QUÉ HACE EL
CORAZÓN DE JESÚS EN EL SAGRARIO
El CORAZÓN DE
JESÚS ESTÁ EXHALANDO VIRTUD
De Él salía
virtud y sanaba a todos (Lc 6,19)
Como
el agua del arroyo exhala frescura y humedad, aunque nadie se acerque a sus
riberas, como la rosa exhala perfumes, aunque nadie se incline a olerla, así el
Corazón de Jesús que vive en el Sagrario está siempre exhalando virtud,
abandonado y solo.
Me
lo dice el Evangelio
¿Quieres
que nos detengamos a saborear esas palabras? ¡Descubren a tu fe, a tu confianza
y a tu dicha un mundo tan dilatado!
De
Él, es decir, del Jesús que entonces andaba por las calles y plazas y que ahora
vive en los Sagrarios, de Él salía virtud.
¿Cuándo?
El
Evangelio no señala tiempo ni pone limitaciones.
De
Él salía virtud siempre; lo mismo cuando se inclinaba ante el joven
muerto de Naín para resucitarlo, que cuando era cercado y oprimido por la
muchedumbre que quería oírlo; lo mismo cuando recién nacido atrae sobre su cuna
los cánticos de los ángeles del cielo y los cariñosos obsequios de pastores y
reyes, que cuando muerto hace oscurecer el sol, estremecer a los cadáveres en
sus sepulcros y quebrantar las piedras.
De
Jesucristo salía siempre virtud.
¿Cómo
era esa virtud?
El
Evangelio también me ha hecho la merced de explicarme la naturaleza de esa
virtud.
¡Cuánto
debemos al Evangelio!
¡Sanaba!
Jesucristo,
como Dios que es, tiene poder para dejar salir de Él muchas clases de virtud.
Virtud
de creador, de dominador, de aniquilador, de juez, no eres tú la virtud que
salía de mi Señor Jesucristo.
¡Virtud
de sanar!
Ésa
es la virtud que, como aroma exquisito, esparcía en torno suyo el fruto bendito
de la Madre Inmaculada.
¡Sanar!
¡Cuadra
eso tan bien al que se hizo médico para buscar, no sanos, sino enfermos,
pecadores y no justos!
¡Necesitaba
tanto de esa virtud nuestra pobre naturaleza!
¡Sabía
Él tan bien que venía a tierra de enfermos del cuerpo muchos, del alma todos!
Virtud
de sanar: ¡cuánta falta hacías a tanto paralítico, ciego, sordo, mudo, herido,
muerto, no sólo del cuerpo, sino del alma!
Y
¿alcanzará a muchos?
¡No
tengáis miedo, enfermos que esperáis que os toque la virtud de Jesucristo!
Que
no es virtud para uno solo por cada año como en la piscina de Bethesda, que no
es virtud para los hombres de una edad o de un pueblo, como la que han tenido
los santos taumaturgos; no tengáis miedo, que esta virtud es para todos.
¿Lo
oís bien? Para todos los hombres, de todos los tiempos y de todos los pueblos.
¿No
os habéis fijado en la palabra tan amplia del Evangelio: todos?
¡Cómo
ensancha mi alma esa palabra, todos!
De
modo que yo, pobrecilla criatura, que he venido al mundo veinte siglos después
de haber pasado por él Jesucristo exhalando virtud, ¿puedo esperar que a mí me
toque también esa virtud?
¿Sí?
Pero,
¿en dónde me encontraré con Él?
¡Soberana
realidad de los Sagrarios cristianos, ven a dar a mi alma la respuesta y la
seguridad de su dicha! Dile que sí que el Jesús de la virtud aquella vive
todavía y vive muy cerca de mí, junto a mi casa, ¡en el Sagrario!
Di
a mi alma y di a todas las almas que quieran oír, que en el Sagrario vive el
mismo Jesús de Jerusalén y Nazaret, con su mismo Corazón tan lleno, tan
rebosante de virtud de sanar y tan abierto para que salga perennemente en favor
de todos...
Desde
que he meditado así el Sagrario, ¡cómo se ha agrandado ante mis ojos y ante mi
corazón!
El
Sagrario no está ya limitado por las cuatro tablas que lo forman, ni aun por
los muros que lo cobijan. El Sagrario se extiende mucho más. El Sagrario será
el límite de las especies sacramentales, pero no de la virtud que debajo de
ellas constantemente brota.
Yo
ya miro al Sagrado Corazón de Jesús en el Sagrario como un sol que
irradia luz, calor y vida del cielo en torno suyo en una gran extensión, como
un manantial de agua medicinal siempre corriente en muchas direcciones,
como un delicioso jardín esparciendo siempre los aromas más
exquisitos...
¡Ay!,
si nuestros sentidos no fueran tan groseros, ¡qué impresiones tan deleitosas
recibirían alrededor de los Sagrarios! ¡Cómo me explico ahora aquella atracción
que se dice sentían algunos santos hacia el Sagrario, aun ignorado, por cuyas
cercanías pasaban!
¿No
sería quizás que sus sentidos espiritualizados percibirían ya el ambiente del
lugar de los Sagrarios?
¿Te
vas enterando ahora de lo que significa esa frase sobre la que quizás habrás
pasado muchas veces distraído: tener Sagrario?
¿Ves
ahora lo mal que se unen estas dos ideas: tener Sagrario y seguir siendo
desgraciado?
¡Pues
qué!, la virtud aquella de sanar que exhala siempre para todos el Corazón de
Jesús de aquel Sagrario, ¿no es bastante para acabar con todas tus desgracias?
¡JESÚS
SACRAMENTADO! En esa oscuridad, en que el abandono de los hombres te tiene
sumergido, te confieso Luz de la luz de Dios y única Luz del mundo.
En
ese silencio, a que voluntariamente te has reducido ahí, yo te proclamo Palabra
substancial de Dios y única Palabra creadora, restauradora, glorificadora y
deificadora.
En
esa inmovilidad, a que te has obligado ahí, yo te reconozco Vida de Dios y
única Vida de todo lo que vive.
Adoro
te devote
latens
Deitas...
Simul
et Humanitas.
LA VIRTUD DEL
CORAZÓN DE JESÚS
ESTÁ NO POCAS
VECES DESPERDICIADA
Y dijo Jesús:
¿Quién me ha tocado? (Lc 8,45)
¿Por
qué, a pesar de esa virtud de sanar que del Corazón de Jesús brota
incesante-mente en el Sagrario, quedamos aun tantos enfermos?
No soy yo, sino el Evangelio mismo
el que va a responder con el relato de una historia interesante.
Una
mujer enferma, hacía doce años, de enfermedad incurable, ve pasar no lejos de
su casa al Galileo santo de quien salía virtud de curar.
¡Quién
hablara con Él, quién apretara sus manos hacedoras de maravillas, quién
estampara un beso en sus pies benditos! ¡Si yo lo tocara!
¡Pero
Él, tan grande, tan puro, tan ocupado, tan solicitado por la muchedumbre... y
yo tan insignificante, tan débil... y mi enfermedad tan vergonzosa...!
¡Si
yo consiguiera al menos tocar la orla de su capa, vaya si me curaría!
Y
entre tímida y confiada se mezcla con la turba que trabajosamente deja avanzar
a Jesús.
Había
llegado hasta Él por detrás y llevado sus manos primero y después sus labios al
filo de su manto.
¡Estaba
curada!
Mas
Jesús, como movido por secreto resorte, vuelve los ojos atrás, mira y dice:
Alguien me ha tocado pues he sentido salir virtud de Mí.
¿Cómo?
-responden sus discípulos-, ¿cómo dices que quién te ha tocado, si estas
muchedumbres no dejan de oprimirte?
Pero
allí estaba para responder por los discípulos la que había tocado de aquella
manera especial al Maestro.
Trémula
y confusa se coloca delante de Él y de rodillas le cuenta toda la verdad.
Jesús
la levanta, diciéndole en el más suave de todos los acentos: Confía, hija, tus
pecados te son perdonados...
La
que iba buscando la salud de su cuerpo, se levantó curada en su cuerpo y en su
alma...
Ahora
os invito a un poco de meditación sobre este relato.
De
esta meditación yo saco unas cuantas enseñanzas muy propias para los que
andamos cerca del Sagrario.
La
primera es que no basta estar en el Sagrario para llenarse o
aprovecharse de la virtud que de él brota.
Muchos
estaban junto al Maestro y no salían curados ni en sus cuerpos ni en sus almas.
La
segunda enseñanza que saco es que para sacar virtud del Sagrario hace falta
tocar y saber tocar al Corazón de Jesús que está en él.
¡Saber
tocar!
¡Qué!,
¿no es eso lo que quiere decir aquel «quién me ha tocado», en medio de aquella
muchedumbre que le tocaba hasta oprimirlo?
Los
discípulos, quizá sin darse cuenta, han puesto un nombre adecuado a lo que
hacen con Jesús muchos que andan con Él: «Las muchedumbres te rodean y te
oprimen».
¡Oprimir
a Jesucristo!
¡Dios
mío! ¡Qué miedo he sentido al fijarme en esa palabra!
¡Qué
miedo y qué pena en pensar que no pocas veces las muchedumbres que llenan tus
templos y aun tus Sagrarios, están imitando a las turbas del Evangelio; están
oprimiéndote!
¡Qué
pena es pensar que hasta muchas Comuniones son opresiones; sí, opresiones
y, si fuera posible, asfixiantes de sentir tanta falta de espíritu cristiano y
tanta sobra de espíritu mundano!
¡Ay!
¡Cómo me acuerdo de aquellas opresiones de las turbas, cuando veo en torno de
tus Tabernáculos a cristianas vestidas de prostitutas y en actitudes de
comediantes, y a cristianos que en el templo hablan, ríen, miran y gesticulan
como en el teatro...!
¡Saldrán
después y dirán que vienen de estar contigo; sí, de estar oprimiéndote,
ahogándote con la barahúnda y la pestilencia de sus liviandades y coqueterías,
y con su espíritu superficial, curioso, distraído y rutinario!
En
cambio, ¡qué poquitos son los que saben tocarte y por consiguiente sacarte
virtud.
Con
la fe se toca a Cristo, ha dicho san Ambrosio.
Pero
no con una fe que se contenta con rezar el Credo, sino con aquella fe de la
incurable que empieza en la humildad de no creerse digna ni de ponerse delante
del santo Maestro y que termina y se manifiesta en la confianza firme de ser
curada sólo por el contacto con lo más insignificante de su persona, la orla
posterior de su vestidura.
¡La
fe viva! Ésa es la que toca a Cristo, la que llega hasta su Corazón.
Si
con fe viva nos llegáramos al Sagrario, ¡cómo nos sumergiríamos en aquel mar de
luz, de amor, de vida, que brota de aquel Corazón! ¡Cómo se curarían todas
nuestras dolencias! ¡Cómo gozaríamos de salud inalterable! ¡Cómo obtendríamos
mucho más de lo que pedimos y esperamos!
Pero,
¡nos hacen tanta falta aquella humildad que lo teme todo de sí y aquella
confianza que lo espera todo de Él!
¡Vamos
al Sagrario tan llenos de nosotros que no hay que extrañar que volvamos
tan vacíos de Él!
¿Sabéis
ahora por qué, a pesar de tanta virtud de sanar como exhala constantemente el
Corazón de Jesús en el Sagrario, hay tantos enfermos, aun entre los que lo
rodean y viven cerca de Él?
Hay
que tocarle y se empeñan en no ir o en ir para oprimirlo.
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