A modo de homenaje publicamos la conferencia que en ocasión del encuentro internacional de sacerdotes, en la conclusión del Año sacerdotal, en la Basílica de San Pablo Extramuros, el 9 de junio de 2010 en Roma, brindara del Cardenal Joaquín Meisner (+ 5/7/2017) sobre:
"Conversión y misión"
¡Queridos hermanos!
Ciertamente no trataré de
brindaros una nueva exposición sobre la teología de la penitencia y de la
misión. Pero quisiera dejarme guiar por el mismo Evangelio, junto a vosotros,
hacia la conversión, para luego ser enviados por el Espíritu Santo a llevar a los
hombres la buena noticia de Cristo.
En este camino, quisiera
ahora recorrer con vosotros quince puntos de reflexión.
1. Debemos convertirnos
nuevamente en una "Iglesia en camino a los hombres" (Geh-hin-Kirche),
como le gustaba decir a mi predecesor, el entonces Arzobispo de Colonia, el
cardenal Joseph Höffner. Esto, sin embargo, no puede ocurrir por un mandato. A
esto nos debe mover el Espíritu Santo.
Una de las pérdidas más
trágicas que nuestra Iglesia ha sufrido en la segunda mitad del siglo XX es la pérdida
del Espíritu Santo en el sacramento de la Reconciliación. Para nosotros, los
sacerdotes, esto ha causado una tremenda pérdida de perfil interior. Cuando los
fieles cristianos me preguntan: "¿Cómo podemos ayudar a nuestros
sacerdotes?", entonces siempre respondo: "¡Id a confesaros con
ellos!". Allí donde el sacerdote ya no es confesor, se convierte en un
trabajador social religioso. Le falta, de hecho, la experiencia del éxito
pastoral más grande, es decir, cuando puede colaborar para que un pecador,
también gracias a su ayuda, deje el confesionario siendo nuevamente una persona
santificada. En el confesionario, el sacerdote puede echar una mirada al
corazón de muchas personas y de esto le surgen impulsos, estímulos e
inspiraciones para el propio seguimiento de Cristo.
2. A las puertas de
Damasco, un pequeño hombre enfermo, san Pablo, es tirado al suelo y queda
ciego. En la segunda Carta a los Corintios, él mismo nos habla de la impresión
que sus adversarios tenían de su persona: era físicamente insignificante y de
retórica débil (cfr. 2 Cor 10,10). A las ciudades del Asia Menor y de Europa,
sin embargo, a través de este pequeño hombre enfermo, será anunciado, en los
años venideros, el Evangelio. Las maravillas de Dios no ocurren nunca bajo los
"reflectores" de la historia mundial. Estas se realizan siempre a un
lado; precisamente, a las puertas de la ciudad como también en el secreto del
confesionario. Esto debe ser para todos nosotros un gran consuelo, para
nosotros que tenemos grandes responsabilidades pero, al mismo tiempo, somos
conscientes de nuestras, a menudo limitadas, posibilidades. Forma parte de la
estrategia de Dios: obtener, mediante pequeñas causas, efectos de grandes
dimensiones. Pablo, derrotado a las puertas de Damasco, se convierte en el
conquistador de las ciudades del Asia Menor y de Europa. Su misión es la de
reunir a los llamados en la Iglesia, dentro de la "Ecclesia" de Dios.
Aún si - vista desde fuera - es sólo una pequeña y oprimida minoría, es
impulsada desde dentro, y Pablo la compara al cuerpo de Cristo, más aún, la
identifica con el cuerpo de Cristo, que es la Iglesia. Esta posibilidad de
"recibir de las manos del Señor", en nuestra experiencia humana, se
llama "conversión". La Iglesia es la "Ecclesia semper
reformanda" y, en ella, tanto el sacerdote como el obispo son un
"semper reformandus" que, como Pablo en Damasco, deben ser tirados a
tierra desde el caballo siempre de nuevo para caer en los brazos de Dios
misericordioso, que luego nos envía al mundo.
3. Por eso no es suficiente
que en nuestro trabajo pastoral queramos aportar correcciones sólo a las
estructuras de nuestra Iglesia para poder mostrarla más atractiva. ¡No basta!
Tenemos necesidad de un cambio del corazón, de mi corazón. Sólo un Pablo
convertido pudo cambiar el mundo, no un ingeniero de estructuras eclesiásticas.
El sacerdote, a través de su ser en el estilo de vida de Jesús, está de tal
modo habitado por Él que el mismo Jesús, en el sacerdote, se hace perceptible
para los otros. En Juan 14, 23, leemos: "El que me ama será fiel a mi
palabra, y mi Padre lo amará; iremos a él y habitaremos en él". ¡Esto no
es sólo una bella imagen! Si el corazón del sacerdote ama a Dios y vive en la
gracia, Dios uno y trino viene personalmente a habitar en el corazón del sacerdote.
Ciertamente, Dios es omnipresente. Dios habita en todos lados. El mundo es como
una gran iglesia de Dios, pero el corazón del sacerdote es como un tabernáculo
en la iglesia. Allí, Dios habita de un modo misterioso y particular.
4. El mayor obstáculo para permitir
que Cristo sea percibido por los otros a través nuestro es el pecado. Este
impide la presencia del Señor en nuestra existencia y, por eso, para nosotros
no hay nada más necesario que la conversión, también en orden a la misión. Se
trata, por decirlo sintéticamente, del sacramento de la Penitencia. Un
sacerdote que no se encuentra, con frecuencia, tanto de un lado como del otro
de la rejilla del confesionario, sufre daños permanentes en su alma y en su
misión. Aquí vemos ciertamente una de las principales causas de la múltiple
crisis en la que el sacerdocio ha estado en los últimos cincuenta años. La
gracia especialmente particular del sacerdocio es aquella por la que el
sacerdote puede sentirse "en su casa" en ambos lados de la rejilla del
confesionario: como penitente y como ministro del perdón. Cuando el sacerdote
se aleja del confesionario, entra en una grave crisis de identidad. El
sacramento de la Penitencia es el lugar privilegiado para la profundización de
la identidad del sacerdote, el cual está llamado a hacer que él mismo y los
creyentes se acerquen a la plenitud de Cristo.
En la oración sacerdotal,
Jesús habla a los suyos y a nuestro Padre celestial de esta identidad: "No
te pido que los saques del mundo, sino que los preserves del Maligno. Ellos no
son del mundo, como tampoco yo soy del mundo. Conságralos en la verdad: tu
palabra es verdad" (Jn. 17,15-17). En el sacramento de la Penitencia, se
trata de la verdad en nosotros. ¿Cómo es posible que no nos guste enfrentar la
verdad?
5. Ahora debemos
preguntarnos: ¿no hemos experimentado todavía la alegría de reconocer un error,
admitirlo y pedir perdón a quien hemos ofendido? "Me levantaré e iré a la
casa de mi padre y le diré: "Padre, pequé contra el Cielo y contra
ti" (Lc 15,18). ¿No conocemos la alegría de ver, entonces, cómo el Otro
abre los brazos como el padre del hijo pródigo: "su padre lo vio y se
conmovió profundamente, corrió a su encuentro, lo abrazó y lo besó" (Lc
15,20)? ¿No podemos imaginar, entonces, la alegría del padre, que nos ha vuelto
a encontrar: "Y comenzó la fiesta" (Lc 15,24)? Si sabemos que esta
fiesta es celebrada en el Cielo cada vez que nos convertimos, ¿por qué,
entonces, no nos convertimos más frecuentemente? ¿Por qué - y aquí hablo de un
modo muy humano - somos tan mezquinos con Dios y con los santos del Cielo al
punto de dejarlos tan raramente celebrar una fiesta por el hecho de que nos
hemos dejado abrazar por el corazón del Señor, del Padre?
6. A menudo no amamos este
perdón explícito. Y, sin embargo, Dios nunca se muestra tanto como Dios como
cuando perdona. ¡Dios es amor! ¡Él es el donarse en persona! Él da la gracia
del perdón. Pero el amor más fuerte es aquel amor que supera el obstáculo
principal al amor, es decir, el pecado. La gracia más grande es el ser perdonados
(die Begnadigung), y el don más precioso es el darse (die Vergabung), es el
perdón. Si no hubiese pecadores, que tuvieran más necesidad del perdón que del
pan cotidiano, no podríamos conocer la profundidad del Corazón divino. El Señor
lo subraya de modo explícito: "Les aseguro que, de la misma manera, habrá
más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta, que por noventa y
nueve justos que no necesitan convertirse" (Lc. 15,7). ¿Cómo es posible -
preguntémonos una vez más - que un sacramento, que evoca tan gran alegría en el
Cielo, suscita tanta antipatía sobre la tierra? Esto se debe a nuestra
soberbia, a la constante tendencia de nuestro corazón a atrincherarse, a
satisfacerse a sí mismo, a aislarse, a cerrarse sobre sí. En realidad, ¿qué
preferimos?: ¿ser pecadores, a los que Dios perdona, o aparentar estar sin
pecado, viviendo en la ilusión de presumirnos justos, dejando de lado la
manifestación del amor de Dios? ¿Basta realmente con estar satisfechos de
nosotros mismos? ¿Pero qué somos sin Dios? Sólo la humildad de un niño, como la
han vivido los santos, nos deja soportar con alegría la diferencia entre
nuestra indignidad y la magnificencia de Dios.
7. El fin de la confesión
no es que nosotros, olvidando los pecados, no pensemos más en Dios. La
confesión nos permite el acceso a una vida donde no se puede pensar en nada más
que en Dios. Dios nos dice en el interior: "La única razón por la que has
pecado es porque no puedes creer que yo te amo lo suficiente, que estás
realmente en mi corazón, que encuentras en mí la ternura de la que tienes
necesidad, que me alegro por el mínimo gesto que me ofreces, como testimonio de
tu consentimiento, para perdonarte todo aquello que me traes en la
confesión". Sabiendo de tal perdón, de tal amor, entonces seremos
inundados de alegría y de gratitud. De este modo, perderemos progresivamente el
deseo del pecado, y el sacramento de la Reconciliación se convertirá en una
cita fija de la alegría en nuestra vida. Ir a confesarse significa hacer un
poco más cordial el amor a Dios, sentir, decir y experimentar eficazmente, una
vez más - porque la confesión no es estímulo sólo desde el exterior -, que Dios
nos ama; confesarse significa recomenzar a creer - y, al mismo tiempo, a
descubrir - que hasta ahora nunca hemos confiado de modo suficientemente
profundo y que, por eso, debemos pedir perdón. Frente a Jesús, nos sentimos
pecadores, nos descubrimos pecadores, que hemos dejado de lado las expectativas
del Señor. Confesarse significa dejarse elevar por el Señor a su nivel divino.
8. El hijo pródigo abandona
la casa paterna porque se ha vuelto incrédulo. Ya no tiene confianza en el amor
del Padre, que lo satisface, y exige su parte de herencia para resolver por sí
sólo todo lo que a él concierne. Cuando se decide a volver y pedir perdón, su
corazón está aún muerto. Cree que ya no será amado, que ya no será considerado
hijo. Vuelve sólo para no morir de hambre. ¡Esto es lo que llamamos contrición
imperfecta! Pero hacía tiempo que el padre lo esperaba. Hacía tiempo que no
tenía pensamiento que le diera más alegría que el de creer que el hijo podría
volver un día a casa. Tan pronto lo ve, corre al encuentro, lo abraza, no le da
tiempo ni siquiera para terminar su confesión, y llama a los sirvientes para
hacerlo vestir, alimentar y curar. Dado que se le muestra un amor tan grande,
el hijo, en ese momento, comienza también a sentirlo nuevamente, dejándose
colmar. Un arrepentimiento inesperado le sobreviene. Esta es la contrición
perfecta. Sólo cuando el padre lo abraza, él mide toda su ingratitud, su
insolencia y su injusticia. Sólo entonces retorna verdaderamente, se vuelve a
convertir en hijo, abierto y confidente con el padre, reencuentra la vida:
"Es justo que haya fiesta y alegría, porque tu hermano estaba muerto y ha
vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido encontrado" (Lc. 15,32), dice
el padre, al respecto, al hijo que había permanecido en la casa.
9. El hijo mayor, "el
justo", ha vivido un cambio similar - así, al menos, quisiéramos esperar
que continúe la parábola. El caso de este hijo es, sin embargo, mucho más
difícil. ¡No se puede decir que Dios ama a los pecadores más que a los justos!
Una madre ama a su niño enfermo, al que dirige sus cuidados particulares, no
más que a los niños sanos, a los que deja jugar solos, a los que expresa su
amor - no ciertamente menor - pero de modo diverso. Mientras las personas
rechazan reconocer y confesar los propios pecados, mientras siguen siendo
pecadores orgullosos, Dios prefiere a los humildes pecadores.
Tiene paciencia con todos.
El Padre tiene paciencia también con el hijo que se ha quedado en la casa. Le
ruega y le habla con bondad: "Hijo mío, tú estás siempre conmigo, y todo
lo mío es tuyo" (Lc. 15,31). El perdón de la insensibilidad del hijo
mayor no es expresado aquí pero está implícito. ¡Qué grande debe ser la
vergüenza del hijo mayor frente a tal clemencia! Había previsto todo pero no
ciertamente esta humilde ternura del padre. De repente, se encuentra desarmado,
confundido, copartícipe de la alegría común. Y se pregunta cómo pudo pensar en
quedarse a un lado, cómo pudo, aunque por un solo instante, preferir ser
infeliz solo mientras todos los otros se amaban y se perdonaban mutuamente.
Afortunadamente, el padre está allí y lo trata a tiempo. Afortunadamente, ¡el
padre no es como él! Afortunadamente, el padre es mucho mejor que todos los
otros juntos. Sólo Dios puede perdonar los pecados. Sólo Él puede realizar este
gesto de gracia, de alegría y de abundancia de amor. Por eso, el sacramento de
la Penitencia es la fuente de permanente renovación y de revitalización de
nuestra existencia sacerdotal.
10. Por eso, para mí, la
madurez espiritual de un candidato al sacerdocio, para recibir la ordenación
sacerdotal, se hace evidente en el hecho de que reciba regularmente - al menos,
en la frecuencia de una vez al mes - el sacramento de la Reconciliación. De
hecho, es en el sacramento de la Penitencia donde encuentro al Padre
misericordioso con los dones más preciosos que ha de dar, y esto es el donarse
(Vergabung), el perdón y la gracia. Pero cuando alguno, a causa de su falta de
frecuencia de confesión, dice al Padre: "¡Ten para ti tus preciosos dones!
Yo no tengo necesidad de ti y de tus dones", entonces deja de ser hijo
porque se excluye de la paternidad de Dios, porque ya no quiere recibir sus
preciosos dones. Y si ya no es más hijo del Padre celestial, entonces no puede
convertirse en sacerdote, porque el sacerdote, a través del bautismo, es antes
que nada hijo del Padre y, luego mediante la ordenación sacerdotal, es con
Cristo, hijo con el Hijo. Sólo entonces podrá ser realmente hermano de los
hombres.
11. El paso de la
conversión a la misión puede mostrarse, en primer lugar, en el hecho de que yo
paso de un lado al otro de la rejilla del confesionario, de la parte del
penitente a la parte del confesor. La pérdida del sacramento de la
Reconciliación es la raíz de muchos males en la vida de la Iglesia y en la vida
del sacerdote. Y la así llamada crisis del sacramento de la Penitencia no se
debe sólo a que la gente no vaya más a confesarse sino a que nosotros,
sacerdotes, ya no estamos presentes en el confesionario. Un confesionario en
que el está presente un sacerdote, en una iglesia vacía, es el símbolo más
conmovedor de la paciencia de Dios que espera. Así es Dios. Él nos espera toda
la vida. En mis treinta y cinco años de ministerio episcopal conozco ejemplos
conmovedores de sacerdotes presentes cotidianamente en el confesionario, sin
que viniera un penitente; hasta que, un día, el primer o la primera penitente,
después de meses o años de espera, se hizo finalmente presente. De este modo,
por así decir, se ha desbloqueado la situación. Desde ese momento, el
confesionario empezó a ser muy frecuentado. Aquí el sacerdote está llamado a
poner de su parte todos los trabajos exteriores de planificación de la pastoral
de grupo para sumergirse en las necesidades personales de cada uno. Y aquí
debe, sobre todo, escuchar más que hablar. Una herida purulenta en el cuerpo
sólo puede sanar si puede sangrar hasta el final. El corazón herido del hombre
puede sanar sólo si puede sangrar hasta el final, si puede desahogar todo. Y se
puede desahogar sólo si hay alguien que escucha, en la absoluta discreción del
sacramento de la Reconciliación. Para el confesor es importante, primero que
nada, no hablar sino escuchar. ¡Cuántos impulsos interiores experimenta y
recibe el sacerdote, precisamente en la administración del sacramento de la
confesión, que le sirven para su seguimiento de Cristo! Aquí puede sentir y
constatar cuánto más avanzados que él, en el seguimiento de Cristo, están los
simples fieles católicos, hombres, mujeres y niños.
12. Si nos falta en gran
parte este ámbito esencial del servicio sacerdotal, entonces caemos fácilmente
en una mentalidad funcionalista o en el nivel de una mera técnica pastoral.
Nuestro estar a ambos lados de la rejilla del confesionario nos lleva, a través
de nuestro testimonio, a permitir que Cristo se haga perceptible para el
pueblo. Para decirlo claramente, con un ejemplo negativo: quien entra en
contacto con el material radioactivo, también él se vuelve radioactivo. Si
luego se pone en contacto con otro, entonces también -éste quedará igualmente
infectado por la radioactividad. Pero ahora volvamos al ejemplo positivo:
aquellos que entran en contacto con Cristo, se vuelven
"Cristo-activos". Y si, entonces, el sacerdote, siendo
"Cristo-activo", se pone en contacto con otras personas, éstas
ciertamente serán "infectadas" por su "Cristo-actividad".
Ésta es la misión, así como fue concebida y estuvo presente desde el comienzo
del cristianismo. La gente se reunía en torno a la persona de Jesús para
tocarlo, aunque sólo fuera el borde de su manto. Y quedaban sanados incluso
cuando esto ocurría mientras Él estaba de espaldas: "porque salía de él
una fuerza que sanaba a todos" (Lc. 6,19).
13. Con nosotros, en
cambio, con frecuencia las personas huyen, ya no buscan nuestra cercanía para
entrar en contacto con nosotros. Por el contrario, como dije, se nos escapan.
Para evitar que esto suceda, debemos plantearnos la pregunta: ¿con quién entran
en contacto cuando se ponen en contacto conmigo? ¿Con Jesucristo, en su
infinito amor por la humanidad, o bien con alguna privada opinión teológica o
alguna queja sobre la situación de la Iglesia y del mundo? A través de
nosotros, ¿entran en contacto con Jesucristo? Si este es el caso, entonces las
personas tendrán vida. Hablarán entre ellas de tal sacerdote. Se expresarán
sobre él con términos similares: "Con él sí se puede hablar. Me entiende.
Realmente puede ayudar". Estoy profundamente convencido de que la gente
tiene una profunda nostalgia de tales sacerdotes, en los cuales pueden
encontrar auténticamente a Cristo, que los hace libres de todos los lazos y los
vincula a su Persona.
14. Para poder perdonar
realmente, tenemos necesidad de mucho amor. El único perdón que podemos
conceder realmente es el que hemos recibido de Dios. Sólo si experimentamos al
Padre misericordioso, podemos hacernos hermanos misericordiosos para los otros.
Aquel que no perdona, no ama. Aquel que perdona poco, ama poco. Quien perdona
mucho, ama mucho. Cuando dejamos el confesionario, que es el punto de partida
de nuestra misión, tanto de un lado como del otro de la rejilla, entonces se
quisiera abrazar a todos, para pedirles perdón y esto ocurre especialmente
después de habernos confesado. Yo mismo he experimentado de forma tan
gratificante el amor de Dios que perdona, como para poder solamente pedir con
urgencia: "¡Acoge también tú su perdón! Toma una parte del mío, que ahora
he recibido en sobreabundancia. ¡Y perdóname que te lo ofrezca tan mal!".
Con la confesión se vuelve dentro del mismo movimiento del amor de Dios y del
amor fraterno, en la unión con Dios y con la Iglesia, del cual nos había
excluido el pecado. Si Dios nos ha enseñado a amar de un modo nuevo, podemos y
debemos amar a todos los hombres. Si no fuese así, sería un signo de que no nos
hemos confesado bien y que, por lo tanto, deberíamos confesarnos de nuevo.
Probablemente, el más
grande sacerdote confesor de nuestra Iglesia es el Santo Cura de Ars. Gracias a
él tenemos el Año Sacerdotal y, por lo tanto, nuestro actual encuentro como
sacerdotes y obispos con el Santo Padre aquí en Roma. Con este santo párroco he
reflexionado sobre el misterio de la santa confesión ya que su ministerio
cotidiano de la reconciliación, en el confesionario de Ars, ha hecho que se
convirtiera en un gran misionero para el mundo. Se ha dicho que, como sacerdote
confesor, ha vencido espiritualmente a la Revolución francesa. Lo que me ha
inspirado este diálogo espiritual con Juan María Vianney, lo he dicho aquí. Sin
embargo, me ha recordado también algo muy importante.
15. ¡Amamos a todos,
perdonamos a todos! ¡Hay que prestar atención, sin embargo, a no olvidar a una
persona! Existe un ser, de hecho, que nos desilusiona y nos pesa, un ser con el
que estamos constantemente insatisfechos. Y somos nosotros mismos. Con
frecuencia tenemos bastante de nosotros. Estamos hartos de nuestra mediocridad
y cansados de nuestra misma monotonía. Vivimos en un estado de ánimo frío e
incluso con una increíble indiferencia hacia este prójimo más próximo que Dios
nos ha confiado para que le hagamos tocar el perdón divino. Y este prójimo más
próximo somos nosotros mismos. Está dicho, de hecho, que debemos amar a nuestro
prójimo como a nosotros mismos (cfr. Lv. 19,18). Por lo tanto, debemos amarnos
también a nosotros mismos así como tratamos de amar a nuestro prójimo. Entonces
debemos pedir a Dios que nos enseñe que debemos perdonarnos: la rabia de
nuestro orgullo, las desilusiones de nuestra ambición. Pidamos que la bondad,
la ternura, la paciencia y la confianza indecible con la que Él nos perdona,
nos conquiste hasta el punto de que nos liberemos del cansancio de nosotros
mismos, que nos acompaña por todas partes, y con frecuencia incluso nos causa
vergüenza. No somos capaces de reconocer el amor de Dios por nosotros sin
modificar también la opinión que tenemos de nosotros mismos, sin reconocer a
Dios mismo el derecho de amarnos. El perdón de Dios nos reconcilia con Él, con
nosotros, con nuestros hermanos y hermanas, y con todo el mundo. Nos hace
auténticos misioneros.
¿Lo creéis, queridos
hermanos? ¡Probadlo, hoy mismo!
+ Joachim Card. Meisner
Arzobispo de Colonia
Arzobispo de Colonia
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