SAN JUAN
PABLO II
AUDIENCIA GENERAL
Miércoles 8 de agosto de 1979
Miércoles 8 de agosto de 1979
1. También hoy, como la
semana pasada, quiero dedicar nuestro encuentro a la memoria del gran
Papa Pablo VI, a quien el Padre celestial llamó a sí hace un año, en la
fiesta de la Transfiguración del Señor. Ciertamente ni el discurso anterior ni
el de hoy podrán agotar la riqueza multiforme de su pontificado y de su
personalidad. Lo que pretendemos poner de relieve hoy es la maravillosa
convergencia del día de la muerte con el carisma de la vida de Pablo VI. He
intentado desarrollar este pensamiento la semana pasada, concentrándome sobre
todo en el hecho importante de la transformación de la Iglesia —transformación
que ha promovido la interpretación de los signos de los tiempos hecha por el
Concilio Vaticano II—. Juan XXIII solía definir esta transformación: aggiornamento (puesta
al día). Sin embargo, a ese gran proceso al que "el Papa de la
bondad" dio sólo comienzo, el Papa Pablo VI dedicó todo su difícil
pontificado de quince años.
Ese aggiornamento,
esa renovación o "transformación", fue inspirado por el conocimiento
profundo de la naturaleza de la Iglesia y por el amor a su misión salvífica.
Por iniciativa del Papa Juan y después bajo la guía del Papa Pablo, la Iglesia
se ha adaptado a las tareas inherentes a su misión ante el hombre de nuestro
tiempo, ante la familia humana, a la que ha sido enviada. El sentido más
profundo del "aggiornamento'' es estrictamente evangélico: surge
de la voluntad de servir, siguiendo a Cristo, de la voluntad de servir a
Dios en los hombres, de servir al hombre. El servicio se identifica con la
misión, descubierta de nuevo en la misión salvífica del mismo Cristo.
2. La misión de servir al
hombre tuvo siempre una dimensión concreta y a la vez universal en
el estilo del ministerio pontificio de Pablo VI. En efecto, se sirve a cada uno
de los hombres, sirviendo a las causas de las que depende una justa orientación
de su vida en condiciones determinadas: históricas, sociales, económicas,
políticas y culturales. Pablo VI, en su misión en favor de la transformación de
la suerte del hombre sobre la tierra, puso siempre en primer lugar la
gran causa de la paz entre las naciones. Dedicó a esta causa la
máxima atención, la mayor solicitud e interés. Baste recordar sus Mensajes
anuales para la Jornada mundial de la Paz, que le permitieron desarrollar esta
gran y central temática ética de nuestro tiempo desde diversos puntos de vista.
"La verdadera paz
—recordaba él, por ejemplo, en la Jornada de la Paz de 1971— debe fundarse
en la justicia, en la idea de la intangible dignidad humana, en el
reconocimiento de una igualdad indeleble y feliz entre los hombres, en el dogma
fundamental de la fraternidad humana; esto es, en el respeto, en el amor debido
a todo hombre, por el solo hecho de ser hombre. Irrumpe aquí la palabra
victoriosa: por ser hermano. Hermano mío, hermano nuestro" (Il volto
della pace, núm. 172; Pablo VI: Enseñanzas al Pueblo de
Dios, 1970, pág. 405).
"Si quieres la paz,
trabaja por la justicia". Este era el compromiso que Pablo VI proponía en
el Mensaje del año siguiente. Y comentaba: "Es una invitación que no
ignora las dificultades para practicar la justicia: definirla, ante todo, y
actuarla después, nunca sin algún sacrificio del propio prestigio y del propio
interés. Quizá hace falta mayor magnanimidad para rendirse a las razones de la
justicia y de la paz, que no para luchar e imponer el propio derecho, auténtico
o presunto, al adversario" (Il volto della pace, núm.
228-230, Pablo VI: Enseñanzas al Pueblo de Dios, 1971,
pág. 317).
Y además: "Hagamos
posible la paz —insistía en otro Mensaje— predicando la amistad y
practicando el amor al prójimo, la justicia y el perdón cristiano, abrámosle
las puertas, donde haya sido excluida, con negociaciones leales y ordenadas a
sinceras conclusiones positivas; no rehusemos cualquier clase de sacrificio,
que, sin ofender la dignidad de quien se vuelve generoso, haga la paz más
rápida, cordial y duradera" (Il volto della pace, núm. 274; Pablo
VI: Enseñanzas al Pueblo de Dios, 1972, pág. 421).
3. La importancia de la
causa de la paz en la vida de la humanidad de hoy es necesario medirla también
sobre la base de la amenaza mortal que puede constituir las guerra moderna, a
través del uso de todos esos medios destructivos que llevan a la
autodestrucción. Sin embargo, ningún otro, tanto como el apóstol y vicario del
mismo Cristo, que es el verdadero Príncipe de la paz, debe tener conciencia de
que es imposible asegurar la paz en la vida internacional, si sólo se
mira a los medios de que puede servirse el hombre. Antes bien es
necesario mirar al hombre que se sirve de esos medios. Es él mismo quien debe
querer de modo maduro y responsable la paz, y modelar la vida de la humanidad
en todas sus dimensiones, a base de una coherente búsqueda de la paz. Se llega
a la paz a través de la justicia, a través de una justicia completa y
universal: opus iustitiae pax.
Juan XXIII, en la Pacem
in terris, había subrayado los cuatro derechos fundamentales de la persona
humana, que deben ser respetados en la vida social e internacional para el bien
de la paz: el derecho a la verdad, a la libertad, a la justicia, al amor. Pablo
VI, desarrollando orgánicamente este pensamiento, publicó la Encíclica
para la promoción y desarrollo de los pueblos, en la que llamó a este
justo desarrollo con el "nombre nuevo de la paz".
Todos recordamos sus
palabras: "...si el desarrollo es el nuevo nombre de la paz, ¿quién no
querrá cooperar a él con todas sus fuerzas?" (Populorum progressio,
87). Y también: "Combatir la miseria y luchar contra la injusticia es
promover, a la par que el mayor bienestar, el progreso humano y espiritual de
todos, y por consiguiente el bien común de la humanidad. La paz no se reduce a
una ausencia de guerra, fruto del equilibrio siempre precario de las fuerzas.
La paz se construye día a día en la instauración de un orden querido por Dios,
que comporta una justicia más perfecta entre los hombres" (Populorum progressio,
76).
4. El Papa, al que Cristo
llamó a Sí en la fiesta de la Transfiguración, insistió siempre en reanudar un
trabajo infatigable en favor de la obra de la transformación del hombre, de la
sociedad, de los sistemas, obra que debía dar los frutos tan deseados por los
hombres, las naciones, toda la humanidad: los frutos de la justicia y
de la paz. Mirando con atención asidua y alguna vez acaso con inquietud, y
sobre todo con continua esperanza cristiana, el desarrollo multiforme de los
acontecimientos en el mundo contemporáneo, él trabajó siempre en favor de esa
civilización que calificó con el nombre de "civilización del amor";
según el espíritu del mandamiento más grande de Cristo.
La Iglesia se pone al
servicio de esta "civilización del amor", mediante su misión, ligada
al anuncio y a la realización del Evangelio. Particularmente querida para Pablo
VI fue la evangelización en el mundo contemporáneo, a la que
—a petición de los obispos reunidos en Sínodo el año 1974— dedicó una magnífica
Exhortación, la Evangelii nuntiandi, como suma del pensamiento y de
las orientaciones apostólicas, que brotan del magisterio conciliar y de la
experiencia continua de la Iglesia. "El esfuerzo orientado al anuncio del
Evangelio a los hombres de nuestro tiempo —comenzaba diciendo—, exaltados por
la esperanza, pero a la vez perturbados con frecuencia por el temor y la
angustia, es sin duda alguna un servicio que se presta a la comunidad cristiana
e incluso a toda la humanidad" (Evangelii nuntiandi, 1).
Y explicaba:
"Evangelizar significa para la Iglesia llevar la Buena Nueva a todos los
ambientes de la humanidad y, con su influjo, transformar desde dentro, renovar
a la misma humanidad: 'He aquí que hago nuevas todas las cosas' (Ap 21,
5). Pero la verdad es que no hay humanidad nueva si no hay en primer lugar
hombres nuevos, con la novedad del bautismo y de la vida según el Evangelio. La
finalidad de la evangelización es, por consiguiente, este cambio interior y, si
hubiera que resumirlo en una palabra, lo mejor sería decir que la Iglesia
evangeliza cuando, por la sola fuerza del Mensaje que proclama, trata de
convertir al mismo tiempo la conciencia personal y colectiva de los hombres, la
actividad en que ellos están comprometidos, su vida y ambiente concretos" (Evangelii
nuntiandi, 18). ¡Compromiso nobilísimo y exaltante!
5. Por esto, no se puede
recordar el día de la muerte del gran Pontífice sin detenerse a pensar de
nuevo, al menos un instante, en toda la herencia de su gran espíritu.
El 6 de agosto de
1978, los últimos rayos de la fiesta de la Transfiguración cayeron
sobre el corazón del Pastor, que con toda su vida había servido a la gran causa
de la transformación del hombre, en nuestra difícil época, y de la
renovación de la Iglesia para esa transformación.
Estos rayos parecían decir:
"Muy bien, siervo bueno y fiel, has sido fiel..., entra en el gozo de tu
señor" (Mt 25, 21). Y Pablo VI no volvió más a su esfuerzo
cotidiano, sino que siguió al Señor que lo llamaba desde el monte de la
Transfiguración.
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