V. El REVELADOR DEL SAGRARIO
El
que os oye, a Mí me oye (Lc 10,16)
Después
de haber demostrado en el capítulo anterior que en el Sagrario no está el
Corazón de Jesús ni mudo ni ocioso, todavía me sale al paso otro reparo.
Conforme,
podría objetar alguno, con que el Corazón de Jesús diga y haga en su vida de
Sagrario, pero siendo tan misterioso su modo de estar allí. ¿Cómo y por dónde
vamos a saber lo que dice y hace?, ¿cómo sorprender el secreto de esas
inefables conversaciones y operaciones? ¿Será cosa de acudir a revelaciones de
almas regaladas con confidencias sobrenaturales no concedidas al común de los
fieles?
¿Será
menester esperar milagros o extraordinarias manifestaciones del Dios oculto del
Sagrario?
Si
aplicando nuestros oídos y nuestros ojos a aquellas puertecitas doradas, nada
aprendemos de lo que nuestra fe nos dice allá dentro, ¿por dónde enterarnos de
cosas que tan de cerca nos tocan y tanto han de aprovecharnos? ¿Quién nos va a
revelar esos tesoros de bellezas y maravillas?
Hora
es ya de descubriros al gran revelador del Sagrario, el gran confidente que
está en el secreto suyo, el amigo íntimo que nos puede hacer entrar en ese
alcázar de las misteriosas maravillas del Sagrario.
Tenéis
prisa por saber su nombre, ¿verdad?
¡El
Evangelio!
Es
ése el dedo poderoso que va a levantar ante vuestra vista asombrada el velo de
aquellos arcanos, y ése es el mensajero que Dios bueno os envía para que
vuestros ojos y vuestros oídos de carne puedan ver y oír, sin milagro ni
revelaciones especiales, lo que en el Sagrario se dice y se hace.
¡El
Evangelio!
¿Pero
os habéis fijado en lo que es y lo que vale el Evangelio?
Algunas
veces nos hemos lamentado de que no se hubiera conocido el arte de la
fotografía en los tiempos de la vida mortal de nuestro Señor Jesucristo para
haber tenido el consuelo, grande por cierto, de conservar su retrato. ¡Qué
alegría poder recrearse en una fotografía de la que pudiéramos decir: ése era
Él!
Ese
retrato, sin embargo, no nos había de dar más alegría que la que nos
proporciona el Evangelio.
Una
fotografía de Jesucristo, por muy bien hecha que hubiera resultado, sería
siempre un retrato de Él por fuera y en una sola actitud; el Evangelio es el
retrato de Jesucristo por dentro y por fuera en variadísimas actitudes.
¿Os
habéis dado bien cuenta del valor de un libro que nos retrata al vivo al ser
más querido de nuestro corazón en sus lágrimas de pobre y de perseguido y sus
triunfos de Rey y de Dios, que nos conserva la descripción de sus hechos, de
sus milagros y de sus virtudes, nos guarda sus sentencias, sus parábolas y sus
promesas, y que, para prevenir toda duda y matar toda incredulidad, se nos
presenta con todas las garantías humanas y divinas de autenticidad?
No
es un santo más o menos regalado por Dios de celestiales revelaciones, no es un
milagro atestiguado por mayor o menor número de testigos, es la misma Tercera
Persona de la Trinidad augusta la que se ha cuidado de velar por la exactitud y
verdad de ese retrato del Hijo de Dios hecho hombre.
Amigos,
demos una y muchas veces gracias al Espíritu Santo por el riquísimo regalo del
Evangelio de nuestro Señor Jesucristo.
Démosle muchísimas gracias porque
nos ha hecho conocer de cierto lo que dijo, hizo y hasta lo que pensó y deseó
Jesucristo nuestro Señor en los años que mediaron entre su Encarnación y su
Ascensión.
Por el Evangelio tenemos la
dulcísima seguridad de decir cuando rezamos: así rezó mi Maestro Jesús; y
cuando perdonamos una ofensa: así perdonó mi Maestro Jesús; y cuando escasea el
pan que llevar a nuestra boca y no tenemos techo bajo el cual cobijarnos: así
vivió mi Maestro Jesús; y cuando se nos presente la cruz para vivir o morir en
ella: así vivió y murió mi Maestro Jesús...
¡Bendita
y dulce seguridad!
Y
¡qué!, ¿no podremos tener esa misma seguridad con el Jesucristo del Sagrario?
Ya
lo iremos viendo.
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