Pablo VI
en el
noveno aniversario de su elección como Papa
Homilía «Ser fuertes en la fe» de 29.06.1972.
L'Osservatore Romano, 30 de junio-1 de julio de 1972.
(L’Osservatore Romano, edición en
lengua española,
de 9
de julio de 1972, páginas 1-2).
Tenemos que agradecer a vosotros y a cuantos, ausentes de Roma,
estáis presentes en espíritu, la asistencia a este rito que quiere tener una
doble intención: la primera, diría —y es suficiente—, es la de honrar a los
santos Pedro y Pablo, especialmente por estar en la basílica en la que nos
hallamos, sobre la tumba y las reliquias del apóstol Pedro; de honrar a estos
príncipes de los apóstoles y de honrar a Cristo en ellos, y de sentirnos
llevados por ellos a Cristo, pues les somos deudores de esta gran herencia de
la fe. Y, además, la otra intención es que no podemos ser insensibles a
conmemorar el noveno aniversario de nuestra
elección —como sucesor de Pedro— al Pontificado romano y,
lo decimos temblando, al puesto de representante visible en la
Tierra, vicario de Nuestro Señor Jesucristo. Os lo agradecemos
de corazón, también, porque esta presencia nos asegura lo que más vivo y
ardoroso está en nuestros deseos: vuestra adhesión, vuestra fidelidad, vuestra
comunión, vuestra unidad en la oración y en la fe, y en la constitución
de esta misteriosa sociedad visible y terrenal que se
llama la Iglesia, y por sentirnos aquí particularmente Iglesia,
unidos en Jesucristo como en un cuerpo solo y, también, porque confiamos en que
esta presencia significa ayuda, oración, y signifique indulgencia para quien os
habla y también oración por Nos, por nuestro cargo, por la misión que el Señor
Nos encomendó para el bien de la Iglesia y del mundo. Y esta oración Nos
servirá verdaderamente de gran sufragio para cumplir humilde y fuertemente
nuestra fatiga. Nos sentimos autorizados a ceder la palabra al propio San Pedro
y a rogarle que diga una de sus palabras entre las tantas hermosas que nos dejó
en las dos epístolas canónicas que conservamos en el cuerpo de la Sagrada
Escritura, y elegimos las que hablan de vosotros. San Pedro habla de la comunidad
la Iglesia naciente en la primera carta —extraña, pero expresiva— que envió
desde Roma a las iglesias de Oriente, a las iglesias de Asia Menor, dicen los
exégetas informados y que, según su costumbre, escribió no para hacer nuevas
comunicaciones doctrinales —como solía hacer San Pablo—, sino para exhortar. Se
siente el pastor que quiere incitar, que quiere animar, y que quiere dar
conciencia de lo que el pueblo cristiano es y de lo que debe hacer. En esta
primera carta de San Pedro se toca, con profunda clarividencia y agudeza, toda
la gama de los nuevos sentimientos que deben tener vivencia y brotar con ímpetu
del corazón cristiano. Entre las muchas palabras que la carta contiene, os
presentamos éstas que dejamos a vuestra meditación, con un breve comentario;
dice San Pedro: “Vosotros sois una estirpe elegida, un sacerdocio real, gente santa, pueblo de su propiedad, para que proclaméis las virtudes
de quien os llamó de las tinieblas a la luz maravillosa. Vosotros que antaño no
erais un pueblo, ahora sois pueblo de Dios;
vosotros que antes no fuisteis partícipes de la misericordia, ahora en cambio participáis de la misericordia del Señor”.
He aquí lo que Nos, sometemos un momento a vuestra reflexión.
Estas son palabras que han
sido muy estudiadas en los últimos años, especialmente porque han sido el eje
de la doctrina del Concilio en su capítulo principal, es decir, en la
Constitución Dogmática sobre la Iglesia, donde se describe precisamente este
cuadro del pueblo de Dios. Sí; os decimos que en este momento propio de
oración, pobres como somos, el Señor nos inspira para comprender las cosas.
Imaginamos tener delante de Nos, casi extendida en panorama, a toda la Santa
Iglesia Católica, y la vemos —con las características que San Pedro indica—
en una unidad; recogida en este
principio —Cristo— para este fin: glorificarle para este beneficio, salvarse
para esta transfiguración, casi para esta metamorfosis que está iniciada en
cada uno de los que componen esta comunidad de orden sobrenatural,
por el descubrimiento de la vocación en cada uno de los componentes de esta
gran masa humana, de este gran mar de la Humanidad,
en el que cada cual está personalmente llamado como miembro de la multitud,
personalmente llamado —según dice el “Apocalipsis”, acerca del último día— a
recibir, como cada uno de los elegidos, un nombre nuevo. Si bien recuerdo, dice
el Señor en el texto, que todos estamos llamados a ejercer, a componer, un
sacerdocio real. Aquí hay una reminiscencia del Antiguo Testamento —la del Éxodo—cuando Dios, hablando a Moisés antes de
entregarle La Ley, dice: “Yo haré de
este pueblo un pueblo sacerdotal y real”. San Pedro recoge esta
palabra tan grande, tan exaltadora, y la aplica al nuevo pueblo de Dios, heredero y continuador del Israel de la Biblia,
para formar un nuevo Israel, el Israel de Cristo. Dice San
Pedro: “Será el pueblo sacerdotal y real el
que glorificará al Dios de la misericordia, al Dios de la salvación”. Sabemos
que esta palabra ha sido, a veces, mal entendida, como si el sacerdocio fuera
un solo orden, es decir, fuese comunicado a cuantos están insertos en el Cuerpo
Místico de Cristo, a cuantos son cristianos. En cierto sentido es verdad, y
solemos llamarlo sacerdocio común, pero el Concilio
nos dice —y la Tradición ya nos lo había enseñado— que existe
otro grado, otro estado de sacerdocio: el sacerdocio ministerial, que
tiene facultades, prerrogativas particulares y
exclusivas, precisamente del sacerdocio ministerial. Pero
detengámonos en lo que interesa a todos: el sacerdocio real. Aquí deberíamos
preguntarnos qué significa sacerdocio, pero las explicaciones no acabarían
nunca, y por ello nos limitamos y conformamos con esto: sacerdote significa
capacidad de rendir culto a Dios, de comunicar con Él, de buscarle siempre en una
profundidad nueva, en un descubrimiento nuevo, en un amor nuevo. Este impulso
de la Humanidad hacia Dios, que no ha sido suficientemente alcanzado ni
suficientemente conocido, es el sacerdocio de quien está inserto en el único
sacerdote que, después del advenimiento del Nuevo Testamento, es Cristo. Es que
el cristiano está dotado por ello mismo de esta calidad, de esta prerrogativa
de poder hablar al Señor en términos verdaderos, como de hijo a padre.
Lo que distingue al cristiano
“Audemos dicere”: podemos
en verdad celebrar ante el Señor un rito, una liturgia de la oración común, una
santificación de la vida incluso profana, que distingue al cristiano del que no
es cristiano. Este pueblo es distinto, aunque esté confundido en la gran marea
de la Humanidad. Tiene su distinción, su característica inconfundible. San Pablo se definió “segregatus”, separado, distinto del resto de la
Humanidad, precisamente por estar investido de prerrogativas y
funciones que no tienen los que no poseen la suma fortuna y la excelencia
de ser miembros de Cristo. Entonces
tenemos que considerar que nosotros, los que estamos llamados a ser hijos de
Dios, a participar en el Cuerpo Místico de Cristo, que somos animados por el
Espíritu Santo y hechos templos de la presencia de Dios, tenemos que realizar
este coloquio, este diálogo, esta conversación con Dios en la religión, en el
culto litúrgico, en el culto privado, y tenemos que extender el sentido de la
sacralidad incluso a las acciones profanas. “Si coméis, si bebéis —dijo San Pablo—
hacedlo por la gloria de Dios”. Y lo dice repetidas veces, en sus cartas, como
para reivindicar al cristiano la capacidad de infundir algo nuevo, de iluminar,
de sacralizar también las cosas temporales,
externas, efímeras, profanas.
Desacralización
Se nos exhorta a dar al
pueblo cristiano, que se llama Iglesia, un sentido verdaderamente sagrado. Y
afirmándolo así, sentirnos que tenemos que contener la
ola de profanidad, desacralización, secularización, que sube,
que oprime y que quiere confundir y desbordar el sentido religioso en el
secreto del corazón —en la vida privada exclusivamente secreta, o también en
las afirmaciones de la vida exterior— de toda interioridad personal, o incluso
hacerlo desaparecer. Se afirma que ya no hay razón para distinguir un hombre de
otro, que no hay nada que pueda realizar esta distinción. Aún más, hay que
devolver al hombre su autenticidad, hay que devolver al hombre su verdadero
ser, que es común a todos los demás. Pero la Iglesia, y hoy San Pedro, llamando
al pueblo cristiano a la conciencia de sí mismo, le dicen que es el pueblo elegido, distinto, adquirido por Cristo, un pueblo que debe ejercer una
particular relación con Dios, un sacerdocio con Dios.
Esta sacralización de la vida hoy no debe ser borrada, expulsada de las
costumbres y de nuestra vida, como si ya no debiera figurar. Hemos perdido los hábitos religiosos, hemos perdido
muchas otras manifestaciones exteriores de la vida religiosa. Respecto a esto
hay mucho que discutir y mucho que conceder, pero es necesario mantener el
concepto, y con el concepto también algún signo de la sacralidad del pueblo
cristiano, es decir, de aquellos que están insertos en Cristo, Sumo y Eterno
Sacerdote. Ello nos dirá también que tenemos que sentir un gran fervor
religioso. En la actualidad hay una parte de los estudios de la Humanidad —la
llamada sociología— que prescinde de este contacto con Dios. Por el
Contrario, la sociología de San Pedro, la sociología de
la Iglesia, al estudiar a los hombres, pone en evidencia
precisamente este aspecto sacral, de conversación con el Inefable, con Dios,
con el mundo divino, y ello hay que afirmarlo en el estudio
de todas las diferenciaciones humanas. Por muy heterogéneo que
se presente el género humano, no tenemos que olvidar esta verdad fundamental
que el Señor nos confiere cuando nos da la Gracia: todos somos hermanos en el mismo Cristo. Ya no hay ni
judío, ni griego, ni escita, ni bárbaro, ni hombre, ni mujer. Todos somos una sola cosa en Cristo, todos estamos
santificados, tenemos todos la participación en este grado de elevación
sobrenatural que Cristo nos confirió, y San Pedro nos lo recuerda; es la sociología de la Iglesia que no debemos hacer desaparecer ni
olvidar.
Defecciones
Volviendo a mirar aquel
panorama a que aludimos —el gran plano de la vida humana, toda la Iglesia— ¿qué
es lo que vemos? Si nos preguntan qué es hoy la Iglesia, ¿se puede confrontar
tranquilamente con las palabras que Pedro nos dejó como herencia y meditación?,
¿podemos estar tranquilos?, ¿no podemos ver a la Iglesia en una ideología que
nos obliga a alguna reflexión, a alguna actitud, a algún esfuerzo y a alguna
virtud que se convierte en característica del cristiano? Pensamos de nuevo en
este momento—con inmensa caridad— en todos nuestros
hermanos que nos abandonan, en muchos que son fugitivos y
olvidan, en muchos que tal vez nunca han conseguido tener conciencia de la
vocación cristiana, aunque han recibido el bautismo. Quisiéramos muy de verdad
tender la mano hacia ellos y decirles que el corazón está siempre abierto, que
pasar el umbral es fácil. Mucho quisiéramos hacerles partícipes de la grande e
inefable fortuna de nuestra felicidad, la de estar en comunicación con Dios,
que no nos quita nada de la visión temporal y del realismo positivo del mundo
exterior. Tal vez ello nos obliga a renuncias, a sacrificios, pero mientras nos
priva de algo, multiplica sus dones. Nos impone renuncias, pero nos proporciona
abundantemente otras riquezas. No somos pobres, somos ricos, porque tenemos la
riqueza del Señor. Ahora bien; quisiéramos decir a estos hermanos—de los
que sentimos el desgarro en las entrañas de nuestra alma
sacerdotal— cuánto les tenemos presente, cuánto —ahora y
siempre, y cada vez más— les queremos, y cuánto rezamos por ellos, y cuánto
procuramos con este esfuerzo que les persigue y les rodea, suplir la
interrupción que ellos mismos hacen de nuestra comunión en Cristo.
Duda, incertidumbre, inquietud
Luego existe otra
categoría, y a ella pertenecemos un poco todos. Y diría que esta categoría
caracteriza a la Iglesia de hoy. Se diría que a través de alguna grieta ha entrado, el humo de Satanás en el templo de
Dios. Hay dudas, incertidumbre, problemática, inquietud, insatisfacción,
confrontación. Ya no se confía en la Iglesia, se
confía más en el primer profeta profano —que nos viene a
hablar desde algún periódico o desde algún movimiento social— para seguirle y
preguntarle si tiene la fórmula de la verdadera vida; y, por el contrario, no
nos damos cuenta de que nosotros ya somos dueños y
maestros de ella. Ha entrado la duda en nuestras conciencias y ha entrado a
través de ventanas que debían estar abiertas a la luz:
la ciencia. Pero la ciencia está hecha para darnos verdades que no alejan de
Dios, sino que nos lo hacen buscar aún más y celebrarle con mayor intensidad.
Por el contrario, de la ciencia ha venido la crítica, ha venido la duda respecto a todo lo que existe y a todo lo
que conocemos. Los científicos son aquellos que más pensativa y dolorosamente
bajan la frente y acaban por enseñar: “no sé, no sabemos, no podemos saber”. Es
cierto que la ciencia nos dice los límites de nuestro saber, pero todo lo que
nos proporciona de positivo debería ser certeza, debería ser impulso, debería
ser riqueza, debería aumentar nuestra capacidad de oración y de himno al Señor;
y, por el contrario, he aquí que la enseñanza se convierte en
palestra de confusión, en pluralidad que ya no va de acuerdo,
en contradicciones a veces absurdas. Se ensalza el progreso para luego poder
demolerlo con las revoluciones más extrañas y radicales, para negar todo lo que
se ha conquistado, para volver a ser primitivos después de haber exaltado tanto
los progresos del mundo moderno. También en nosotros, los de la
Iglesia, reina este estado de incertidumbre. Se creía que después del Concilio vendría un día de sol para la historia
de la Iglesia. Por el contrario, ha venido un día de nubes, de tempestad, de
oscuridad, de búsqueda, de incertidumbre y se siente fatiga en
dar la alegría de la fe. Predicamos el ecumenismo y nos alejamos cada vez más
de los otros. Procuramos excavar abismos en vez de colmarlos.
Intervención del Diablo
¿Cómo ha ocurrido todo
esto? Nos, os confiaremos nuestro pensamiento: ha habido un poder, un poder adverso. Digamos su nombre: él Demonio.
Este misterioso ser que está en la propia carta de San Pedro —que estamos
comentando— y al que se hace alusión tantas y cuantas veces en el Evangelio —en
los labios de Cristo— vuelve la mención de este enemigo del hombre. Creemos en
algo preternatural venido al mundo precisamente para perturbar, para sofocar los frutos del Concilio ecuménico y
para impedir que la Iglesia prorrumpiera en el himno de júbilo por tener de
nuevo plena conciencia de sí misma. Precisamente por esto, quisiéramos ser
capaces, ahora más que nunca, de ejercer la función que Dios encomendó a Pedro
de confirmar en la fe a los
hermanos. Quisiéramos comunicarnos este carisma de la
certeza que el Señor da a quien le representa, incluso indignamente, en esta
tierra. Y deciros que la fe —cuando está fundada en la palabra
de Dios, aceptada y situada en la conformidad de nuestro propio ánimo
humano— esta fe nos da una certeza verdaderamente
segura. Quien crea con sencillez, con humildad, se sabe por el
buen camino, siente que tiene un testimonio interior que nos confirma en
nuestra difícil ideología y nos conforta en la difícil conquista de la verdad.
El Señor se manifiesta como luz y verdad al que lo acepta en su palabra, y su
palabra no se convierte en obstáculo a la verdad y al camino hacia el ser, sino
en peldaño por el que podemos subir y ser de verdad conquistadores del Señor,
que nos viene al encuentro y se entrega hoy a través de esta metodología, de
este camino de la fe que es anticipo y garantía de la visión definitiva.
Fuertes en la fe
Y entonces Nos vemos el
tercer aspecto que nos gusta tanto contemplar, la gran extensión de la
Humanidad creyente. Vemos una gran cantidad de almas
humildes, simples, puras, rectas, fuertes, que creen, que son —según dice San
Pedro al final de su epístola— “fortes in fide”. Y quisiéramos
que esta fuerza de la fe, está seguridad, esta paz, triunfase sobre los
obstáculos que la vida —nuestra propia experiencia y la fenomenología de las
cosas— ponen delante de nosotros, y que fuéramos siempre “fuertes en la fe”. Hermanos, no decimos cosas extrañas,
difíciles ni absurdas. Quisiéramos tan sólo que hicierais la experiencia de un
acto de fe, en humildad y sinceridad; un esfuerzo psicológico que nos diga a
nosotros mismos que tratemos de cumplir una acción consciente. ¿Es cierto, no
es cierto?, ¿acepto, no acepto? Sí, Señor, yo creo en tu palabra; creo en tu
Revelación; creo en quien Tú me has dado como testigo y garantía de esta
Revelación Tuya, para sentir y probar, con la fuerza de la fe, el anticipo de
la bienaventuranza de la vida que con la fe se nos ha prometido.
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