XII
Mi
querido Orugario:
Evidentemente,
estás haciendo espléndidos progresos. Mi único temor es que, al intentar meter
prisa al paciente, le despiertes y se dé cuenta de su verdadera situación.
Porque tú y yo, que vemos esa situación tal como es realmente, no debemos
olvidar nunca cuan diferente debe parecerle a él. Nosotros sabemos que hemos
introducido en su trayectoria un cambio de dirección que le está alejando ya de
su órbita alrededor del Enemigo; pero hay que hacer que él se imagine que todas
las decisiones que han producido este cambio de trayectoria son triviales y
revocables. No se le debe permitir sospechar que ahora está, por lentamente que
sea, alejándose del sol en una dirección que le conducirá al frío y a las
tinieblas del vacío absoluto.
Por
este motivo, casi celebro saber que todavía va a misa y comulga. Sé que esto
tiene peligros; pero cualquier cosa es buena, con tal de que no llegue a darse
cuenta de .hasta qué punto ha roto con los primeros meses de su vida cristiana:
mientras conserve externamente los hábitos de un cristiano, se le podrá hacer
pensar que ha adoptado algunos amigos y diversiones nuevos, pero que su estado
espiritual es muy semejante al de seis semanas antes, y, mientras piense eso,
no tendremos que luchar con el arrepentimiento explícito por un pecado definido
y plenamente reconocido, sino sólo con una vaga, aunque incómoda, sensación de
que no se ha portado muy bien últimamente.
Esta
difusa incomodidad necesita un manejo cuidadoso. Si se hace demasiado fuerte,
puede despertarle, y echar a perder todo el juego. Por otra parte, si la
suprimes completamente —lo que, de pasada, el Enemigo probablemente no
permitirá—, perdemos un elemento de la situación que puede conseguirse que nos
sea favorable. Si se permite qué tal sensación subsista, pero no que se haga
irresistible y florezca en un verdadero arrepentimiento, tiene una invaluable
tendencia: aumenta la resistencia del paciente a pensar en el Enemigo. Todos
los humanos, en casi cualquier momento, sienten en cierta medida esta
reticencia; pero cuando pensar en Él supone encararse —intensificándola— con
una vaga nube de culpabilidad sólo a medias consciente, tal resistencia se
multiplica por diez. Odian cualquier cosa que les recuerde al Enemigo, al igual
que los hombres en dificultades económicas detestan la simple visión de un
talonario. En tal estado, tu paciente no sólo omitirá sus deberes religiosos,
sino que le desagradarán cada vez más. Pensará en ellos de antemano lo menos
que crea decentemente posible, y se olvidará de ellos, una vez cumplidos, tan
pronto como pueda. Hace unas semanas necesitabas tentarle al irrealismo
y a la falta de atención cuando rezaba, pero ahora te encontrarás con que te
recibe con los brazos abiertos y casi te implora que le desvíes de su propósito
y que adormezcas su corazón. Querrá que sus oraciones sean irreales,
pues nada le producirá tanto terror como el contacto efectivo con el Enemigo.
Su intención será la de "dejar la fiesta en paz".
Al
irse estableciendo más completamente esta situación, te irás librando,
paulatinamente, del fatigoso trabajo de ofrecer placeres como tentaciones. Al
irle separando cada vez más de toda auténtica felicidad esa incomodidad, y su
resistencia a enfrentarse con ella, y como la costumbre va haciendo al mismo
tiempo menos agradables y menos fácilmente renunciables (pues eso es lo que el
hábito hace; por suerte, con los placeres) los placeres de la vanidad, de la
excitación y de la ligereza, descubrirás que cualquier cosa, o incluso ninguna,
es suficiente para atraer su atención errante. Ya no necesitas un buen libro,
libro que le guste de verdad, para mantenerle alejado de sus oraciones, de su
trabajo o de su reposo; te bastará con una columna de anuncios por palabras en
el periódico de ayer. Le puedes hacer perder el tiempo no ya en una
conversación amena, con gente de su agrado, sino incluso hablando con personas
que no le interesan lo más mínimo de cuestiones que le aburren. Puedes lograr
que no haga absolutamente nada durante períodos prolongados. Puedes hacerle
trasnochar, no yéndose de juerga, sino contemplando un fuego apagado en un
cuarto frío. Todas esas actividades sanas y extravertidas que queremos evitarle
pueden impedírsele sin darle nada a cambio, de tal forma que pueda
acabar diciendo, como dijo al llegar aquí abajo uno de mis pacientes:
"Ahora veo que he dejado pasar la mayor parte de mi vida sin hacer ni lo
que debía ni lo que me apetecía". Los cristianos describen al
Enemigo como aquél "sin quien nada es fuerte". Y la Nada es muy
fuerte: lo suficiente como para privar a un hombre de sus mejores años, y no
cometiendo dulces pecados, sino en una mortecina vacilación de la mente sobre
no sabe qué ni por qué, en la satisfacción de curiosidades tan débiles que el
hombre es sólo medio-consciente de ellas, en tamborilear con los dedos y pegar
taconazos, en silbar melodías que no le gustan, o en el largo y oscuro
laberinto de unos ensueños que ni siquiera tienen lujuria o ambición para
darles sabor, pero que, una vez iniciados por una asociación de ideas puramente
casual, no pueden evitarse, pues la criatura está demasiado débil y aturdida
como para librarse de ellos.
Dirás que son pecadillos y, sin
duda, como todos los tentadores jóvenes, estás deseando poder dar cuenta de
maldades espectaculares. Pero, recuérdalo bien, lo único que de verdad importa
es en qué medida apartas al hombre del Enemigo. No importa lo leves que puedan
ser sus faltas, con tal de que su efecto acumulativo sea empujar al hombre
lejos de la Luz y hacia el interior de la Nada. El asesinato no es mejor que la
baraja, si la baraja es suficiente para lograr este fin. De hecho, el camino
más seguro hacia el Infierno es el gradual: la suave ladera, blanda bajo el
pie, sin giros bruscos, sin mojones, sin señalizaciones.
Tu
cariñoso tío,
ESCRUTOPO
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