando insolubles el enigma de la vida y de la muerte, el de la culpa y el del sufrimiento, de tal modo que, con demasiada frecuencia, los hombres caen en la desesperación. La Iglesia sabe que su mensaje está en consonancia con la verdad y con el fondo secreto del corazón humano, y que devuelve la esperanza a quienes ya no creen en la grandeza de su destino; más allá de ese mensaje, nada puede colmar el corazón del hombre: «Nos has hecho para ti, Señor, y nuestro corazón no conoce ningún reposo hasta que halla su reposo en ti» (San Agustín).


Presencia discreta pero vital

Frente al ateísmo, la Iglesia afirma que el hombre, mediante la luz natural de su inteligencia, razonando a partir de las cosas creadas, puede conocer con certeza la existencia de Dios, principio y fin de todas las criaturas (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 36). Efectivamente, tanto el mundo como el hombre dan testimonio, mediante su carácter transitorio y sus limitaciones, de que en ellos mismos no poseen ni su principio inicial ni su fin último. Así pues, debe existir necesariamente una realidad que es la causa primera y el fin último de todo, el Ser sin origen y sin final al que llamamos Dios. Pero, a menudo, al hombre contemporáneo le impresionan más los testimonios vividos que las disertaciones doctrinales; por eso precisamente los ejemplos vivos, y en especial el de los contemplativos, resultan a veces el remedio más eficaz contra el ateísmo. Por tanto, es importante aprender «a reconocer el carisma y la función específica de los contemplativos, su discreta pero vital presencia y su silencioso testimonio, que constituye un llamamiento a la oración y a la verdad de la existencia de Dios» (Instrucción Verbi sponsa; Congregación para los Institutos de Vida Consagrada, 13 de mayo de 1999, 8).

El 10 de mayo de 1998, el Papa Juan Pablo II beatificaba a la Madre Maravillas de Jesús, carmelita fallecida en 1974, que «vivió animada por una fe heroica, en respuesta a una vocación austera, situando a Dios en el centro de su existencia... Su vida y su muerte son un elocuente mensaje de esperanza para el mundo, que tanto necesita de valores y que con tanta frecuencia es tentado por el hedonismo, por la facilidad y por la vida sin Dios» (Homilía de la beatificación).

Maravillas nace en Madrid el 4 de noviembre de 1891. Su madre, en quien destacan su caridad, prudencia y viva inteligencia, es una gran devota de la Virgen de las Maravillas, patrona de Cehegín (en el sur de España), de donde es originaria su familia. Su padre, marqués de Pidal, es embajador de España en la Santa Sede. Como cristiano ferviente y de profunda humildad, pone al servicio de la religión y de la patria las elevadas cualidades morales e intelectuales con las que Dios le ha dotado.

Maravillas escucha de buen grado las vidas de los santos que su abuela materna le cuenta. Desde los 5 años de edad, conmovida por el ejemplo de santa Inés, que se había consagrado por entero a Jesucristo mediante el voto de castidad, Maravillas se decide a hacer lo mismo. Ese «voto» de virginidad es fruto de una gracia especial de Dios. En 1939, la Madre Maravillas escribirá a su confesor: «Recibí la gracia de la vocación al mismo tiempo que el uso de razón, y percibía tan claramente la llamada del Señor que estaba tan decidida a ser monja como lo estoy ahora; al respecto, no he tenido ni la más pequeña sombra de duda durante toda mi vida».

Pero la niña no es perfecta y le gusta recibir cumplidos. «En una ocasión, nos cuenta, me encontré con unas personas cuya opinión apreciaba mucho, pues sabía que iba siempre a mi favor; al despedirme de ellas me regocijaba de esos pensamientos, pero enseguida oí nítidamente en mi interior: «Y a mí me tuvieron por loco». Aquellas palabras (de Jesús) tuvieron tanta mella en mi alma que, en adelante, todos aquellos vanos deseos se tornaron en éste tan intenso de ser despreciada que tengo desde entonces». Sin embargo, no habría que considerar a Maravillas como una niña melancólica; al contrario: expande alegría, gusta de los juegos animados, incluso violentos y peligrosos. Cuando, junto con su hermano y su hermana, lanzan su grito de combate «¡Esto es la guerra!», toda la casa se pone a temblar.

El 19 de diciembre de 1913, el marqués de Pidal abandona este mundo para la eternidad, siguiéndole poco tiempo después la abuela de Maravillas. Ella queda como el único apoyo moral de su madre, pero la joven arde en deseos de entrar en el Carmelo. ¿Cuándo podrá ser? Un día de 1918, durante un paseo, su madre le pregunta de repente: «¿Sigues pensando lo mismo, Maravillas?». Después de un silencio, la madre insiste: «Si no me respondes ahora, no confíes que tenga el valor de preguntártelo de nuevo». Entonces Maravillas le desvela su interés por la vida de carmelita. ¡El Carmelo! Nunca hubiera imaginado una vida tan dura para su hija; sin embargo, acepta. Así pues, el 12 de octubre de 1919, Maravillas entra en el Carmelo de El Escorial, cerca de Madrid.

Del entusiasmo al abandono

Aquel mismo año de 1919, en el Cerro de los Ángeles, centro geográfico de España, a catorce kilómetros de Madrid, el rey Alfonso XIII inaugura una estatua monumental del Sagrado Corazón, Rey y Protector divino del pueblo español. La afluencia y la piedad del pueblo son impresionantes. Pero durante los meses siguientes, queda poco a poco en el abandono, hasta el punto de convertirse en un lugar desierto e invadido por la hierba. Es necesario esforzarse para subir al Cerro, y mucha gente se dirige a lugares de peregrinación más accesibles.

Poco después de su noviciado, sor Maravillas oye la llamada del Señor, que la incita a fundar un convento de carmelitas en el Cerro de los Ángeles: «Quiero que en ese lugar, tú y las demás almas elegidas por mi Corazón, construyáis una casa en la que pueda deleitarme. Mi Corazón necesita ser consolado. Quiero que ese convento carmelita sea el bálsamo que cure las heridas abiertas en mí por los pecadores. España será salvada por la oración». Sor Maravillas confía la idea a la madre Josefa, fundadora del Carmelo de El Escorial. La sorpresa de ésta es enorme cuando, poco tiempo después, la madre Rosario de Jesús, subpriora, acude a hacerle una confidencia parecida. Ante aquella doble llamada del Señor, la madre Josefa, de acuerdo con la priora, pide consejo a sacerdotes de buen juicio. Todos conceden su aprobación al proyecto, que el obispo de Madrid acoge también con gran interés. El 19 de mayo de 1924, las cuatro primeras hermanas destinadas a la fundación se instalan en una modesta casa de Getafe, muy cerca del Cerro, en espera de que se construya el nuevo convento. El día 30, sor Maravillas hace su profesión perpetua. Poco tiempo después, y a pesar de su resistencia, es nombrada superiora. Ella, que deseaba ser la última, será superiora durante 48 años. Además, el 11 de octubre de 1925, recibe el cargo de maestra de novicias.

Cuando una postulante ingresa en el Carmelo, la madre discierne inmediatamente si tiene verdadera vocación, dándose cuenta desde las primeras semanas si, a pesar de la aflicción por haber dejado a su familia, la postulante experimenta esa libertad interior incomprensible a los ojos de quienes no la conocen. La Madre Maravillas, sencilla y natural, inspira tanta confianza que todo se lo cuentan, siendo suficientes unas pocas palabras suyas para transformar por completo las preocupaciones en esperanza y en gozo, y conduciendo a las novicias por la vía contemplativa enseñada por santa Teresa de Jesús en sus escritos, sobre todo en el Camino de perfección, «Donde está dicho ¡y tan bien dicho!», comenta ella.

La vida contemplativa de clausura es considerada por nuestros contemporáneos como inútil. «¿Por qué encerrarse detrás de muros y rejas cuando se necesita tanto personal que se dedique a las obras de caridad? Las restricciones impuestas por la clausura no son más que trabas a la libertad humana. Lo único que hacen los contemplativos es replegarse en una comodidad espiritual egoísta que convierte en estéril su vida». Frente a esas objeciones, la Iglesia recuerda que la vida contemplativa es una gracia singular y un don precioso de santidad, signo de la unión exclusiva de la Iglesia-Esposa con su Señor, profundamente amado (cf. Juan Pablo II, Exhortación apostólica Vita consecrata, 25 de marzo de 1996, 59).

Amarás

La tradición relaciona la vida contemplativa con la oración de Jesús en un lugar solitario. El Hijo de Dios, unido siempre al Padre, quiso tener momentos especiales de soledad y de oración. El Espíritu Santo invita a la monja de clausura, esposa del Verbo hecho carne, a compartir la soledad de Jesucristo y a vivir en recogimiento con Él en Dios. De ese modo, puede observar en un grado eminente el primer mandamiento: Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con toda tu mente (Lc 10, 27). Además, la monja tiende a la perfección de caridad eligiendo a Dios como lo único necesario, amándolo de un modo exclusivo. El amor de Dios por los hombres es como el de un esposo hacia su esposa, y el Hijo de Dios se presenta como el Esposo-Mesías que ha venido a consumar las bodas de Dios con la humanidad (cf. Mt 22, 1-14). La vocación de las monjas de clausura pone de manifiesto muy especialmente ese carácter nupcial de la Iglesia, y su vida nos recuerda a todos la vocación principal del hombre dirigiéndose al encuentro de Dios, para alcanzar la perfección en el Cielo.

Para que pueda vivir únicamente con Dios, en medio de la adoración y de la alabanza, resulta imprescindible que la monja de clausura se encuentre libre de toda atadura, de toda agitación y de toda distracción. Ese es el motivo de la clausura. De esa manera, al limitar las ocasiones de contacto con el mundo exterior, la clausura elimina en gran parte la dispersión resultante no solamente de una multiplicidad de imágenes, fuente de ideas profanas y de vanos deseos, sino también de informaciones y emociones que desvían de lo único necesario. Gracias a la clausura, la monja permanece en un ambiente de paz y de santa unión con el Señor y con las demás hermanas. Por eso el Papa Juan Pablo II decía el 7 de marzo de 1980: «Abandonar la clausura significaría sacrificar lo más específico de una de las formas de vida religiosa mediante las cuales la Iglesia manifiesta frente al mundo la preeminencia de la contemplación sobre la acción, de lo eterno sobre lo temporal».

La clausura favorece también la profunda unión con la Pasión y la Resurrección de Cristo. Al elegir un lugar limitado para vivir, las religiosas de clausura participan del anonadamiento de Cristo, en medio de una pobreza que se manifiesta no solamente con la renuncia a las cosas materiales, sino también al espacio, a las relaciones humanas y a numerosos bienes. Además de la dimensión de sacrificio y de expiación, su ofrenda adquiere igualmente el sentido de una acción de gracias al Padre, unida a la acción de gracias de su Hijo bienamado. La vida en el claustro se nos presenta de esa manera como un anuncio gozoso de la posibilidad que se ofrece a todas las personas de vivir únicamente para Dios, en Cristo Jesús (cf. Rm 6, 11).

Una extraña pregunta

Aunque estén separadas físicamente del mundo, no por ello las monjas contemplativas dejan de transportar en su corazón y en sus oraciones los sufrimientos de todos. Mediante esa perpetua intercesión, su vida se hace sobrenaturalmente fecunda en frutos de gracias por la salvación de las almas. El ejemplo de la Madre Maravillas puede ayudarnos a comprenderlo. El 26 de octubre de 1926, junto a las demás hermanas, se instala en el convento del Cerro, muy cerca del monumento al Sagrado Corazón. En 1931 empiezan los desórdenes sociales que desembocarán más tarde en la guerra civil, al ser incendiados los conventos y las iglesias de Madrid. A pesar de los peligros, la comunidad prosigue su vida con serenidad, intensificando las oraciones y multiplicando los sacrificios. «Me resulta tan extraño que me pregunten si estamos preocupadas o si tenemos miedo..., escribe la Madre Maravillas. Creo que lo que pueda sucedernos a nosotras tiene muy poca importancia, y que solamente la gloria de Dios la tiene... Lo que realmente penetra en lo más íntimo de mi alma es ver tantas ofensas contra Dios, pero entonces se ilumina en el fondo de mi alma una especie de amor silencioso, en medio de la obscuridad, pero tan fuerte que a veces parece irresistible».

El 1 de mayo de 1936, un grupo armado intenta asaltar el monasterio escalando sus muros. El alcalde de Getafe se apresura a avisar a las carmelitas, y la Madre Maravillas lo recibe en el locutorio. Aquel hombre, apodado «el ruso», es un militante comunista, pero la madre sabe guardar una serenidad y una presencia de ánimo que le impresionan, de tal modo que, en adelante, ayudará lo mejor que pueda a las hermanas. Los combates llegan muy pronto al Cerro. Bajo el silbido de los obuses y el crepitar de las ametralladoras, llega a sus oídos que muchos religiosos han sido apresados y muertos. La madre propone a sus monjas que regresen para refugiarse en el seno de sus familias, pero todas permanecen sin dudarlo en el monasterio, aun a riesgo de recibir el martirio. El 22 de julio, los milicianos (como se llamaba a uno de los grupos armados) ordenan a las carmelitas que abandonen el Cerro, las cuales son recibidas con los brazos abiertos por las ursulinas de Getafe. Desde allí, a través de un tragaluz, pueden ver el Cerro: los milicianos, ayudados por una grúa, derriban la estatua del Sagrado Corazón mientras profieren horribles blasfemias. Las religiosas sienten una profunda pena, pero conservan la paz interior.

Amansado con la dulzura

Como quiera que la «guardia de honor» de las carmelitas junto al Sagrado Corazón carece de razón de ser, ellas se refugian en Madrid, donde, gracias a un sacerdote clandestino y a unos abnegados laicos, reciben de vez en cuando la Eucaristía. Una noche, unos hombres irrumpen en casa de las hermanas para hacer unas pesquisas. El jefe se instala frente a la Madre Maravillas, apuntándole con una pistola. Tras haberla abordado como un animal furioso, aquel hombre, que confesará más tarde haber asesinado a más de dos mil personas en una cárcel clandestina, es alcanzado poco a poco por la paz y la bondad de la madre, y acaba diciéndole lo siguiente: «¡Madre, madre! Usted y yo no podemos enfadarnos», y todos se retiran sin llevarse a las hermanas, contrariamente a lo que antes habían decidido.

La evacuación de Madrid se convierte pronto en obligatoria. La madre consigue, aunque con grandes esfuerzos, que no se separe a las carmelitas. Primero pasan a Francia y llegan a Lourdes, el 16 de septiembre de 1937. Quebradas de fatiga, pero ardientes de amor hacia Jesús y María, permanecen allí veinticuatro horas antes de regresar a España, a la zona «nacional», donde hay libertad para la Iglesia, en el convento de Las Batuecas, no lejos de Salamanca. En medio de aquel oasis de verdor, gozan de un precioso descanso. La madre pasa el tiempo en labores de restauración de los lugares, en la oración y en el cuidado de sus hijas. Aparentemente, lo único que destaca es su ecuanimidad de carácter, su constante serenidad y su solicitud hacia todas. Sin embargo, las hermanas se extrañan de la actitud del padre Florencio, confesor de la comunidad, quien manifiesta una gran dulzura y condescendencia hacia todas, pero se muestra más bien duro con respecto a la madre, e incluso a veces francamente desagradable. La razón de aquella conducta quedará de manifiesto, después de la muerte de la madre, mediante cartas y notas de conciencia que el padre había conservado como si de un tesoro se tratara. Deseosa de sufrir por Jesús, de participar en su Pasión y en las dolorosas humillaciones que Él recibió por nuestra salvación, la madre escribía lo siguiente a su confesor: «Le escribo para pedirle, de todo corazón y por el amor de Dios, que haga uso conmigo de la mayor severidad posible, que nunca me conceda lo que pueda desear, que me desprecie delante de las hermanas y en ausencia de ellas, que me colme con las mayores amarguras... ¡Estoy sedienta de todo ello!».

En 1939, acabada ya la guerra civil, se produce el regreso al «Cerro de los Ángeles». El monumento ha sido demolido y el convento resulta inhabitable, pero la madre y las hermanas se instalan a pesar de todo. A petición del obispo del lugar, un grupo de carmelitas se queda en Las Batuecas; la separación que de ello se deriva resulta desgarradora para las hermanas, pero todas aceptan de buen grado la sagrada voluntad de Dios manifestada por el prelado. La paz ocasiona un excepcional florecimiento de las vocaciones, fruto de los sufrimientos ofrecidos durante los años difíciles. Las fundaciones de carmelitas se sucederán a un ritmo sorprendente: en primer lugar Mancera de Abajo (1944), después Duruelo (1947), lugar santificado por San Juan de la Cruz; más tarde Arenas de San Pedro (1954), San Calixto (1956), Aravaca, cerca de Madrid (1958) y La Aldehuela (1961), sin contar las restauraciones de «La Encarnación de Ávila» y del Carmelo de El escorial, el traslado de Las Batuecas, cedido a los padres carmelitas, a Cabrera, y el refuerzo del Carmelo de Cuenca, en Ecuador.

A partir de 1961, la Madre Maravillas de Jesús vive habitualmente oculta en el convento de La Aldehuela. Sus numerosos trabajos la han agotado y, el 7 de noviembre de 1962, sufre una primera crisis cardiaca. Consigue reponerse, pero su organismo se resiente. Paradójicamente, a medida que declinan sus fuerzas físicas, su actividad al servicio del prójimo parece intensificarse. Sentada ante su mesa de trabajo, o en el locutorio, se desvela por todo el mundo: ayuda a diversos conventos de carmelitas, tanto femeninos como masculinos, alienta las vocaciones de seminaristas, suscita la creación de colegios o apoya los esfuerzos por socorrer a un barrio pobre; además, poco antes de morir, ofrece lo necesario para edificar una clínica destinada a recibir a las religiosas contemplativas enfermas, y agrupa sus monasterios en una Asociación de ayuda mutua espiritual y material.

Una vida desbordante

Las obras de la Madre Maravillas son como el desbordamiento de su vida interior, y brotan de su intimidad con Dios, de su abandono en su voluntad. En medio de su característico recogimiento, habla a solas con Dios, de tal manera que el amor de su corazón puro intercede eficazmente ante Él. Porque la vida de clausura ayuda poderosamente a adquirir la pureza de corazón, mediante la cual los religiosos contemplativos se convierten en una misteriosa fuente de fecundidad apostólica y de bendición para la comunidad cristiana y para el mundo entero. «En verdad, escribe San Juan de la Cruz, una brizna de amor puro es más precioso ante el Señor y de mayor provecho para la Iglesia que todas las demás obras juntas». Por su parte, Cecilia Bruyère (1845-1909), primera abadesa de las monjas de Solesmes (pueblo del noroeste de Francia), escribía lo siguiente: «Si nuestros ojos pudieran contemplar lo invisible se percatarían de que las almas poseen una influencia proporcional: cuanto más se elevan más lejos alcanza su influencia, de tal modo que su poder se expande con una energía que guarda relación con su proximidad a Dios. Su naturaleza no cambia, pero del mismo modo que un objeto se calienta al aproximarse al fuego, y resplandece también con mayor amplitud, así también sucede con el alma con motivo de su proximidad al fuego de Dios» (La vida espiritual y la oración). Por eso, «lo más importante de todo para los intereses de la Santa Iglesia y de la gloria de Dios es que las almas verdaderamente contemplativas se multipliquen sobre la tierra. Ellas son el resorte escondido y el motor que impulsa en la tierra todo lo que significa la gloria de Dios, el reino de su Hijo y el cumplimiento de la divina voluntad (ibíd.)».

El 27 de octubre de 1972, una nueva crisis cardiaca abate a la Madre Maravillas. Pero, gracias a los cuidados de sus hijas y a los desvelos de los médicos, sobrevive hasta 1974, conservando toda la lucidez de su mente para orientar, aconsejar y mantenerse habitualmente en oración. Al igual que toda su vida, al igual que sus palabras, al igual que su dulce y penetrante manera de actuar, sus últimos momentos en este mundo son de una extrema sencillez, durmiéndose apaciblemente en el Señor el 11 de diciembre de 1974.

La Beata Madre Maravillas gustaba de decir: «Lo único que debemos hacer es dejarnos llevar por la amorosísima Providencia de Dios. Veréis que todo se arregla; confiad plenamente en el Señor». Es la gracia que le pedimos a San José, para usted y para todos sus seres queridos.
Dom Antoine Marie osb

Publicado por la Abadía San José de Clairval en: www.clairval.com



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