Para leer y
aplicar la constitución
del Vaticano II sobre la Liturgia
del Vaticano II sobre la Liturgia
Artículo publicado por el Cardenal
Sarah ha publicado un L'Osservatore
Romano (edición del 12 de junio de 2015), donde ofrece unas
cuantas pautas para una comprensión profunda y una hermenéutica fiel de la
Constitución Sacrosanctum
Concilium
Cincuenta años después de
su promulgación por parte del Papa Pablo VI, ¿se leerá, por fin, la
Constitución del Concilio Vaticano II sobre la sagrada liturgia? Porque la Sacrosanctum concilium no
es un simple catálogo de “recetas” reformistas, sino una verdadera y propia
"carta magna" de la acción litúrgica.
En ella, el concilio
ecuménico nos da una lección magistral de método. Porque lejos de contentarse
con una visión disciplinar y exterior de la liturgia, el concilio quiere
hacernos contemplar lo que está en su esencia. La práctica de la Iglesia deriva
siempre de lo que recibe y contempla en la revelación. La pastoral no se puede
desconectar de la doctrina.
En la Iglesia "lo que
proviene de la acción está ordenado a la contemplación" (cfr. n. 2). La
constitución conciliar nos invita a volver a descubrir el origen trinitario de
la obra litúrgica. En efecto, el concilio establece una continuidad entre la
misión de Cristo Redentor y la misión litúrgica de la Iglesia. "Así como
Cristo fue enviado por el Padre, Él, a su vez, envió a los Apóstoles" para
que "mediante el sacrificio y los sacramentos en torno a los cuales gira
toda la vita litúrgica" ayuden a "la obra de salvación" (n.6).
Realizar la liturgia no es pues otra cosa que hacer la obra de
Cristo. La liturgia es en esencia actio Christi: la "obra de
[la] redención humana y de la perfecta glorificación de Dios" (n.5). Él es
el gran sacerdote, el verdadero sujeto, el verdadero actor de la liturgia (cfr.
n.7). Si este principio vital no se acoge con fe, se corre el riesgo de hacer
de la liturgia una obra humana, una auto-celebración de la comunidad.
Al contrario, la obra
propia de la Iglesia consiste en entrar en la acción de Cristo, en inscribirse
en esa obra de la que Él recibió del Padre la misión. Así pues, “se nos dio la
plenitud del culto divino", porque "su humanidad, unida a la persona
del Verbo, fue instrumento de nuestra salvación" (n.5). La Iglesia, cuerpo
de Cristo, debe pues llegar a ser a su vez un instrumento en las manos del
Verbo.
Esto es el significado último del concepto-clave de la constitución
conciliar: la actuosa
participatio. Dicha participación consiste, para la Iglesia, en
llegar a ser instrumento de Cristo-sacerdote, con el fin de participar en su
misión trinitaria. La Iglesia participa activamente en la obra litúrgica de
Cristo en la medida en que sea instrumento. En ese sentido, hablar de
“comunidad celebrante” no está privado de ambigüedad y requiere verdadera
cautela (cfr. Instrucción Redemptoris sacramentum, n.42). Por tanto, la actuosa participatio no
debería ser entendida como la necesidad de hacer algo. Sobre este punto, la
enseñanza del concilio ha sido frecuentemente deformada. Se trata, en cambio,
de dejar que Cristo nos tome y nos asocie a su sacrificio.
La participatio litúrgica
debe entenderse como una gracia de Cristo que "asocia siempre consigo a su
amadísima Esposa la Iglesia" (Sacrosanctum concilium, n.7). Él
es quien tiene la iniciativa y el primado. La Iglesia "invoca a su Señor y
por El tributa culto al Padre Eterno" (n.7).
El sacerdote debe ser ese
instrumento que deja trasparentar a Cristo. Como hace poco recordó nuestro Papa
Francisco, el celebrante no es el presentador de un espectáculo, no debe buscar
la simpatía de la asamblea poniéndose ante ella como su interlocutor principal.
Entrar en el espíritu del concilio significa al contrario desaparecer,
renunciar a ser el punto focal.
Contrariamente a cuanto se
ha sostenido a veces, es absolutamente conforme a la constitución conciliar, e
incluso oportuno, que durante el rito penitencial, el canto del Gloria, las
oraciones y la plegaria eucarística, todos, sacerdote y fieles, se giren hacia
Oriente, para expresar su voluntad de participar en la obra de culto y de
redención realizada por Cristo. Este modo de hacer podría oportunamente ser
puesto en práctica en las catedrales, donde la vida litúrgica debe ser ejemplar
(cfr. n.41).
Bien entendido, hay otras partes de la misa en que el sacerdote,
actuando in
persona Christi Capitis, entra en diálogo nupcial con la asamblea.
Pero ese cara a cara no tiene otro fin que llevar a un cara a cara con Dios
que, por medio de la gracia del Espíritu Santo, llegará a ser un corazón a
corazón. El concilio propone así otros medios para favorecer la participación:
"las aclamaciones del pueblo, las respuestas, la salmodia, las antífonas,
los cantos y también las acciones o gestos y posturas corporales" (n.30).
Una lectura demasiado
rápida, y sobre todo demasiado humana, ha llevado a concluir que hacía falta
que los fieles estuviesen constantemente ocupados. La mentalidad occidental
contemporánea, modelada por la técnica y encandilada por los medios de
comunicación, ha querido hacer de la liturgia una obra de pedagogía eficaz y
provechosa. Con ese espíritu, se ha procurado hacer las celebraciones de
convivencia. Los actores litúrgicos, animados por motivos pastorales, buscan a
veces hacer obra didáctica introduciendo en las celebraciones elementos
profanos y espectaculares. ¿Acaso no se ven testimonios, puestas en escena y
aplausos? Se cree que así se favorece la participación de los fieles mientras
que, de hecho, se reduce la liturgia a un juego humano.
"El silencio no es una virtud, ni el ruido un pecado, es
verdad”, dice Thomas Merton, "pero el tumulto, la confusión y el ruido
continuos en la sociedad moderna o en ciertas liturgias eucarísticas africanas
son la expresión de la atmósfera de sus pecados más graves, de su
impiedad, de su desesperación. Un mundo de propaganda, de argumentos infinitos,
de invectivas, de críticas, o simplemente de chismorreos, es un mundo en el que
la vida no vale la pena ser vivida. La misa se convierte en un tumulto confuso;
las oraciones un ruido exterior o interior" (Thomas Merton, Le signe de Jonas,
Ed. Albin Michel, Paris, 1955, p.322).
Se corre el riesgo real de
no dejar ningún sitio a Dios en nuestras celebraciones. Incurrimos en la
tentación de los judíos en el desierto. Querían hacer un culto a su medida y a
su altura, y no olvidemos que acabaron postrados ante el ídolo del becerro de
oro.
Es tiempo de ponerse a la escucha del concilio. La liturgia es
"principalmente culto de la divina Majestad" (n.33). Tiene valor
pedagógico en la medida en que está completamente ordenada a la glorificación
de Dios y al culto divino. La liturgia nos pone realmente en la presencia de la
trascendencia divina. Participación verdadera significa renovar en nosotros ese
“asombro” que san Juan Pablo II tenía en gran consideración (cfr. Ecclesia de Eucharistia,
n.6). Este asombro sagrado, ese temor gozoso, requiere nuestro silencio ante la
majestad divina. Se olvida a menudo que el silencio sagrado es uno de los
medios indicados por el concilio para favorecer la participación.
Si la liturgia es obra de
Cristo, ¿es necesario que el celebrante introduzca sus propios comentarios? Hay
que recordar que, cuando el misal autoriza una intervención, no se puede
convertir en un discurso profano y humano, un comentario más o menos sutil
sobre la actualidad, o un saludo mundano a las personas presentes, sino una
brevísima exhortación a entrar en el misterio (cfr. Presentación general del misal romano,
50). Cuanto a la homilía, ella misma es un acto litúrgico que tiene sus propias
reglas. La actuosa
participatio en la obra de Cristo presupone que se deje el
mundo profano para entrar en la "acción sagrada por excelencia" (Sacrosanctum concilium,
n.7). De hecho, "pretendemos, con una cierta arrogancia, quedarnos en lo
humano para entrar en lo divino" (Robert Sarah, Dieu ou rien, p.178).
En este sentido, es deplorable
que el sagrario de nuestras iglesias no sea un lugar estrictamente reservado al
culto divino, o que se entre con ropa profana, o que el espacio sagrado no esté
claramente delimitado por la arquitectura. Ya que, como enseña el concilio,
Cristo está presente en su palabra cuando esta viene proclamada, es igualmente
deletéreo que los lectores no tengan una vestimenta apropiada que muestre que
no pronuncian palabras humanas sino una palabra divina.
La liturgia es una realidad fundamentalmente mística y
contemplativa, y en consecuencia fuera del alcance de nuestra acción humana;
incluso la participatio es
una gracia de Dios. Por tanto, presupone por nuestra parte una apertura al
misterio celebrado. Así, la constitución recomienda la comprensión plena de los
ritos (cfr. n.34) y al mismo tiempo prescribe "que los fieles sean capaces
también de recitar o cantar juntos en latín las partes del ordinario de la Misa
que les corresponde" (n.54).
En efecto, la comprensión
de los ritos no es obra de la razón humana dejada a sí misma, que debería
captarlo todo, entenderlo todo, dominarlo todo. La comprensión de los ritos
sagrados es la del sensus
fidei, que ejercita la fe viva a través del símbolo y que conoce
por sintonía más que por concepto. Esta comprensión presupone que nos
acerquemos al misterio con humildad.
Pero, ¿se tendrá el valor
de seguir el concilio hasta este punto? Una lectura así, iluminada por la fe,
es fundamental para la evangelización. En efecto, "presenta así la
Iglesia, a los que están fuera, como signo levantado en medio de las naciones,
para que, bajo de él, se congreguen en la unidad los hijos de Dios que están
dispersos" (n.2). Debe dejar de ser un lugar de desobediencia a las
prescripciones de la Iglesia.
Más específicamente, no puede ser ocasión de divisiones entre
cristianos. Las lecturas dialécticas de la Sacrosanctum concilium, las
hermenéuticas de ruptura en un sentido o en el otro, no son el fruto de un
espíritu de fe. El concilio no ha querido romper con las formas litúrgicas
heredadas de la tradición, es más, ha querido profundizarlas. La constitución
establece que "las nuevas formas se desarrollen, por decirlo así,
orgánicamente a partir de las ya existentes" (n.23).
En este sentido, es
necesario que cuántos celebran según el usus antiquior lo hagan
sin espíritu de oposición, sino en el espíritu de la Sacrosanctum concilium.
Del mismo modo, sería erróneo considerar la forma extraordinaria del rito
romano como derivada de otra teología que no sea la liturgia reformada. Sería
también deseable que se insertase como anexo de una próxima edición del misal
el rito penitencial y el ofertorio del usus antiquior son el fin de
subrayar que las dos formas litúrgicas se iluminan mutuamente, en continuidad y
sin oposición.
Si vivimos con ese espíritu,
entonces la liturgia dejará de ser el lugar de las rivalidades y de las
críticas, para hacernos por fin participar activamente en la liturgia "que
se celebra en la santa ciudad de Jerusalén, hacia la cual nos dirigimos como
peregrinos, y donde Cristo está sentado a la diestra de Dios como ministro del
santuario" (n.8).
Cardenal Robert Sarah
Prefecto de la Congregación para el Culto Divino
Prefecto de la Congregación para el Culto Divino
y la Disciplina de los Sacramentos.
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