Mensaje del arzobispo de Burgos,
S.E.R. Fidel Herráez Vegas
para el domingo 25 junio 2017
Esta semana deseo comentar
un tema que está alcanzando una notable actualidad en nuestra sociedad y que
también tiene repercusiones en nuestra vida eclesial. De hecho algunas personas
me han hecho llegar sus dudas e incertidumbres y considero una obligación mía,
como pastor de la diócesis, ofrecer a todos los católicos una palabra de
discernimiento y unos criterios que les permitan emitir un juicio de valor.
El fenómeno al que me refiero es la proliferación de «nuevas
espiritualidades» o «espiritualidades alternativas». Aunque pueda parecer
paradójico, resulta lógico que en nuestra sociedad secularizada, externamente
caracterizada por la increencia y la indiferencia ante el hecho religioso,
surja en muchas personas el anhelo de una experiencia espiritual que aporte
sentido y calor a su existencia. Es comprensible, dado el estilo de vida
dominado por el estrés, la competitividad, el hastío, el anonimato, la soledad…
Y dada también la dimensión espiritual, reconocida o no, de los seres humanos.
Por eso muchos recurren a métodos como el yoga o el zen,
procedentes del hinduismo o del budismo, de la sabiduría oriental y vinculados
frecuentemente al movimiento denominado «New Age», Nueva Era, que en sus
diversas manifestaciones es también un «conjunto de creencias y prácticas
místico-esotéricas, que se ofrece como una experiencia espiritual consoladora y
benéfica para los insatisfechos ante el materialismo y el racionalismo
deshumanizante del mundo occidental». No podemos condenar ni minusvalorar el ansia
de espiritualidad, que brota de lo más íntimo de las personas; muestra además
la insuficiencia de un modelo cultural y social dominado por el racionalismo,
la técnica y el consumo, que muchas veces anulan la dimensión
transcendente del ser humano.
También en encuentros de oración o talleres de meditación,
ofrecidos en centros católicos o en grupos eclesiales, se recurre al yoga o al
zen. Puede suceder que bajo un ropaje cristiano se oculte una espiritualidad no
cristiana, que pretende ir más allá de las religiones, también de la religión
cristiana; y en el mejor de los casos se puede prestar a confusión. La
espiritualidad cristiana tiene unas características que deben ser
diferenciadas, vividas y conservadas con claridad. Determinadas prácticas corporales
pueden ayudar a la oración. Pero no pueden oscurecer lo peculiar de la oración
cristiana, que es, en palabras del Papa Francisco cuando la diferencia de otras
prácticas «pseudoreligiosas», la oración «en serio», «la oración de adoración
al Padre, de alabanza a la Trinidad, la oración de agradecimiento, también la
oración de pedir cosas al Señor, pero la oración desde el corazón».
La «nueva espiritualidad» es usada frecuentemente como una terapia
para solucionar el malestar sicológico o emocional y para lograr la serenidad,
y la paz interior. Para ello intenta ampliar la propia conciencia aspirando a
la fusión con la divinidad, con la naturaleza o la energía cósmica, en el fondo
con algo impersonal. Ello normalmente provoca el encerrarse en uno mismo y el
alejamiento de los demás. De este modo se difumina la conciencia, la libertad,
la responsabilidad y la capacidad de amar. Es la «espiritualidad del espejo»,
de la que también nos advierte el Papa, por la que uno se mira y se ilumina a
sí mismo, pudiendo quedarse en su propio bienestar y armonía interior. La
espiritualidad cristiana, por el contrario, vive de una relación personal con
Alguien que, por propia iniciativa, nos ha amado el primero. Esta relación se
vive siempre en el seno de la Iglesia y se abre con generosidad a las
necesidades de los demás.
Las dos últimas solemnidades litúrgicas nos lo muestran con
claridad. En la fiesta de la Santísima Trinidad, como os decía hace un par de
semanas, celebramos un Dios vivo que se dirige a nosotros de modo personal como
Padre, Hijo y Espíritu Santo. Es un Dios con rostro y con nombre. El domingo
pasado celebrábamos el día del Corpus Christi, fiesta de la Eucaristía, que
hace presente al Jesús muerto y resucitado por nosotros, y que a la vez nos
abre al encuentro con el hermano necesitado. El cristiano reza como un hijo que
se dirige confiado al Padre que es tierno y misericordioso; se siente unido a
Jesús en su mediación sacerdotal; se sabe movido por el Espíritu Santo y se
siente empujado a celebrarlo con los otros, con la Iglesia, en la liturgia y en
el amor «de obras y de verdad». Ese es el tesoro que permanentemente debemos
cuidar y profundizar.
Las comunidades cristianas, y cada uno de nosotros, deberíamos
desarrollar más la práctica de la oración, desde la tradición espiritual y
mística cristiana. A ello os animo gustosamente, pues, como dice el Papa
Francisco, «una sesión de yoga jamás podrá enseñar a un corazón a “sentir” la
paternidad de Dios ni un curso de espiritualidad zen lo volverá más libre para
amar».
No hay comentarios:
Publicar un comentario