XI
Mi
querido Orugario:
Evidentemente,
todo va muy bien. Me alegra especialmente saber que sus dos nuevos amigos ya le
han presentado a todo el grupo. Todos ellos, según he averiguado por el
archivo, son individuos de absoluta confianza: frívolos y mundanos constantes y
consumados que, sin necesidad de cometer crímenes espectaculares, avanzan
tranquila y cómodamente hacia la casa de Nuestro Padre. Dices que se ríen
mucho, confío en que eso no quiera decir que tienes la idea de que la risa, en
sí misma, esté siempre de nuestra parte. El asunto merece cierta atención.
Yo
distingo cuatro causas de la risa humana: la alegría, la diversión, el chiste y
la ligereza. Podrás ver la primera de ellas en una reunión en vísperas de
fiesta de amigos y amantes. Entre adultos, suele usarse como pretexto el contar
chistes, pero la facilidad con que las mínimas ingeniosidades provocan, en
tales ocasiones, la risa, demuestra que los chistes no son su verdadera causa.
Cuál pueda ser la verdadera causa es algo que ignoramos por completo. Algo
parecido encuentra su expresión en buena parte de ese arte detestable que los
humanos llaman música, y algo así ocurre en el Cielo; una aceleración insensata
en el ritmo de la experiencia celestial, que nos resulta totalmente
impenetrable. Tal tipo de risa no nos beneficia nada, y debe evitarse en todo
momento.
Además,
el fenómeno es, en sí, desagradable, y supone un insulto directo al realismo,
la dignidad y la austeridad del Infierno.
La
diversión tiene una íntima relación con la alegría: es una especie de espuma
emocional, que procede del instinto de juego. Nos es de muy poca utilidad. A
veces puede servírnos, claro está, para distraer a los humanos de lo que al
Enemigo le gustaría que hiciesen o sintiesen, pero predispone a cosas
totalmente indeseables: fomenta la caridad, el valor, el contento, y muchos
males más.
El
chiste, que nace de la súbita percepción de la incongruencia, es un campo mucho
más prometedor. No me estoy refiriendo, principalmente, al chiste indecente u
obsceno, que —a pesar de lo mucho que confían en él los tentadores de segunda
categoría— es, con frecuencia, muy decepcionante en sus resultados. La verdad
es que los humanos están, en este aspecto, bastante claramente divididos en dos
categorías. Hay algunos para los que "ninguna pasión es tan seria como la
lujuria", y para los que una historia indecente deja de provocar lascivia
precisamente en la medida en que resulte divertida; hay otros cuya risa y cuya
lujuria son excitadas simultáneamente y por las mismas cosas. El primer tipo de
humanos bromea acerca del sexo porque da lugar a muchas incongruencias; el
segundo, en cambio, cultiva las incongruencias porque dan pretexto a hablar del
sexo. Si tu hombre es del primer tipo, el humor obsceno no te será de mucha
ayuda: nunca olvidaré las horas (para mí, de insoportable tedio) que perdí con
uno de mis primeros pacientes, en bares y salones, antes de aprender esa regla.
Averigua a qué grupo pertenece el paciente, y procura que él no lo
averigüe.
La
verdadera utilidad de los chistes o el humor apunta en una dirección muy
distinta, y es especialmente prometedora entre los ingleses, que se toman tan
en serio su "sentido del humor" que la falta de este sentido es casi
la única deficiencia de la que se avergüenzan. El humor es, para ellos, el don
vital qué consuela de todo y que (fíjate bien) todo lo excusa. Es, por tanto,
un medio inapreciable para destruir el pudor. Si un hombre deja, simplemente,
que. los demás paguen por él, es un "tacaño"; si presume de ello
jocosamente, y les toma el pelo a sus amigos por permitir que se aproveche de
ellos, entonces ya no es un "tacaño", sino un tipo gracioso. La mera
cobardía es vergonzosa; la cobardía de la que se presume con exageraciones
humorísticas y con gestos grotescos puede pasar por divertida. La crueldad es
vergonzosa, a menos que el hombre cruel consiga presentarla como una broma
pesada. Mil chistes obscenos, o incluso blasfemos, no contribuyen a la
condenación de un hombre tanto como el descubrimiento de que puede hacer casi
cualquier cosa que le apetezca no sólo sin la desaprobación de sus semejantes,
sino incluso con su admiración, simplemente con lograr que se tome como una
broma. Y esta tentación puedes ocultársela casi enteramente a tu paciente,
gracias precisamente a la seriedad de los ingleses acerca del humor. Cualquier
insinuación de que puede ser demasiado humor, por ejemplo, se le puede
presentar como "puritana", o como evidencia de "falta de humor".
Pero
la ligereza es la mejor de todas estas causas. En primer lugar, resulta muy
económica: sólo a un humano inteligente se le puede ocurrir un chiste a costa
de la virtud (o, de hecho, de cualquier otra cosa); en cambio, a cualquiera le
podemos enseñar a hablar como si la virtud fuese algo cómico. Las
personas ligeras suponen siempre que son chistosas; en realidad, nadie hace
chistes, pero cualquier, tema serio se trata de un modo que implica que ya le
han encontrado un lado ridículo. Si se prolonga, el hábito de la ligereza
construye en torno al hombre la mejor coraza que conozco frente al Enemigo, y
carece, además, de los riesgos inherentes a otras causas de risa.
Está
a mil kilómetros de la alegría; embota, en lugar de agudizarlo, el intelecto; y
no fomenta el afecto entre aquellos que la practican.
Tu
cariñoso tío,
ESCRUTOPO
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