XIV
Mi
querido Orugario:
Lo
más alarmante de tu último informe sobre el paciente es que no está tomando
ninguna de aquellas confiadas resoluciones que señalaron su conversión
original. Ya no hay espléndidas promesas de perpetua virtud, deduzco; ¡ni
siquiera la expectativa de una concesión de la "gracia" para toda la
vida, sino sólo una esperanza de que se le dé el alimento diario y horario para
enfrentarse con las diarias y horarias tentaciones! Esto es muy malo.
Sólo
veo una cosa que hacer, por el momento. Tu paciente se ha hecho humilde: ¿le
has llamado la atención sobre este hecho? Todas las virtudes son menos
formidables para nosotros una vez que el hombre es consciente de que las tiene,
pero esto es particularmente cierto de la humildad. Cógele en el momento en que
sea realmente pobre de espíritu, y métele de contrabando en la cabeza la
gratificadora reflexión: "¡Caramba, estoy siendo humilde!", y casi
inmediatamente el orgullo —orgullo de su humildad— aparecerá. Si se percata de
este peligro y trata de ahogar esta nueva forma de orgullo, hazle sentirse
orgulloso de su intento, y así tantas veces como te plazca. Pero no intentes
esto durante demasiado tiempo, no vayas a despertar su sentido del humor y de
las proporciones, en cuyo caso simplemente se reirá de ti y se irá a la cama.
Pero
hay otras formas aprovechables de fijar su atención en la virtud de la
humildad. Con esta virtud, como con todas las demás, nuestro Enemigo quiere
apartar la atención del hombre de sí mismo y dirigirla hacia Él, y hacia los
vecinos del hombre. Todo el abatimiento y el autoodio están diseñados, a la
larga, sólo para este fin; a menos que alcancen este fin, nos hacen poco, daño,
e incluso pueden beneficiarnos si mantienen al hombre preocupado consigo mismo;
sobre todo, su autodesprecio puede convertirse en el punto de partida del
desprecio a los demás y, por tanto, del pesimismo, del cinismo y de la
crueldad.
En
consecuencia, debes ocultarle al paciente la verdadera finalidad de la
humildad. Déjale pensar que es, no olvido de sí mismo, sino una especie de
opinión (de hecho, una mala opinión) acerca de sus propios talentos y carácter.
Algún talento, supongo, tendrá realmente. Fija en su mente la idea de que la
humildad consiste en tratar de creer que esos talentos son menos valiosos de lo
que él cree que son. Sin duda son de hecho menos valiosos de lo que él
cree, pero no es ésa la cuestión. Lo mejor es hacerle valorar una opinión por
alguna cualidad diferente de la verdad, introduciendo así un elemento de
deshonestidad y simulación en el corazón de lo que, de otro modo, amenaza con
convertirse en una virtud. Por este método, a miles de humanos se les ha hecho
pensar que la humildad significa mujeres bonitas tratando de creer que son feas
y hombres inteligentes tratando de creer que son tontos. Y puesto que lo que
están tratando de creer puede ser, en algunos casos, manifiestamente absurdo,
no pueden conseguir creerlo, y tenemos la ocasión de mantener su mente dando
continuamente vueltas alrededor de sí mismos, en un esfuerzo por lograr lo
imposible. Para anticiparnos a la estrategia del Enemigo, debemos considerar
sus propósitos. El Enemigo quiere conducir al hombre a un estado de ánimo en el
que podría diseñar la mejor catedral del mundo, y saber que es la mejor, y
alegrarse de ello, sin estar más (o menos) o de otra manera contento de haberlo
hecho él que si lo hubiese hecho otro. El Enemigo quiere, finalmente, que esté
tan libre de cualquier prejuicio a su propio favor que pueda alegrarse de sus
propios talentos tan franca y agradecidamente como de los talentos de su prójimo...
o de un amanecer, un elefante, o una catarata. Quiere que cada hombre, a la
larga, sea capaz de reconocer a todas las criaturas (incluso a sí mismo) como
cosas gloriosas y excelentes. Él quiere matar su amor propio animal tan pronto
como sea posible; pero Su política a largo plazo es, me temo, devolverles una
nueva especie de amor propio: una caridad y gratitud a todos los seres,
incluidos ellos mismos; cuando hayan aprendido realmente a amar a sus prójimos
como a sí mismos, les será permitido amarse a sí mismos como a sus prójimos.
Porque nunca debemos olvidar el que es el rasgo más repelente e inexplicable de
nuestro Enemigo: Él realmente ama a los bípedos sin pelo que Él ha
creado, y siempre les devuelve con Su mano derecha lo que les ha quitado con la
izquierda.
Todo
su esfuerzo, en consecuencia, tenderá a apartar totalmente del pensamiento del
hombre el tema de su propio valor. Preferiría que el hombre se considerase un
gran arquitecto o un gran poeta y luego se olvidase de ello, que dedicase mucho
tiempo y esfuerzo a tratar de considerarse uno malo. Tus esfuerzos por inculcar
al paciente o vanagloria o falsa modestia serán combatidos consecuentemente,
por parte del Enemigo, con el obvio recordatorio de que al hombre no se le
suele pedir que tenga opinión alguna de sus propios talentos, ya que muy bien
puede seguir mejorándolos cuanto pueda sin decidir su preciso lugar en el
templo de la Fama. Debes tratar, a cualquier costo, de excluir este
recordatorio de la conciencia del paciente. El Enemigo tratará también de hacer
real en la mente del paciente una doctrina que todos ellos profesan, pero que
les resulta difícil introducir en sus sentimientos: la doctrina de que ellos no
se crearon a sí mismos, de que sus talentos les fueron dados, y de que también
podrían sentirse orgullosos del color de su pelo. Pero siempre, y por todos los
medios, el propósito del Enemigo será apartar el pensamiento del paciente de
tales cuestiones, y el tuyo consistirá en fijarlo en ellas. Ni siquiera quiere
el Enemigo que piense demasiado en sus pecados: una vez que está arrepentido,
cuanto antes vuelva el hombre su atención hacia afuera, más complacido se
siente el Enemigo.
Tu cariñoso tío,
ESCRUTOPO
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