Artículo de
María Elvira Roca Barea
Publicado en el Diario
"EL País" (España)
Dice la leyenda que el 31 de octubre de 1517 el monje agustino Martín Lutero (1483-1546),
escandalizado por el vergonzoso espectáculo que la Iglesia ofrecía e indignado por la venta de indulgencias, clavó en las
puertas de la iglesia de Wittenberg las 95 tesis
que desafiaban el poder de Roma. Se cumplen por tanto 500 años y Alemania está celebrando con fasto este aniversario. Merkel
y Obama homenajearon el 25 de mayo a Lutero en la puerta de Brandeburgo y
por las mismas fechas se inauguró una espectacular exposición en Wittenberg.
Esto, por citar sólo alguno de los eventos más destacados. Desde que acabó la
II Guerra Mundial los aniversarios luteranos (nacimiento, muerte, 95 tesis,
iluminación divina durante la tormenta de 1505…) apenas revestían relevancia.
Pero ahora esto ha cambiado. ¿Por qué?
El gesto descrito a las
puertas de la iglesia de Wittenberg es la representación mítica y ritual
de lo que significó Martín Lutero para el entonces llamado Sacro Imperio
Germánico. Hace mucho que se duda de que clavara sus tesis; las
menciones al acto desafiante aparecen mucho después conforme se va adornando y
mitificando al personaje Lutero y al cisma que trajo consigo. Pero, si non è vero, è ben trovato.
Resulta mucho menos heroico mandar por correo —que es lo que con toda
probabilidad sucedió— el texto de protesta al obispo de Maguncia. Así que el
gesto simbólico conserva hoy toda su prosopopeya teatral pero era mucho más
épico en aquel tiempo, porque el hombre del siglo XVI sabía que este era el
modo en que se daban a conocer los llamados carteles de desafío, con
los que un caballero insultaba públicamente a otro y le retaba a duelo. Había
que responder, si no, quedaba deshonrado para siempre. Hay en la figura de
Lutero un componente de heroísmo a toro pasado muy interesante para comprender
su significado en la historia de Alemania y sí, no se sorprenda el lector, en
la de España.
El cisma luterano es la
manifestación de un problema político, y haberlo mantenido en el orbe de lo
religioso enturbia completamente su comprensión. A través de él se expresa el
nacionalismo germánico de la primera hora y por eso Martín Lutero es celebrado
y exaltado en Alemania cada vez que a ese nacionalismo le sube la temperatura.
Desde la II Guerra Mundial no se ha conmemorado de manera significativa ninguna
efemérides luterana. En 1983 pasó sin pena ni gloria en la RFA el
quinto centenario del nacimiento de Martín Lutero que tan festejado
fue en tiempos de Bismarck. Así, por ejemplo, el 10 de noviembre de 1883, el
emperador Guillermo I encabezó el desfile del cuarto centenario del nacimiento
de Martín Lutero en Eisleben.
En Historia del año 1883
Emilio Castelar escribe: “Los pueblos protestantes han celebrado el cuarto
centenario de Lutero con universales jubilaciones”; y también que aunque “los
católicos y los protestantes de Alemania no han podido acordarse para celebrar
al creyente, se han acordado para celebrar al patriota”. Pero lo más
interesante es el colofón: “Nosotros, que no pertenecemos a la religión
luterana ni a la raza germánica, españoles y católicos de nacimiento, podemos
celebrar sin escrúpulo al que, iniciando la libertad
de pensamiento y examen, ha iniciado las revoluciones modernas, a
cuya virtud hemos roto nuestras cadenas de siervos y proclamado la
universalidad de la justicia y del derecho”. No necesitamos por tanto ir a
Wittenberg y leer los textos que comentan la espectacular exposición. Lo que
allí se cuenta es exactamente lo mismo que Castelar nos dice: Lutero, el padre
de la libertad religiosa en Europa; Lutero, el héroe por cuyo esfuerzo sin par
este continente se libró de las tinieblas y de la esclavitud. Dice Castelar que
“hemos roto nuestras cadenas”. A Lutero le debemos nada menos que “la justicia
y el derecho”, porque resulta evidente que los españoles no teníamos. Qué
simpático resulta esto de que los hijos de Roma desconozcan el Derecho, los
pobres.
Y, claro está, si Lutero
rompe cadenas es que había cadenas que romper y alguien las había puesto. Si
trae la libertad de pensamiento es que tal cosa no existía, ¿y quién lo
impedía? No hace falta ni nombrarlo pero está ahí, constantemente presente: el
oscuro y siniestro Imperio español y católico. Para que el héroe Lutero exista
tiene que haber un monstruo al que él se enfrente. Si no hay monstruo, no hay
héroe. Quien visita hoy Wittenberg o cualquiera de las muchas exposiciones y
celebraciones que pueden verse en Alemania, incluso si es español y católico
—especialmente si es español y católico— no ve el decorado que hace posible el
brillo germánico. Cuando digo católico no quiero decir creyente. La fe es
irrelevante en este contexto. Nos referimos a quienes han nacido en un país de
cultura católica. Porque ese relumbrón germánico ha necesitado siglo tras siglo
como condición sine qua non para su
exaltación que el sur mediterráneo sea oscuro y atrasado, inmoral y decadente,
vago y poco fiable. Es en tiempos de Lutero cuando el adjetivo welsch —una denominación
geográfica poco precisa para referirse al sur— pasó a significar latino o
románico, y malvado e inmoral al mismo tiempo.
La “libertad luterana” no
resiste una mirada cercana y libre de prejuicios. Comenzó provocando una guerra
espantosa que se llamó la Guerra de los Campesinos y que dejó más de 100.000
muertos en los campos del Sacro Imperio. Porque los campesinos se creyeron de
verdad aquellas exaltadas predicaciones en boca de Lutero y de otros que
clamaban contra las riquezas acumuladas por los poderosos de la tierra con Roma
como garante de tales injusticias. Esto provocó una convulsión social como no
se ha conocido otra en Europa hasta la Revolución
Francesa. Los príncipes alemanes, cuyo propósito era básicamente
oponerse al emperador, no pensaron que alentar aquella efervescencia
antisistema (Carlos V y el catolicismo) pudiera volverse contra ellos, pero
tuvieron que enfrentarse a una revuelta de proporciones gigantescas. Algunos
clérigos revolucionarios como Müntzer, llamado el teólogo de la revolución, se
mantuvieron fieles a sus principios hasta el final y fueron ejecutados, pero
Lutero decidió sobrevivir. Desde comienzos de 1525, tras la muerte de Hutten y
Sickingen, los dos cabecillas revolucionarios que lo habían amparado, Lutero se
pone al servicio de los príncipes alemanes y alienta la violencia brutal con
que los grandes señores germánicos acabaron con estas rebeliones de campesinos:
“contra las hordas asesinas y ladronas mojo mi pluma en sangre, sus integrantes
deben ser estrangulados, aniquilados, apuñalados, en secreto o públicamente,
como se mata a los perros rabiosos”.
Desde entonces Lutero se
convierte en el gran valedor de las oligarquías señoriales, en el garante
teológico de un feudalismo tardío que mantuvo a Alemania en un estado de
pobreza y atraso ya superado en España y en la mayor parte del sur. El
enquistamiento por la vía religiosa de estas oligarquías impidió la unificación
de Alemania e hizo posible una supervivencia anómala del sistema feudal en esa
parte de Europa. Casi todo el mundo sabe que el régimen de los siervos duró en
Rusia hasta el siglo XIX, pero se ignora que en Alemania también, notablemente
en las zonas protestantes. Uno de los primeros estados en abolir las leyes de
servidumbre fue la católica Baviera en 1808, pero el proceso no culminó hasta
mediados del siglo en la zona oriental. Bien. Esto por lo que respecta a Lutero
como libertador social. Vamos ahora a Lutero como libertador mental.
Libertad religiosa o libre
examen son dos iconos lingüísticos acuñados por Lutero que no tuvieron nunca un
reflejo en la realidad, como demuestra primero la lógica y luego la historia.
Supuestamente el libre
examen significa que el cristiano debe entenderse con Dios directamente a
través de los textos sagrados, sin intermediarios gravosos e inmorales como
“los romanos” (así llamaba Lutero al clero católico, aunque fuesen tan alemanes
como él). Si esto es así, hay una consecuencia inmediata: la desaparición del
clero por innecesario. La evidencia demuestra que esto jamás sucedió, porque
Lutero no operó la destrucción de las iglesias, sino que creó otra. Ni Lutero
dejó de ser clérigo, ni disminuyó el número de ellos en el Sacro Imperio. Simplemente
se formó un nuevo cuerpo sacerdotal que también condujo al rebaño hacia donde
debía ir. Solo que ahora ese cuerpo de pastores sirve únicamente al señor del
territorio (y no a un papa extranjero y a un emperador aliado con el mundo welsch) que es el que le da de
comer. Si le sirve bien, como hizo Lutero, vivirá bien. Vivirá incluso mejor
que con los “romanos” y, así, Lutero recibió del príncipe de Sajonia, como
primera prueba de gratitud, el que había sido su antiguo convento en Wittenberg.
Es un muy bello palacio, donde se instaló con su nueva esposa, sus parientes y
sus criados. Había nacido en el seno de una familia muy
humilde y estos lujos, como monje agustino, no se los hubiera
podido permitir nunca. Y no tocaremos aquí más el asunto de las críticas
feroces contra los lujos del clero “romano”.
La libertad religiosa es
probablemente el tótem lingüístico más afortunado de Martín Lutero. Ha sido y
es ininterrumpidamente esgrimido frente a las tinieblas del catolicismo y de su
nación defensora por antonomasia, España. No hace falta siquiera pensar mucho
para ver a dónde va a parar la libertad luterana. Si tal cosa hubiera existido
alguna vez, siquiera teóricamente, también los católicos u otras facciones
protestantes hubieran tenido derecho a ella. Si el cristiano es libre para
interpretar los textos sagrados, entonces, también la interpretación católica
es posible y debe ser aceptada. Y debería haber sido respetada en consonancia
con la “libertad religiosa” que Lutero y sus diáconos predicaban. Si la lógica
humana no es una patraña desde su misma raíz, esto es así. Pero lo cierto es
que el nuevo clero creó una versión del cristianismo que fue la única aceptable
y todas las demás fueron proscritas y perseguidas; la católica por supuesto,
pero también los anabaptistas, calvinistas, menonitas, etcétera.
Sin embargo, siglo tras
siglo, Lutero se ha paseado por la historia de Europa inmune a la verdad, a los
hechos y a la lógica. Puede el lector teclear en Internet en algún buscador la
secuencia “Lutero libertad religiosa” y verá. Si lo hace en inglés y alemán, se
quedará pasmado. Podríamos llevar este juego perverso con las palabras un poco
más lejos y exasperar los argumentos históricos habitualmente aceptados. Porque
aplicar la “libertad religiosa” en sentido luterano es lo que hicieron los
Reyes Católicos en España, a saber, que todos los súbditos deben tener la misma
religión que su señor terrenal. Este es el principio conocido como cuius regio, eius religio, y dio
cobertura legal a los príncipes alemanes para obligar a las poblaciones de sus
territorios a hacerse protestantes, lo quisieran o no, y no siempre con
persuasivos y pacíficos sermones. Pero es evidente que los Reyes Católicos no pueden ser padres de la
libertad religiosa, aunque hicieron exactamente lo mismo, porque, como
dice Castelar, nosotros no somos luteranos ni pertenecemos a la raza germánica.
A estas alturas ya estará
preguntándose ¿pero por qué tenían este empeño los príncipes alemanes en
hacerse protestantes? Pues no es difícil tampoco de explicar, pero para eso,
como señalamos más arriba, hay que salirse del terreno religioso, de la
superioridad moral y de las palabras totémicas donde empeñosamente ha insistido
todo el protestantismo en situar aquel sangriento conflicto. Casi una cuarta
parte de los bienes raíces del Sacro Imperio cambiaron de manos, entre las
confiscaciones de propiedades eclesiásticas y las de aquellos que abandonaron
los territorios protestantes por negarse a acatar la conversión forzosa. Hasta
la Revolución Rusa no ha habido latrocinio comparable en Occidente. Pero, claro
está, no los llamamos así, porque el uno tenía una cobertura teológica y el
otro una cobertura ideológica. En definitiva: una justificación moral. Esto
naturalmente no se lo van a contar al visitante en la magna exposición de
Wittenberg.
Lutero fue no solamente anti-latino sino furiosamente antisemita.
El filósofo alemán Karl Jaspers escribió que el programa nazi está prefigurado
en Martín Lutero, que dedicó a los judíos párrafos espeluznantes: “Debemos
primeramente prender fuego a sus sinagogas y escuelas, sepultar y cubrir con
basura a lo que no prendamos fuego, para que ningún hombre vuelva a ver de
ellos piedra o ceniza”. El primer gran pogromo de 1938,
la noche de los Cristales Rotos, fue justificado como una operación piadosa en
honor de Martín Lutero, por su 450 cumpleaños. A las elecciones de 1933
concurrió Hitler con un soberbio cartel donde la imagen de Lutero y la cruz
gamada aparecen juntas. Las celebraciones luteranas de los nazis fueron
espectaculares. Con idéntica ferocidad alentó y justificó Lutero la quema de
brujas, que dejó en Alemania no menos de 25.000 víctimas, según Henningsen.
Llevamos tantos miles, millones de muertos con este asunto que es mejor no
hacer cuentas.
Pero no hay de qué
avergonzarse. Alemania celebra sin disimulo a Martín Lutero porque se siente
bien, porque Lutero es el padre del nacionalismo alemán y de su iglesia y tiene
por lo tanto… indulgencia teológica. Desde que se produjo la
reunificación y vino luego el euro como mágico elixir, Alemania
está en un tiempo nuevo y afronta sin sombras una hegemonía europea
incontestada. Gran Bretaña ha desertado del barco de la Unión y Francia no está
en condiciones de enfrentarse a la indiscutible supremacía germánica. Ni España
ni Italia parecen darse mucha cuenta de cuán necesarias son para compensar esta
hegemonía y andan perdidas, sin poder superar el complejo de inferioridad que
asumieron hace siglos. Porque con todo esto llegamos al gran asunto que aquí se
ventila: el de la superioridad moral frente al porcino mundo no protestante, en
el cual vivimos y que ha sido tan absolutamente asumida que muchos de nuestros
periódicos, como en tiempos de Castelar, se han sumado gozosos a la celebración
luterana, tan ciegos y tan perdidos en el laberinto de su propia inferioridad
hoy como hace 100 años.
No hay comentarios:
Publicar un comentario