El 7 de julio se cumplen diez años del motu propio Summorun Pontificum, con el cual Benedicto XVI, tras aclarar definitivamente que el rito de la misa anterior a la reforma de 1969, "nunca fue abrogado"(art.1) liberalizó su uso para toda la Iglesia latina , regulando su uso como "forma extraordinaria" del rito romano.
Summorum
Pontificum: la fuente del
porvenir
Entre
el 29 de marzo y el 1° de abril tuvieron lugar en Herzogenrath, al norte de
Aix-la-Chapelle, el XVIII Congreso Litúrgico de Colonia, organizados por el
Rvdo. Guido Rodheudt. No habiendo podido estar presente en ellos, el cardenal
Robert Sarah, Prefecto de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina
de los Sacramentos, ha dirigido a los organizadores el siguiente mensaje.
***
Deseo ante todo agradecer desde lo más
profundo de mi corazón a los organizadores del Coloquio titulado “La fuente del
porvenir”, con ocasión del décimo aniversario del motu proprio Summorum
Pontificum, del papa Benedicto XVI, en Herzogenrath, por haberme permitido
hacer la introducción a la reflexión que haréis sobre este tema tan importante
para la vida de la Iglesia y, más especialmente, para el porvenir de la
liturgia. Y lo hago con gran alegría. Quisiera saludar muy cordialmente a todos
los participantes en este Coloquio, en particular a los miembros de las
siguientes asociaciones, cuyos nombres se menciona en la invitación que habéis
tenido la bondad de enviarme, esperando no olvidar a ninguna: Asociación Una
Voce de Alemania, Círculo Católico de Sacerdotes y Laicos de las
arquidiócesis de Hamburgo y de Colonia, Asociación Cardenal Newman, Red de
Sacerdotes de la Parroquia Católica Santa Gertrudis de Herzogenrath. Como le he
escrito al Rvdo. Guido Rodheudt, párroco de Santa Gertrudis de Herzogenrath, lamento
mucho haber tenido que renunciar a participar en vuestro Coloquio debido a
ciertas obligaciones que me han sobrevenido imprevistamente y se han agregado a
mi agenda ya bastante ocupada. Sin embargo, creed que estaré entre vosotros a
través de la oración, la que os acompañará cada día y, por cierto, estaréis
todos presentes en el momento del ofertorio de la Santa Misa cotidiana que
celebraré durante los cuatro días de vuestro coloquio, del 29 de marzo al 1° de
abril.
Así pues, voy a tratar de daros, lo mejor que
pueda, una introducción a vuestro trabajo mediante una breve reflexión sobre el
modo como conviene aplicar el motu proprio Summorum Pontificum en
la unidad y la paz.
Restaurar la liturgia
Como sabéis, lo que se ha denominado a
comienzos del siglo XX el “movimiento litúrgico”, fue la voluntad del papa San
Pío X, expresada en otro motu proprio titulado Tra le sollicitudini (1903),
de restaurar la liturgia para hacer más accesibles sus tesoros y para que se
convirtiera, así, en la fuente de una vida auténticamente cristiana. De ahí la
definición de la liturgia como “cumbre y fuente de la vida y de la misión de la
Iglesia” que está en la Constitución sobre la Sagrada Liturgia, Sacrosanctum
Concilium, del Concilio Vaticano II (núm. 10). Jamás se insistirá
suficientemente en que la liturgia, en tanto que cumbre y fuente de la Iglesia,
encuentra su fundamento en el mismo Cristo. En efecto, el Señor Jesucristo es
el único y definitivo Sumo Sacerdote de la Alianza Nueva y Eterna, puesto que
Él se ha ofrecido a Sí mismo en sacrificio y “por una única oblación ha hecho
perfectos para siempre a aquéllos a quienes santifica” (cfr. Heb 10, 14). Así,
tal como lo dice el Catecismo de la Iglesia Católica, “[e]s el
Misterio de Cristo lo que la Iglesia anuncia y celebra en la liturgia, a fin de
que los fieles vivan de él y den testimonio de él en el mundo” (núm. 1068). Es
en este marco del “movimiento litúrgico”, uno de cuyos frutos más bellos fue la
Constitución Sacrosanctum Concilium, donde conviene insertar el
motu proprio Summorum Pontificum, de 7 de julio de 2007, de cuya
promulgación tendremos la alegría de celebrar este año, con gran gozo y acción
de gracias, el décimo aniversario. Se puede, pues, afirmar que el “movimiento
litúrgico”, iniciado por el papa San Pío X, nunca se ha interrumpido, y que
continúa todavía en nuestros días movido por el nuevo impulso que le ha dado el
papa Benedicto XVI. Se puede mencionar, a propósito de esto, el especial
cuidado y la atención personal de que él daba pruebas al celebrar la santa
liturgia cuando fue Papa, y también sus frecuentes referencias, en sus
discursos, a su centralidad en la vida de la Iglesia y, en fin, sus dos
documentos magisteriales, Sacramentum Caritatis y Summorum
Pontificum. En otras palabras, se trata de lo que se denomina aggiornamento litúrgico
(“aggiornamento” es un término italiano que significa literalmente
“poner al día”).
Hemos celebrado el quincuagésimo aniversario
de la Constitución sobre la Sagrada Liturgia del Concilio Vaticano II en 2013,
ya que ella se promulgó el 4 de diciembre de 1963, la cual ha sido en cierto
modo completada por el motu proprio Summorum Pontificum del
papa Benedicto XVI. ¿De qué trata éste? El papa emérito estableció la
distinción entre dos formas del mismo rito romano: una forma llamada
“ordinaria”, que se refiere a los textos litúrgicos del Misal Romano revisados
siguiendo las indicaciones del Concilio Vaticano II, y una forma denominada
“extraordinaria”, que corresponde a la liturgia que regía antes del aggiornamento litúrgico.
De esta manera, actualmente, en el rito romano o latino, hay vigentes dos
misales: el del beato Pablo VI, cuya tercera edición data de 2002, y el de San
Pío V, cuya última edición, promulgada por San Juan XXIII, es de 1962.
Por un mutuo enriquecimiento
En la carta a los obispos que acompaña al
motu proprio, Benedicto XVI precisaba muy bien que su decisión de hacer
coexistir los dos misales no tenía solamente por objeto satisfacer el deseo de
ciertos grupos de fieles adherentes a las formas litúrgicas anteriores al
Concilio Vaticano II, sino también permitir el mutuo enriquecimiento de las dos
formas del mismo rito romano, es decir, no sólo hacer posible su coexistencia
pacífica sino también posibilitar su perfeccionamiento, subrayando los mejores
elementos que los caracterizan. A propósito de esto escribía que “las dos
formas de uso del rito romano pueden enriquecerse recíprocamente: se podrá y se
deberá incluir en el antiguo misal a los nuevos santos y algunos de los nuevos
prefacios [… ] En la celebración de la Misa según el misal de Pablo VI se podrá
manifestar, de un modo más enérgico que lo que se ha hecho hasta el presente,
esa sacralidad que atrae a numerosas personas hacia la forma antigua del rito
romano”. Es, pues, en tales términos que el Papa emérito expresaba su deseo de
relanzar el “movimiento litúrgico”.
En las parroquias donde se ha podido poner por obra el motu proprio, los párrocos dan testimonio del gran fervor que se da entre los fieles y los sacerdotes, cuestión que el mismo Rvdo. Rodheudt puede testimoniar. Se ha podido advertir una análoga repercusión y una evolución espiritual positiva en el modo de vivir las celebraciones eucarísticas según la forma ordinaria, en particular el redescubrimiento de las actitudes de adoración hacia el Santísimo Sacramento: ponerse de rodillas, genuflexiones…, y también un mayor recogimiento, caracterizado por el silencio sagrado que debe distinguir a los momentos más importantes del Santo Sacrificio de la Misa para permitir a los sacerdotes y a los fieles interiorizar el misterio de fe que se celebra. Es verdad que también que hay que alentar enérgicamente, y ponerla por obra, la formación litúrgica y espiritual. Asimismo, será necesario promover una pedagogía perfectamente ajustada a fin de superar cierto “rubricismo” demasiado formal en la explicación de los ritos del misal tridentino a quienes todavía no lo conocen, o lo conocen de una manera demasiado sesgada y, a veces, incompleta. Por ello es oportuno y urgente poner al día un misal bilingüe (latín y lengua vernácula) con vistas a la participación plena, consciente, íntima y más fructífera de los fieles en las celebraciones eucarísticas. Es también muy importante subrayar la continuidad entre los dos misales mediante catequesis litúrgicas apropiadas… Hay muchos sacerdotes que dan testimonio de que ésta es una tarea estimulante porque están conscientes de trabajar en la renovación litúrgica, aportando sus granos de arena al “movimiento litúrgico”, del cual hablábamos recién, es decir, a esta renovación espiritual y mística –y por tanto misionera- deseada por el Concilio Vaticano II, a la cual nos llama vigorosamente el papa Francisco.
En las parroquias donde se ha podido poner por obra el motu proprio, los párrocos dan testimonio del gran fervor que se da entre los fieles y los sacerdotes, cuestión que el mismo Rvdo. Rodheudt puede testimoniar. Se ha podido advertir una análoga repercusión y una evolución espiritual positiva en el modo de vivir las celebraciones eucarísticas según la forma ordinaria, en particular el redescubrimiento de las actitudes de adoración hacia el Santísimo Sacramento: ponerse de rodillas, genuflexiones…, y también un mayor recogimiento, caracterizado por el silencio sagrado que debe distinguir a los momentos más importantes del Santo Sacrificio de la Misa para permitir a los sacerdotes y a los fieles interiorizar el misterio de fe que se celebra. Es verdad que también que hay que alentar enérgicamente, y ponerla por obra, la formación litúrgica y espiritual. Asimismo, será necesario promover una pedagogía perfectamente ajustada a fin de superar cierto “rubricismo” demasiado formal en la explicación de los ritos del misal tridentino a quienes todavía no lo conocen, o lo conocen de una manera demasiado sesgada y, a veces, incompleta. Por ello es oportuno y urgente poner al día un misal bilingüe (latín y lengua vernácula) con vistas a la participación plena, consciente, íntima y más fructífera de los fieles en las celebraciones eucarísticas. Es también muy importante subrayar la continuidad entre los dos misales mediante catequesis litúrgicas apropiadas… Hay muchos sacerdotes que dan testimonio de que ésta es una tarea estimulante porque están conscientes de trabajar en la renovación litúrgica, aportando sus granos de arena al “movimiento litúrgico”, del cual hablábamos recién, es decir, a esta renovación espiritual y mística –y por tanto misionera- deseada por el Concilio Vaticano II, a la cual nos llama vigorosamente el papa Francisco.
La liturgia, pues, debe
renovarse siempre para ser más fiel a su esencia mística. Pero la mayor parte
de las veces esta “reforma”, que ha sustituido a la verdadera “restauración”
querida por el Concilio Vaticano II, se ha llevado a cabo con un espíritu superficial
y sobre la base de sólo un criterio: suprimir a toda costa una herencia que se
percibe como totalmente negativa y obsoleta, a fin de crear un abismo entre el
período anterior al Concilio y el posterior a él. Ahora bien, basta volver a
tomar la Constitución sobre la Sagrada Liturgia y leerla honestamente, sin
traicionar su sentido, para advertir que el verdadero propósito del Concilio
Vaticano II no fue promover una reforma que pudiera dar pie a una ruptura con
la Tradición, sino que, por el contrario, reencontrar y confirmar la Tradición
en su significado más profundo. De hecho, lo que se denomina “reforma de la
reforma”, que debiera llamarse más precisamente “el enriquecimiento mutuo de
los ritos”, para retomar una expresión del magisterio de Benedicto XVI es, ante
todo, una necesidad espiritual, que concierne evidentemente a las dos formas
del rito romano. El especial cuidado de la liturgia, la urgencia de tenerla en
alta estima y de trabajar por su belleza, por su sacralidad y por la
conservación de un justo equilibrio entre fidelidad a la Tradición y legítima
evolución, rechazando, por tanto, absoluta y radicalmente toda hermenéutica de
discontinuidad y de ruptura: he ahí el corazón y los elementos esenciales de
toda liturgia cristiana auténtica. El cardenal Joseph Ratzinger ha repetido
incansablemente que la crisis que afecta a la Iglesia desde hace unos cincuenta
años, principalmente desde el Concilio Vaticano II, está vinculada con la
crisis de la liturgia y, por tanto, a la falta de respeto, a la desacralización
y horizontalización de los elementos esenciales del culto divino. “Estoy
convencido –escribe- que la crisis de la Iglesia que vivimos hoy se debe en
gran parte a la desintegración de la liturgia” (Ratzinger, J., Ma vie
Souvenirs, 1927-1977, París, Fayard, p. 135). Por cierto, el Concilio
Vaticano II quiso promover una participación más activa del pueblo de Dios y
hacer progresar, día tras día, la vida cristiana de los fieles cristianos
(cfr. Sacrosanctum Concilium, núm. 1), y se han materializado
hermosas iniciativas en esta dirección. Sin embargo, no podemos cerrar los ojos
al desastre, la devastación y el cisma que los promotores modernos de una
liturgia viva han causado al remodelar la liturgia de la Iglesia según sus
ideas: han olvidado que el acto litúrgico es no solamente una ORACIÓN, sino
también y, sobre todo, un MISTERIO en el cual se lleva a cabo algo que no
podemos comprender plenamente, pero que debemos aceptar y recibir con fe, amor,
obediencia y adoración silenciosa.
Tal es el verdadero significado de la participación activa de los fieles. No se trata de una actividad meramente exterior, de un reparto de papeles o funciones en la liturgia, sino más bien de una receptividad intensamente activa: esta recepción, en Cristo y con Cristo, es la ofrenda humilde de sí mismo en la oración silenciosa, en una actitud plenamente contemplativa. La grave crisis de la fe, no solamente al nivel de los fieles cristianos sino también y sobre todo al de numerosos sacerdotes y obispos, nos ha hecho incapaces de comprender la liturgia eucarística como un sacrificio, como el mismo acto realizado de una vez para siempre por Jesucristo, que hace presente el Sacrificio de la Cruz, de una manera incruenta, en toda la Iglesia, a través de las diversas épocas, lugares, pueblos y naciones. A menudo se da la tendencia sacrílega de reducir la santa Misa a una simple comida de convivencia, a la celebración de una fiesta profana y a una auto-celebración de la colectividad o, peor todavía, a una forma monstruosa de apartarse de la angustia de una vida que ya no tiene sentido o de evitar el miedo de enfrentarse con Dios cara a cara, porque Su mirada descorre el velo y nos obliga a ver, en verdad y sin distracción, la fealdad de nuestro interior. Pero la santa Misa no es un escape: es el sacrificio viviente de Cristo muerto sobre la Cruz para liberarnos de nuestros pecados y de la muerte, y para revelar el amor y la gloria de Dios Padre. Muchos ignoran que la finalidad de toda celebración es la gloria y adoración de Dios, la salvación y santificación de los hombres ya que, en la liturgia, “Dios es perfectamente glorificado, y los hombres, santificados” (Sacrosanctum Concilium, núm. 7). La mayor parte de los fieles –incluidos sacerdotes y obispos- ignora esta enseñanza del Concilio, del mismo modo que ignora que los verdaderos adoradores de Dios no son quienes, según sus ideas y creatividad, reforman la liturgia para hacer de ella algo que agrade al mundo, sino quienes, con el Evangelio, reforman profundamente el mundo para permitirle acceder a una liturgia que sea el reflejo de la que se celebra desde toda la eternidad en la Jerusalén celestial. Como lo ha señalado a menudo Benedicto XVI, en la raíz de la liturgia está la adoración y, por tanto, Dios. De ahí que haya que reconocer que la grave y profunda crisis que, desde el Concilio, afecta y sigue afectando a la liturgia y a la Iglesia misma, se debe al hecho de que su CENTRO ya no es más Dios y la adoración de Dios, sino los hombres y su pretendida capacidad de “hacer” algo para mantenerse ocupados durante las celebraciones eucarísticas.
Tal es el verdadero significado de la participación activa de los fieles. No se trata de una actividad meramente exterior, de un reparto de papeles o funciones en la liturgia, sino más bien de una receptividad intensamente activa: esta recepción, en Cristo y con Cristo, es la ofrenda humilde de sí mismo en la oración silenciosa, en una actitud plenamente contemplativa. La grave crisis de la fe, no solamente al nivel de los fieles cristianos sino también y sobre todo al de numerosos sacerdotes y obispos, nos ha hecho incapaces de comprender la liturgia eucarística como un sacrificio, como el mismo acto realizado de una vez para siempre por Jesucristo, que hace presente el Sacrificio de la Cruz, de una manera incruenta, en toda la Iglesia, a través de las diversas épocas, lugares, pueblos y naciones. A menudo se da la tendencia sacrílega de reducir la santa Misa a una simple comida de convivencia, a la celebración de una fiesta profana y a una auto-celebración de la colectividad o, peor todavía, a una forma monstruosa de apartarse de la angustia de una vida que ya no tiene sentido o de evitar el miedo de enfrentarse con Dios cara a cara, porque Su mirada descorre el velo y nos obliga a ver, en verdad y sin distracción, la fealdad de nuestro interior. Pero la santa Misa no es un escape: es el sacrificio viviente de Cristo muerto sobre la Cruz para liberarnos de nuestros pecados y de la muerte, y para revelar el amor y la gloria de Dios Padre. Muchos ignoran que la finalidad de toda celebración es la gloria y adoración de Dios, la salvación y santificación de los hombres ya que, en la liturgia, “Dios es perfectamente glorificado, y los hombres, santificados” (Sacrosanctum Concilium, núm. 7). La mayor parte de los fieles –incluidos sacerdotes y obispos- ignora esta enseñanza del Concilio, del mismo modo que ignora que los verdaderos adoradores de Dios no son quienes, según sus ideas y creatividad, reforman la liturgia para hacer de ella algo que agrade al mundo, sino quienes, con el Evangelio, reforman profundamente el mundo para permitirle acceder a una liturgia que sea el reflejo de la que se celebra desde toda la eternidad en la Jerusalén celestial. Como lo ha señalado a menudo Benedicto XVI, en la raíz de la liturgia está la adoración y, por tanto, Dios. De ahí que haya que reconocer que la grave y profunda crisis que, desde el Concilio, afecta y sigue afectando a la liturgia y a la Iglesia misma, se debe al hecho de que su CENTRO ya no es más Dios y la adoración de Dios, sino los hombres y su pretendida capacidad de “hacer” algo para mantenerse ocupados durante las celebraciones eucarísticas.
Incluso hoy existe un
número importante de eclesiásticos que subestiman la grave crisis que atraviesa
la Iglesia: relativismo en la enseñanza doctrinal, moral y disciplinaria, graves
abusos, desacralización y banalización de la sagrada liturgia, visión puramente
social y horizontal de la misión de la Iglesia. Muchos creen y proclaman a voz
en cuello que el Concilio Vaticano II ha suscitado una verdadera primavera de
la Iglesia. Sin embargo, un creciente cantidad de eclesiásticos concibe esta
“primavera” como un rechazo, una renuncia a su multisecular herencia, o incluso
como un cuestionamiento radical de su pasado y de su Tradición. Se le reprocha
a la Europa política el abandonar o negar sus raíces cristianas, pero la
primera en abandonar sus raíces y su pasado cristianos es, incontestablemente,
la Iglesia católica post-conciliar. Ciertas Conferencias Episcopales se niegan
incluso traducir fielmente el texto original del misal romano. Algunas exigen
que cada Iglesia local pueda traducir el misal romano, no según la herencia
sagrada de la Iglesia y según el método y los principios indicados por Liturgiam
authenticam, sino según las fantasías, las ideologías y las
expresiones culturales susceptibles, según se dice, de ser comprendidas y
aceptadas por el pueblo. Pero lo que el pueblo desea es que se lo inicie en el
lenguaje sagrado de Dios. El Evangelio y la Revelación mismos son
“reinterpretados”, “contextualizados” y adaptados a la decadente cultura
occidental. En 1968, el obispo de Metz, Francia, escribía en su boletín
diocesano una enormidad espantosa que era como la voluntad y la expresión de
una ruptura total con el pasado de la Iglesia. Según este obispo, debemos hoy
repensar la concepción misma de salvación que nos ha traído Jesucristo, debido
a que la Iglesia apostólica y las comunidades cristianas de los primeros siglos
del cristianismo no entendieron nada del Evangelio: es solamente en nuestra
época que se ha comprendido el designio de salvación que nos ha traído Jesús.
He aquí la audaz y sorprendente afirmación del obispo de Metz: “La
transformación del mundo (mutación de civilización) enseña e impone un cambio
en la concepción misma de la salvación que nos ha traído Jesucristo: esta
transformación nos revela que el pensamiento de la Iglesia sobre el designio de
Dios fue, antes de la presente mutación, insuficientemente evangélico […]
Ninguna época ha estado, como la nuestra, en situación de comprender el ideal
evangélico de vida fraternal” [citado por Madiran, J., L’hérésie du XXe
siècle, París, Nouvelles Editions Latines (NEL), 1968, p. 166].
Con semejante visión, no es para sorprenderse de las devastaciones, destrucciones y guerras que se han producido a continuación y persisten hasta nuestros días a nivel de la liturgia, la doctrina y la moral, ya que se pretende que ninguna otra época, aparte de la nuestra, ha estado en situación de comprender “el ideal evangélico”. Hay muchos que se niegan a encarar la obra de auto-destrucción que realiza la propia Iglesia con la demolición planificada de sus fundamentos doctrinales, litúrgicos, morales y pastorales. Entre tanto, hay voces eclesiásticas de alto rango que se multiplican, afirmando obstinadamente errores doctrinales, morales y litúrgicos manifiestos, aun cuando han sido condenados mil veces, y trabajan en la demolición del poco de fe que le queda al pueblo de Dios, mientras la barca de la Iglesia surca el mar tempestuoso de este mundo decadente y las olas se dejan caer sobre ella hasta el punto de llenarla de agua. Pero un número cada vez mayor de eclesiásticos y de fieles vocifera: “¡Todo está bien, señora marquesa!”.
Pero la realidad es todo lo contrario: como lo decía el cardenal Ratzinger, “los papas y los padres conciliares esperaban una nueva unidad católica, pero hemos caminado a una DISENSIÓN que –para citar las palabras de Pablo VI- parece haber evolucionado de la auto-crítica a la auto-destrucción. Se esperaba un nuevo entusiasmo y a menudo se ha llegado, por el contrario, al tedio y al desaliento. Se esperaba un salto hacia adelante y, en cambio, se tiene al frente un proceso evolutivo de decadencia que se ha desarrollado en gran medida refiriéndose, sobre todo, a un pretendido espíritu del Concilio, al que, con esto, se ha desacreditado cada vez más” (Ratzinger, Entretien sur la foi, pp. 30-31). “Hoy nadie, honrada y seriamente, se atreve a poner en duda las manifestaciones de crisis y de guerras litúrgicas a que ha conducido el Concilio Vaticano II” (Ratzinger, J., Principes de la théologie catholique, Téqui, 1985, p. 413). Hoy se procede a la fragmentación y a la demolición del santo misal romano al abandonarlo a las diversidades culturales y a los fabricantes de textos litúrgicos. Me complace aquí felicitar el trabajo gigantesco y maravilloso realizado, a través de Vox Clara, por las Conferencias episcopales de lengua inglesa, y las Conferencias episcopales de lengua española y coreana, etcétera, que han traducido el Missale Romanum fielmente y en perfecta conformidad con las indicaciones y principios de Liturgiam authenticam, obteniendo la recognitio de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos.
Con semejante visión, no es para sorprenderse de las devastaciones, destrucciones y guerras que se han producido a continuación y persisten hasta nuestros días a nivel de la liturgia, la doctrina y la moral, ya que se pretende que ninguna otra época, aparte de la nuestra, ha estado en situación de comprender “el ideal evangélico”. Hay muchos que se niegan a encarar la obra de auto-destrucción que realiza la propia Iglesia con la demolición planificada de sus fundamentos doctrinales, litúrgicos, morales y pastorales. Entre tanto, hay voces eclesiásticas de alto rango que se multiplican, afirmando obstinadamente errores doctrinales, morales y litúrgicos manifiestos, aun cuando han sido condenados mil veces, y trabajan en la demolición del poco de fe que le queda al pueblo de Dios, mientras la barca de la Iglesia surca el mar tempestuoso de este mundo decadente y las olas se dejan caer sobre ella hasta el punto de llenarla de agua. Pero un número cada vez mayor de eclesiásticos y de fieles vocifera: “¡Todo está bien, señora marquesa!”.
Pero la realidad es todo lo contrario: como lo decía el cardenal Ratzinger, “los papas y los padres conciliares esperaban una nueva unidad católica, pero hemos caminado a una DISENSIÓN que –para citar las palabras de Pablo VI- parece haber evolucionado de la auto-crítica a la auto-destrucción. Se esperaba un nuevo entusiasmo y a menudo se ha llegado, por el contrario, al tedio y al desaliento. Se esperaba un salto hacia adelante y, en cambio, se tiene al frente un proceso evolutivo de decadencia que se ha desarrollado en gran medida refiriéndose, sobre todo, a un pretendido espíritu del Concilio, al que, con esto, se ha desacreditado cada vez más” (Ratzinger, Entretien sur la foi, pp. 30-31). “Hoy nadie, honrada y seriamente, se atreve a poner en duda las manifestaciones de crisis y de guerras litúrgicas a que ha conducido el Concilio Vaticano II” (Ratzinger, J., Principes de la théologie catholique, Téqui, 1985, p. 413). Hoy se procede a la fragmentación y a la demolición del santo misal romano al abandonarlo a las diversidades culturales y a los fabricantes de textos litúrgicos. Me complace aquí felicitar el trabajo gigantesco y maravilloso realizado, a través de Vox Clara, por las Conferencias episcopales de lengua inglesa, y las Conferencias episcopales de lengua española y coreana, etcétera, que han traducido el Missale Romanum fielmente y en perfecta conformidad con las indicaciones y principios de Liturgiam authenticam, obteniendo la recognitio de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos.
Una guerra litúrgica
Con posterioridad a la publicación de mi
libro Dios o nada, me han hecho una pregunta sobre esta “guerra
litúrgica” que divide demasiado frecuentemente a los católicos desde hace ya
décadas. Y he contestado que se trata de una aberración, porque la liturgia es,
por excelencia, el ámbito donde los católicos deberían vivir la experiencia de
la unidad en la verdad, en la fe y en el amor y que, en consecuencia, es
inconcebible celebrar la liturgia teniendo en el corazón sentimientos de lucha
fratricida y de rencor. Además, ¿acaso no ha pronunciado Jesús palabras muy
exigentes sobre la necesidad de ir a reconciliarse con el hermano antes de
presentar la propia ofrenda ante el altar (cfr. Mt 5, 23-24)? Puesto que “[l]a
liturgia misma mueve a los fieles, saciados de los misterios de la Pascua, a no
tener ya sino un solo corazón en la piedad” (cfr. Postcomunión de la Vigilia y
del Domingo de Pascua), ella ora por “que observen en sus vidas lo que han
conocido por la fe”. Y la renovación, en la Eucaristía, de la Alianza del Señor
con los hombres, mueve e inflama a los fieles en la caridad exigente de Cristo.
Es, pues, la liturgia, y especialmente la Eucaristía, como una fuente de la
cual mana para nosotros la gracia, que nos obtiene con el máximo de eficacia
esta santificación de los hombres en Cristo, esta glorificación de Dios a la
que se encaminan, como a su fin, todas las demás obras de la Iglesia (Sacrosanctum
Concilium, núm. 10). En este “cara a cara” con Dios que es la
liturgia, nuestro corazón debe estar purificado de toda enemistad, lo que
supone que cada uno debe ser respetado en su propia sensibilidad. Esto
significa, concretamente, que si hay que reafirmar que el Concilio Vaticano II
jamás ha pedido hacer tabla rasa del pasado ni, por tanto, abandonar el misal
llamado de San Pío V, que ha dado a luz a tantos santos, entre los cuales están
esos tres sacerdotes admirables que son Juan María Vianney, el cura de Ars, San
Pío de Pietralcina y San Josemaría Escrivá de Balaguer, es esencial promover la
renovación litúrgica querida por el mismo Concilio, en particular el Misal
llamado del Beato Pablo VI.
Y agregaba yo en mi respuesta que lo que importa, sobre todo, sea que se celebre la forma ordinaria o la extraordinaria, es dar a los fieles aquello a que tienen derecho: la belleza de la liturgia, su sacralidad, su silencio, el recogimiento, la dimensión mística y la adoración. La liturgia debe ponernos cara a cara frente a Dios en una relación personal y de intensa intimidad, debe sumergirnos en la intimidad de la Santísima Trinidad. Hablando del usus antiquior en su carta que acompañó a Summorum Pontificum, Benedicto XVI decía que “luego del Concilio Vaticano II se hubiera podido suponer que la demanda del uso del misal de 1962 iba a limitarse a la generación más anciana, la que había crecido con él; pero, con el paso del tiempo, se hizo claro que también los jóvenes descubrían esta forma litúrgica, se sentían atraídos por ella y encontraban en ella una manera de encontrarse con el misterio de la Santísima Eucaristía que les venía especialmente bien”. Se trata de una realidad ineludible, de un verdadero signo de nuestros tiempos. Cuando los jóvenes se ausentan de la liturgia, debemos preguntarnos: ¿por qué? Debemos cuidar que las celebraciones según el usus recentior faciliten también ese encuentro y que conduzcan a la gente por el camino de la via pulchritudinis, que lleva a Cristo viviente y a la obra en su Iglesia hoy, a través de sus ritos sagrados. En efecto, la Eucaristía no es una especie de “cena entre amigos”, una comida de convivencia de la colectividad, sino un Misterio sagrado, el gran Misterio de nuestra fe, la celebración de la Redención llevada a cabo por Nuestro Señor Jesucristo, la conmemoración de la muerte de Jesús en la Cruz para librarnos de nuestros pecados.
Y agregaba yo en mi respuesta que lo que importa, sobre todo, sea que se celebre la forma ordinaria o la extraordinaria, es dar a los fieles aquello a que tienen derecho: la belleza de la liturgia, su sacralidad, su silencio, el recogimiento, la dimensión mística y la adoración. La liturgia debe ponernos cara a cara frente a Dios en una relación personal y de intensa intimidad, debe sumergirnos en la intimidad de la Santísima Trinidad. Hablando del usus antiquior en su carta que acompañó a Summorum Pontificum, Benedicto XVI decía que “luego del Concilio Vaticano II se hubiera podido suponer que la demanda del uso del misal de 1962 iba a limitarse a la generación más anciana, la que había crecido con él; pero, con el paso del tiempo, se hizo claro que también los jóvenes descubrían esta forma litúrgica, se sentían atraídos por ella y encontraban en ella una manera de encontrarse con el misterio de la Santísima Eucaristía que les venía especialmente bien”. Se trata de una realidad ineludible, de un verdadero signo de nuestros tiempos. Cuando los jóvenes se ausentan de la liturgia, debemos preguntarnos: ¿por qué? Debemos cuidar que las celebraciones según el usus recentior faciliten también ese encuentro y que conduzcan a la gente por el camino de la via pulchritudinis, que lleva a Cristo viviente y a la obra en su Iglesia hoy, a través de sus ritos sagrados. En efecto, la Eucaristía no es una especie de “cena entre amigos”, una comida de convivencia de la colectividad, sino un Misterio sagrado, el gran Misterio de nuestra fe, la celebración de la Redención llevada a cabo por Nuestro Señor Jesucristo, la conmemoración de la muerte de Jesús en la Cruz para librarnos de nuestros pecados.
Corresponde, pues, celebrar la santa Misa con
la belleza y el fervor del Santo Cura de Ars, del Padre Pío y de San Josemaría,
y ello es una condición sine qua non para llegar “desde
arriba”, si se puede decir, a una reconciliación litúrgica (cfr. Entrevista en
el sitio católico Aleteia, de 4 de marzo de 2015). Rechazo, pues,
con energía el que ocupemos nuestro tiempo oponiendo una liturgia a otra, o el
misal de San Pío V al del Beato Pablo VI. De lo que se trata, más bien, es de
entrar en el gran silencio de la liturgia, dejándose enriquecer por todas las
formas litúrgicas, sean éstas, por lo demás, latinas u orientales. En efecto,
sin esta dimensión mística del silencio y sin un espíritu contemplativo, la
liturgia se transforma en ocasión de un odioso destrozarse mutuamente, de
enfrentamientos ideológicos y de humillación pública de los débiles por parte
de quienes pretenden detentar autoridad, en vez de ser el lugar de nuestra
unidad y de nuestra comunión en el Señor. Así, en vez de enfrentarnos y de
detestarnos, la liturgia debiera hacernos llegar todos juntos a la unidad en la
fe y al verdadero conocimiento del Hijo de Dios, al estado del Hombre perfecto,
a la plenitud de la estatura de Cristo… y así, viviendo en la verdad del amor,
creceremos en Cristo para elevarnos en todo hacia El, que es la Cabeza (cfr. Ep
4, 13-15) [cf. Entrevista en La Nef, octubre de 2016, pregunta 9].
Como sabéis, el gran liturgista alemán Mons.
Klaus Gamber (1919-1989) designaba con la palabra “Heimat” esta casa
común o “pequeña patria” que es la de los católicos reunidos en torno al altar
del Santo Sacrificio. El sentido de lo sagrado, que impregna e irriga a los
ritos de la Iglesia, es correlativo indisociable de la liturgia. Ahora bien, en
los últimos decenios, numerosos fieles han sido desconcertados, e incluso
profundamente alterados, por las celebraciones caracterizadas por un
subjetivismo superficial y devastador, hasta el punto de que ya no encuentran
su “Heimat”, su casa común. ¡Los más jóvenes no la han conocido jamás!
¡Cuántos se han marchado silenciosamente, especialmente los más pequeños y los
más pobres de entre ellos! Se han convertido, en cierta forma, en “apátridas
litúrgicos”. El “movimiento litúrgico”, al cual están asociadas las dos formas,
se propone, pues, devolverles su “Heimat” y, de este modo,
reintroducirlos en su casa común, porque sabemos bien que, en su obra teológica
y sacramentaria, el cardenal Joseph Ratzinger, mucho antes de la publicación
de Summorum Pontificum, había puesto en evidencia que la crisis de
la Iglesia y, por tanto, la crisis y debilitamiento de la fe, provienen en gran
parte del modo como tratamos a la liturgia, según el viejo adagio lex
orandi, lex credendi. En el prefacio que escribió a la obra
maestra de Mons. Gamber, Die Reform der römischen Liturgie (La
reforma de la liturgia romana), el futuro papa Benedicto XVI afirmaba lo
que cito a continuación:
“Un joven sacerdote me decía hace poco: nos
hace falta hoy un nuevo movimiento litúrgico. Ello es la expresión de una
preocupación que, actualmente, sólo algunos espíritus voluntariamente
superficiales podrían desechar. Lo que le importaba a este sacerdote no era
conquistar nuevas y audaces libertades: ¿qué libertad hay que no se haya ya
atribuído alguien? Ese sacerdote sentía que tenemos necesidad de un nuevo
comienzo, surgido de lo íntimo de la liturgia, como lo quiso el movimiento
litúrgico cuando estuvo en el apogeo de su verdadera naturaleza, cuando de lo
que se trataba no era de fabricar textos, de inventar acciones y formas, sino
de redescubrir el centro vivo, de penetrar en el tejido, propiamente tal, de la
liturgia, para que la plenitud de ésta surgiera de su sustancia misma. La
reforma litúrgica, en su realización concreta, se ha alejado siempre, y cada
vez más, de este origen. El resultado no ha sido una reanimación sino una
devastación. Por una parte, se da una liturgia que ha degenerado en show, en el
que se procura hacer la religión interesante con la ayuda de invenciones de
moda y de máximas morales provocativas, con momentáneos éxitos en el grupo de
los fabricantes litúrgicos, y con una actitud de claro alejamiento de parte de
quienes buscan en la liturgia no un showmaster espiritual,
sino un encuentro con el Dios vivo, delante del cual todo “hacer” se vuelve
insignificante; un encuentro que es el único capaz de hacernos acceder a las
verdaderas riquezas del ser. Por otra parte, se da la conservación de formas
rituales cuya grandeza conmueve siempre pero que, llevada hasta el extremo,
manifiesta una aislación terca que no deja, al cabo, más que tristeza. Es
cierto que hay, entre estos extremos, sacerdotes y fieles que celebran la
liturgia nueva con respeto y solemnidad, pero son cuestionados por la
contradicción entre los dos extremos, y la falta de unidad interna en la
Iglesia hace, finalmente, que su fidelidad parezca, a pesar de muchos de ellos,
como una simple variedad personal de neo-conservadurismo. Debido a esto es que
es necesario un nuevo impulso espiritual para que la liturgia sea para
nosotros, de nuevo, una actividad comunitaria de la Iglesia y se la arranque a
la arbitrariedad. No se puede “fabricar” un movimiento litúrgico de este tipo
–como tampoco se puede “fabricar” ningún ser vivo- pero se puede contribuir a
su desarrollo esforzándose por asimilar de nuevo el espíritu de la liturgia y
defendiendo públicamente lo que se ha recibido”.
Pienso que esta larga
cita, tan exacta y límpida, debiera interesaros al comienzo de este Coloquio y
contribuir también a vuestra reflexión sobre “la fuente del porvenir” (“die
Quelle der Zukunft”) a que se refiere el motu proprio Summorum
Pontificum. En efecto, permitid que os transmita una convicción que tengo
desde hace tiempo: la liturgia romana reconciliada en sus dos formas, que es
ella misma “fruto de un desarrollo”, según la expresión de otro gran liturgista
alemán, Joseph Jungmann (1889-1975), puede lanzar el proceso decisivo del
“movimiento litúrgico” que tantos sacerdotes y fieles aguardan desde hace tanto
tiempo. ¿Por dónde comenzar? Me permito proponeros las tres pistas siguientes,
que resumo en estas tres letras: SAF: silencio, adoración, formación, en
francés, y en alemán: SAA: Stille, Anbetung, Ausbildung.
En primer lugar, el silencio sagrado, sin el cual no se puede encontrar a Dios. En mi obra La fuerza del silencio, he escrito: “En el silencio, el hombre no conquista su nobleza y su grandeza sino estando de rodillas para escuchar y adorar a Dios” (núm. 66).
Luego, adoración. A propósito de esto, cuento mi experiencia espiritual en este mismo libro La fuerza del silencio: “En cuanto a mí, sé que los momento más importantes de mi día están en esas horas incomparables que paso de rodillas en la oscuridad delante del Santísimo Sacramento del Cuerpo y la Sangre de Nuestro Señor Jesucristo. Estoy como sumergido en Dios y rodeado por todas partes por su presencia silenciosa. Quisiera no pertenecer sino a Dios y hundirme en la pureza de su Amor. Con todo, me doy cuenta de cuán pobre soy, cuán lejos estoy de amar al Señor como Él me ha amado hasta el punto de entregarse por mí” (núm. 54).
En primer lugar, el silencio sagrado, sin el cual no se puede encontrar a Dios. En mi obra La fuerza del silencio, he escrito: “En el silencio, el hombre no conquista su nobleza y su grandeza sino estando de rodillas para escuchar y adorar a Dios” (núm. 66).
Luego, adoración. A propósito de esto, cuento mi experiencia espiritual en este mismo libro La fuerza del silencio: “En cuanto a mí, sé que los momento más importantes de mi día están en esas horas incomparables que paso de rodillas en la oscuridad delante del Santísimo Sacramento del Cuerpo y la Sangre de Nuestro Señor Jesucristo. Estoy como sumergido en Dios y rodeado por todas partes por su presencia silenciosa. Quisiera no pertenecer sino a Dios y hundirme en la pureza de su Amor. Con todo, me doy cuenta de cuán pobre soy, cuán lejos estoy de amar al Señor como Él me ha amado hasta el punto de entregarse por mí” (núm. 54).
En fin, la formación litúrgica a partir del
anuncio de la fe o catequesis que tiene como referencia al Catecismo de
la Iglesia Católica, lo cual nos protege de las elucubraciones más o menos
sabias de ciertos teólogos mal presentadas como “novedades”. He aquí lo que
decía acerca de esto en lo que hoy se ha convenido en llamar, no sin una dosis
de humor, el “Discurso de Londres” de 5 de julio de 2016, pronunciado por mí
durante la III Conferencia Internacional de la Asociación Sacra
Liturgia: “La formación litúrgica es, ante todo y esencialmente, una
inmersión en la liturgia, en el profundo misterio de Dios. Se trata de vivir la
liturgia en todas sus dimensiones, de embriagarse bebiendo de una fuente que no
apaga jamás nuestra sed de riqueza, de orden y de belleza, de silencio
contemplativo, de exultación y de adoración, de ese poder que nos hace unirnos
íntimamente a Aquél que está obrando en y por los ritos sagrados de la Iglesia”
(Sarah, R., Discurso pronunciado con ocasión de la III Conferencia
Internacional de la Asociación Sacra Liturgia, Londres, 5 de julio
de 2016; cfr. el sitio de la Asociación Sacra Liturgia: Hacia una auténtica
puesta por obra de Sacrosanctum Concilium, 11 de julio de 2016).
Es, pues, en este contexto global y en un
espíritu de fe y de profunda comunión con la obediencia de Cristo en la Cruz
que, humildemente, os pido aplicar con gran cuidado Summorum Pontificum,
no como una medida negativa y retrógrada, vuelta hacia el pasado, o como algo
que construye muros y crea un gueto, sino como una importante y auténtica contribución
a la vida litúrgica actual y futura de la Iglesia, así como al movimiento
litúrgico de nuestro tiempo, del cual más y más personas, especialmente
jóvenes, beben tantas cosas verdaderas, buenas y bellas.
Quisiera concluir esta introducción con las
palabras luminosas de Benedicto XVI al final de la homilía pronunciada en 2008,
en la solemnidad de los santos Pedro y Pablo: “Cuando el mundo, en conjunto, se
haya convertido en liturgia de Dios, cuando, en su realidad, se haya convertido
en adoración, entonces habrá alcanzado su objetivo, entonces será sano y
salvo”.
Os agradezco vuestra benévola atención. Y que
Dios os bendiga y llene vuestras vidas con su Presencia silenciosa.
+ Robert, Cardenal Sarah
Prefecto de la Congregación para el Culto Divino
y la Disciplina de los Sacramentos
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