REZO MEDITADO
DEL "ALMA DE CRISTO"
por S.E.R. Mons. Antonio Montero Moreno
Arzobispo de Mérida-Badajoz
DEL "ALMA DE CRISTO"
por S.E.R. Mons. Antonio Montero Moreno
Arzobispo de Mérida-Badajoz
Doy por seguro, Señor, que
millares y millares, por no decir millones, de hombres y de mujeres, a lo largo
de más de cuatro siglos, han recitado el Alma de Cristo, siguiendo la
recomendación de San Ignacio, para el final de la oración personal o en momentos
de especial intensidad religiosa. Esas letrillas litánicas, que el santo
nombraba todavía en latín, te presentan, Señor crucificado, un recital breve y
silencioso de querencias íntimas, nacidas todas ellas de nuestra pobreza
radical. Son las cuentas preciosas de un misterio del rosario, a la vez
doloroso y glorioso. Intentaré repasar, grano a grano, esta espiga de
invocaciones.
Alma de
Cristo, santifícame
Tú sabes mejor que yo a cuántos
equívocos se presta hoy el nombre mismo del alma. Entiendo por alma con la
Biblia, la Iglesia y la tradición cultural a la que pertenezco, esa otra
dimensión fundante, invisible e inmortal de mi ser, que anima y sostiene la vida
de mi cuerpo, que con él me hace persona, donde se asientan la inteligencia, la
libertad, el amor y la dignidad del hombre. De donde brotan también, por su
cara obscura, el pecado y la maldad, la abyección y la podredumbre moral.
Sobre mi alma, que soy yo mismo,
sobre su desnudez indigente y pecadora, derrama, ¡oh Cristo!, la gracia, la luz
y la santidad de la tuya.
Cuerpo
de Cristo, sálvame
Me refiero a tu cuerpo viviente y
humano, gestado por el Espíritu en las entrañas de María, amamantado a sus
pechos, crecido y curtido en el taller de José. Enrolado, de niño y de joven,
en juegos, caminatas y debates, en la sinagoga y en el templo. Metido entre la
gente, israelita cabal, hijo del carpintero. Y luego sudoroso en los caminos de
Galilea y de Judea, sin cabezal para el descanso, dormido sobre la barca,
profeta erguido y entrañable, Hijo del hombre.
Me acojo a ese cuerpo mortal de
cordero inocente, llevado al sacrificio, abofeteado, sangrante y escarnecido.
Colgado después de tres clavos, traspasado por la lanza, muerto y silencioso,
grano de trigo en el sepulcro. Te adoro, cuerpo resucitado y glorioso de mi
único Señor, vivo para siempre, blanco cordero celestial, vencedor de tu muerte
y de la mía. Y, ¿cómo no?, cuerpo eucarístico de Jesús, pan vivo bajado del
cielo, manjar de resurrección para mi carne ciega y mortal, proclive a los
siete pecados. ¡Sálvame, cuerpo místico de Cristo, cabeza de la Iglesia, de la
que soy miembro agradecido!.
Sangre
de Cristo, embriágame
De nuevo al mirarte, Señor,
vuelve a mis labios la referencia eucarística, fundamental para nuestra
condición terrestre, memorial de tu pasión, anticipo del banquete celestial.
"Ya no beberé", nos dijiste, "del fruto de la vid hasta el día
en que lo beba nuevo en el Reino de mi Padre". Lo de la embriaguez, ya se
sabe, no es de tu sangre física, sino de tu vino eucarístico. "Qué breve
inmensidad la del instante en que riega tu sangre mi organismo!", escribí
en un verso de juventud. No sé si es pedirte mucho que me eduques el paladar
del alma, el sabor y el gusto interior de las cosas santas; "la sobria
embriaguez del Espíritu" de aquel himno litúrgico latino. "Loca del
Sacramento" llamaban en vida a Santa Micaela. A los apóstoles los
quisieron detener por borrachos el día de Pentecostés. ¡Embriagarse de Dios,
romper los linderos de la clase media espiritual, vivir sin vivir en mí!
Agua del costado de
Cristo, lávame
¡Qué contraste, Maestro, entre
tu santa humanidad, presta ya para resucitar, y nuestra existencia arrastrada y
polvorienta, siempre a la espera de un baño de gracia! Nos has lavado, Señor,
con tu Sangre. Dame la blanca túnica de los que acompañan al Cordero en los
prados celestes. Bendita la fuente bautismal, bendita el agua lustral del
sacramento del perdón. Limpieza corporal, Dios mío, tan grata y relajante, que
nos hace respetarnos a nosotros mismos y valorar a los demás. Pureza de corazón,
claridad de intenciones, veracidad en las
palabras, transparencia en la conducta. Milagro del agua de tu costado.
Pasión de Cristo,
Confórtame
No es la lógica la que aquí
manda, sino el corazón. Tu Pasión incluye todo lo dicho y parte de lo que
falta. Esta palabra bendita nos lo dice todo a tus discípulos. Tu sagrada
pasión discurre de Ramos a Gloria, del Cenáculo al Calvario. Abarca la agonía del
huerto, la bofetada ante Anás, la corona de espinas, la humillación con
Barrabás, la calle de la Amargura, las siete palabras, las cinco llagas. Este,
Señor, es tu cáliz, el de la pregunta a los del Zebedeo y a nosotros: ¿Sois
capaces de beberlo?
Ahí me duele, Señor. Tu pasión
no es una leyenda aurea; es una experiencia insondable, una fuente de
salvación, una cátedra de sabiduría. "Yo no quiero saber de otra cosa, nos
diría tu apóstol Pablo, sino de Jesucristo y de éste crucificado". A
Felipe II mientras le rajaba la pierna el cirujano, le leían páginas de tu
pasión. (Pasión significa dos cosas: amor extremado y sufrimiento total). De
ella sacaron amor las vírgenes cristianas, arrojo los mártires, fuego los
apóstoles, lucidez los doctores, esperanza los oprimidos. Anda, Señor,
confórtame.
Oh Buen Jesús, óyeme
Tampoco esto viene muy a cuento, en
una letanía de peticiones concretas. Tendría yo que decirte como tú al Padre:
¡Sé que siempre me oyes! Pero es que estoy pidiéndote santidad, salvación,
pureza de alma, experiencia de tí, fortaleza en mis cruces. Me asalta, perdón,
la duda de si no me estás oyendo tú, o yo te estoy pidiendo demasiado. Es un
decir, Señor. Lo que pasa es que, entre nosotros los hombres, yo el primero,
ocurre a menudo que no le echas cuentas al que se desahoga contigo, al que
espera tu escucha de sus cuitas.
Sigo, pues, mi letanía, tras este
descansillo afectivo, y perdona mi atrevimiento en lo que paso a decirte.
Dentro de tus llagas, escóndeme
Esto le iría a San Francisco o Santa
Teresa. Pero, ¿a mi? Ha habido contemplativos en la Iglesia que por gracia
singular, han llevado en sus manos, en sus pies y en su costado los estigmas de
sus llagas. Jesús, yo no pido tanto, pero sí que me escondas místicamente en
tus llagas sacrosantas, que es decir en lo más íntimo de tu ser divino. No
pretendo ser el único, ¡hasta eso podríamos llegar! Ábrenos tus cinco ventanas,
hoy de luz y de gloria, al montón infinito de cristianos que buscamos tu
rostro, Señor, tú sabes que te amo.
No permitas que me aparte de Ti
Pero, ¿cómo puedo, Cristo mío,
cantar victoria? ¿Acaso estamos ya en las Bodas eternas, en la casa del Padre,
en la mansión de la luz y de la paz? No, por cierto y por desgracia. Aunque tú
hicieras realidad conmigo la metáfora inefable de esconderme en tus llagas
benditas, todavía en esta carne de pecado, tú no te fies ni un pelo del uso y
abuso insensato que yo puedo hacer de mi albedrío.
Igual os pediría a ti y a tu Padre
la herencia que me tenéis asignada, para quemarla luego a mis anchas por el
mundo. No soy de pasta distinta que la de los apóstatas, adúlteros, o simples
cabezas locas que en el mundo han sido. Por eso, Señor, al igual que el Jueves
Santo conserva el sacerdote, colgada a su cuello, la llave preciosa del
monumento, haz tú eso mismo con las llaves de tus cinco llagas para que, una
vez dentro, no sienta yo jamás el arrebato de escaparme. Tú ya nos conoces. No
permitas, entonces, que me aparte de ti.
Del maligno enemigo, defiéndeme
Es que, Señor, vivimos en zozobra.
Recibimos y paladeamos tus dádivas exquisitas, al tiempo que ejercen sobre
nosotros una presión constante y abrumadora el mundo, el demonio y la carne.
Son las fuerzas del mal, el misterio de iniquidad, o el aguijón del pecado que
se clavaba en las carnes de San Pablo. Las cosas son así y nosotros, según
confesaba el mismo apóstol, "no estamos guerreando únicamente contra la
sangre y la carne, sino contra los principados, potestades y dominaciones de
este mundo tenebroso, contra los espíritus malos de los aires".
Conozco, cómo no?, la sonrisa de
superioridad de algunos ante esas supuestas mitologías, una actitud que a todos
nos tienta un poco. Pero, ¿quién que esté empeñado cada día en el combate
cristiano no experimenta, de sobra, todo eso y mucho más? Tú, Señor, derrotaste
al maligno en el desierto de Judá.
En la hora de mi muerte, llámame
Y mándame ir a Ti
Para que con tus santos te alabe
Por los siglos de los siglos.
Se me desatan al final, Jesús
bendito, la lengua y el corazón, implorando de ti sin rodeos la suerte buena de
una buena muerte. Toma tú entonces, amigo mío, la iniciativa final de llevarme
a ti en el momento más solemne de mi destino. Hazme pasar, entonces y para
siempre, del reino de la queja al de la alabanza. Eso es lo que quiero yo,
quizá con solapado egoísmo: cantar eternamente tus alabanzas, aunque ello no
supusiera para mi la plenitud eterna de la dicha. Resulta, empero, que por eso
mismo lo es. Vocación, pues, eterna la mía de músico y de cantor. ¡Afina tú el
instrumento, Señor soberano! Amen.
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