El CORAZÓN DE
JESÚS ESTÁ ESCUCHANDO
Mas oyendo
Jesús... (Mt 9,12)
Pregunto
de nuevo al Evangelio, el gran descubridor de los secretos del Sagrario, y me
responde que ésa es otra de las constantes ocupaciones del Corazón de Jesús en
él.
¡Escuchar
siempre! Yo invito a los hombres, a quienes aun les queda un poquito de corazón
para sentir y agradecer, a que se fijen en lo que significa esa ocupación del
Corazón de Jesús que me ha descubierto el Evangelio.
Primeramente
fijaos en que no digo oír, sino escuchar, que es oír con interés, con atención,
con gusto.
Y
después, en que añado esta palabra: siempre.
Mirad
tres cosas que no las hace nadie en el mundo: escuchar siempre, escuchar
a todos y escuchar todo.
Ni
el curioso fisgón, por más interés que tenga en enterarse de todo, ni el amante
más firme, por más deleite que tenga en oír hablar a quien o de lo que ama,
pueden llegar a poseer toda la fuerza de cabeza, de corazón y hasta de
sensibilidad que se necesita para escuchar siempre, a todos y todo.
Y
sin embargo nuestra sensibilidad, nuestro corazón y nuestra cabeza reclaman,
piden con exigencia siempre un oído benévolo.
Decidme
que hay un hombre de saber que no encuentra oídos que recojan sus enseñanzas,
que hay otro de corazón ardiente que no halla quien quiera recoger sus cuitas,
y que hay otro que sufre enfermedades y quebrantos sin poder depositar el ¡ay!
de su lamento en un oído compasivo y yo os diré que ese sabio y ese enamorado y
ese dolorido no escuchados son los hombres más desgraciados de la tierra.
La
soledad, la aterradora soledad, perdería la mitad por lo menos de sus temores
si los que la sufren encontraran quien se pusiera a escucharlos.
Almas ganosas de practicar la
caridad, ¿no os habíais parado a meditar en el bien que podríais hacer sólo
poniendo vuestro oído a disposición de los desgraciados?
Pero
¡qué pena!, la experiencia me ha llevado a hacer un balance entre dolores y
alegrías, cariños y odios, anhelos y temores que contar y oídos que se pongan a
escuchar y he deducido que hay un gran exceso de aquéllos sobre éstos.
¡Qué
bien se entiende ahora la exclamación de los libros santos repetida bajo mil
formas: Escúchame: ¿a quién iré, Señor, que me escuche?, ¡y qué bien se
entiende así la ocupación del Corazón de Jesús que me descubría el Evangelio: escuchar
siempre!
Sí,
sí, sabedlo bien, almas que tenéis que contar y no encontráis quien os escuche,
sabed que en el Sagrario hay quien escuche siempre, a todos y todo.
Siempre
¿No
os acordáis? Lo mismo buscaban al Maestro a la caída de la tarde para que
bendijera y curara a los enfermos, que a media noche cuando dormía, para que
aplacara los vientos y los mares; lo mismo le pedían en las glorias de la
transfiguración que en las ignominias de la calle de la Amargura y del
Calvario... Siempre, siempre escuchaba.
Y
a todos
Lo
mismo escuchaba al discípulo ingenuo que preguntaba para saber, que al fariseo
taimado que le preguntaba para cogerlo, lo mismo a la muchedumbre que lo
cercaba, que al cieguecito mendigo del camino, lo mismo a su Madre Inmaculada,
que a la mujer pecadora; escuchaba a todos.
Y
todo
La
petición de la fe que hablaba sólo con el corazón en la hemorroísa y en Zaqueo
y el grito de la blasfemia del Pretorio, el Hosanna del triunfo y el falso
testimonio, el llanto reprimido de los penitentes y el mal pensamiento de sus
enemigos. ¡Todo, todo lo escuchaba!
Y
así sigue viviendo en el Sagrario: escuchando a todos y todo.
Con una gran diferencia entre su
manera de escuchar y la que suelen tener los hombres; éstos acostumbran a
escuchar sólo con el oído, a lo más con la cabeza.
El
Jesús de nuestro Sagrario escucha con su oído, porque lo tiene para eso, y con
su cabeza, porque siempre atiende y entiende, y sobre todo con su Corazón...,
¡porque ama...!
Y
¡pensar que en muchos Sagrarios no hay quien le hable...! ¡Qué bueno es!
¡Qué
bueno es!
¡Madre
Inmaculada, ángeles del Sagrario, hablad mucho al oído de vuestro Jesús en esos
Sagrarios de tan doloroso silencio!
El CORAZÓN DE
JESÚS ESTÁ ESCUCHANDO
A SUS
"MARÍAS" Y A SUS "DISCÍPULOS"
Las
tres palabras de san Juan
Una
de las cosas que más me agradan y edifican en la lectura del santo Evangelio es
la modestia con que cada Evangelista habla de sí mismo cuando ha menester su
intervención en sus relatos. san Mateo, por ejemplo, es el único que cita su
nombre y su despreciada profesión al contar su llamamiento al Apóstolado; los
demás en cambio, callan lo infamante del oficio de su compañero.
El
Evangelio de san Marcos, que también podría llamarse de san Pedro, porque de
éste lo aprendió aquél, no relata de san Pedro más que lo que lo humilla y nada
de lo que lo enaltece.
El
Evangelio según san Juan apenas si nombra a su Autor y, siendo éste uno de los
apóstoles que más debieron hablar con el Maestro, a fuer de discípulo
predilecto, no cita de sus palabras y conversaciones más que tres y éstas
brevísimas.
En
su brevedad, sin embargo, son palabras que valen por muchos discursos.
Yo
no tengo inconveniente en deciros que en esas tres palabras está toda nuestra
Obra y su mejor reglamento.
Vedlas
aquí:
Maestro,
¿en dónde moras? (Jn 1,38).
Señor,
¿quién es? (Jn 13,25).
Es
el Señor (Jn 21,7).
Estas
tres palabras se dijeron en tres tiempos distintos.
La
primera en la entrevista primera con el Maestro, la segunda en la noche de la
Cena cuando se anuncia la traición de Judas y la tercera en la noche de la
pesca milagrosa después de la resurrección; es decir, son las palabras de la
amistad que se inicia, que se estrecha y que se perpetúa.
«Maestro,
¿en dónde moras?», es la palabra del amor que busca.
«Señor,
¿quién es?», es la palabra del amor que teme.
«Es
el Señor», es la palabra del amor que descansa.
Amor
que busca la casa desconocida de Jesús para pasarse con Él los días y las
noches; amor que teme lo único digno de temerse, la infidelidad a Jesús; amor
que descansa en lo único que puede dar reposo verdadero e inalterable, la
posesión de Jesús.
Marías,
Discípulos, ¿no es ésa vuestra Obra?
Amar
a Jesús buscándolo en sus casas desconocidas o no frecuentadas de los vecinos
que las rodean; amar a Jesús temiendo sólo verlo traicionado; amar a Jesús
descansando y gozándose sólo en poseerlo siempre.
¡Un
solo amor y un solo Amado!, y del uno para el otro aquellas tres palabras y
estas tres solas ocupaciones: buscarlo ausente, temerlo despreciado y gozarlo
poseído.
¿Han
sido ésas las palabras y las ocupaciones de este año?
¿Han
girado todos sus días y todos los minutos de esos días en torno de vuestro
Sagrario?
¿Ha
estado el camino que a él conduce ocupado constantemente por ansias de
encontrarlo, temores de verlo solo y alegrías de contar con Él?
Corazón
de Jesús, Maestro y Señor de toda esta familia reparadora: ¿Han llegado a tus
Sagrarios abandonados muchos ecos de esas palabras y muchos aromas de esas
obras? ¿Y te has sentido de verdad acompañado con lo que tus Marías y tus
Discípulos han dicho y hecho en torno de ellos?
A
mí me halaga pensar que sí, que los años que llevas de Marías han sido para tus
Sagrarios de muchas lágrimas reparadoras, de muchas palabras de consuelo y de
muchos actos de amorosa compañía.
¡Siento
tan animosas y esforzadas, tan despreciadoras de desaliento y obstáculos a
estas huestes eucarísticas!
¡Bendito,
bendito seas Tú que infundes esos alientos y alimentas esos incendios en
tiempos de tantos desmayos y de tantas frialdades!
Y
si me concedes que cuantos lean estas paginillas se sientan movidos a hablarte
mucho y a contarte todas sus cosas a tu oído en tu Sagrario, ¡bendito, miles de
veces seas!
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