Carta
Encíclica
Quamquam
pluries
LEÓN XIII
Sobre el
Rosario
y el
Patrocinio de San José
15 de
agosto de 1889
A Nuestros Venerables Hermanos los Patriarcas, Primados, Arzobispos
y otros Ordinarios, en Paz y Unión con la Sede Apostólica.
1. Aunque muchas veces antes Nos hemos dispuesto que se ofrezcan
oraciones especiales en el mundo entero, para que las intenciones del
Catolicismo puedan ser insistentemente encomendadas a Dios, nadie considerará
como motivo de sorpresa que Nos consideremos el momento presente como oportuno
para inculcar nuevamente el mismo deber. Durante períodos de tensión y de
prueba —sobre todo cuando parece en los hechos que toda ausencia de ley es
permitida a los poderes de la oscuridad— ha sido costumbre en la Iglesia
suplicar con especial fervor y perseverancia a Dios, su autor y protector, recurriendo
a la intercesión de los santos —y sobre todo de la Santísima Virgen María,
Madre de Dios— cuya tutela ha sido siempre muy eficaz. El fruto de esas
piadosas oraciones y de la confianza puesta en la bondad divina, ha sido
siempre, tarde o temprano, hecha patente. Ahora, Venerables Hermanos, ustedes
conocen los tiempos en los que vivimos; son poco menos deplorables para la
religión cristiana que los peores días, que en el pasado estuvieron llenos de
miseria para la Iglesia. Vemos la fe, raíz de todas las virtudes cristianas,
disminuir en muchas almas; vemos la caridad enfriarse; la joven generación
diariamente con costumbres y puntos de vista más depravados; la Iglesia de
Jesucristo atacada por todo flanco abiertamente o con astucia; una implacable
guerra contra el Soberano Pontífice; y los fundamentos mismos de la religión
socavados con una osadía que crece diariamente en intensidad. Estas cosas son,
en efecto, tan notorias que no hace falta que nos extendamos acerca de las
profundidades en las que se ha hundido la sociedad contemporánea, o acerca de
los proyectos que hoy agitan las mentes de los hombres. Ante circunstancias tan
infaustas y problemáticas, los remedios humanos son insuficientes, y se hace
necesario, como único recurso, suplicar la asistencia del poder divino.
2. Este es el motivo por el que Nos hemos considerado necesario
dirigirnos al pueblo cristiano y exhortarlo a implorar, con mayor celo y
constancia, el auxilio de Dios Todopoderoso. Estando próximos al mes de
octubre, que hemos consagrado a la Virgen María, bajo la advocación de Nuestra
Señora del Rosario, Nos exhortamos encarecidamente a los fieles a que
participen de las actividades de este mes, si es posible, con aun mayor piedad
y constancia que hasta ahora. Sabemos que tenemos una ayuda segura en la
maternal bondad de la Virgen, y estamos seguros de que jamás pondremos en vano
nuestra confianza en ella. Si, en innumerables ocasiones, ella ha mostrado su
poder en auxilio del mundo cristiano, ¿por qué habríamos de dudar de que ahora renueve
la asistencia de su poder y favor, si en todas partes se le ofrecen humildes y
constantes plegarias? No, por el contrario creemos en que su intervención será
de lo más extraordinaria, al habernos permitido elevarle nuestras plegarias,
por tan largo tiempo, con súplicas tan especiales. Pero Nos tenemos en mente
otro objeto, en el cual, de acuerdo con lo acostumbrado en ustedes, Venerables
Hermanos, avanzarán con fervor. Para que Dios sea más favorable a nuestras
oraciones, y para que Él venga con misericordia y prontitud en auxilio de Su
Iglesia, Nos juzgamos de profunda utilidad para el pueblo cristiano, invocar
continuamente con gran piedad y confianza, junto con la Virgen-Madre de Dios,
su casta Esposa, a San José; y tenemos plena seguridad de que esto será del
mayor agrado de la Virgen misma. Con respecto a esta devoción, de la cual Nos
hablamos públicamente por primera vez el día de hoy, sabemos sin duda que no
sólo el pueblo se inclina a ella, sino que de hecho ya se encuentra
establecida, y que avanza hacia su pleno desarrollo. Hemos visto la devoción a
San José, que en el pasado han desarrollado y gradualmente incrementado los
Romanos Pontífices, crecer a mayores proporciones en nuestro tiempo,
particularmente después que Pío IX, de feliz memoria, nuestro predecesor,proclamase, dando su consentimiento al pedido de un gran número de obispos, a este santo patriarca como el Patrono de la Iglesia Católica. Y puesto que, más
aún, es de gran importancia que la devoción a San José se introduzca en las diarias
prácticas de piedad de los católicos, Nos deseamos exhortar a ello al pueblo
cristiano por medio de nuestras palabras y nuestra autoridad.
3. Las razones por las que el bienaventurado José debe ser
considerado especial patrono de la Iglesia, y por las que a su vez, la Iglesia
espera muchísimo de su tutela y patrocinio, nacen principalmente del hecho de
que él es el esposo de María y padre putativo de Jesús. De estas fuentes ha
manado su dignidad, su santidad, su gloria.
Es cierto que la dignidad de Madre de Dios llega tan alto que nada
puede existir más sublime; mas, porque entre la beatísima Virgen y José se
estrechó un lazo conyugal, no hay duda de que a aquella altísima dignidad, por
la que la Madre de Dios supera con mucho a todas las criaturas, él se acercó
más que ningún otro. Ya que el matrimonio es el máximo consorcio y amistad —al
que de por sí va unida la comunión de bienes— se sigue que, si Dios ha dado a
José como esposo a la Virgen, se lo ha dado no sólo como compañero de vida,
testigo de la virginidad y tutor de la honestidad, sino también para que
participase, por medio del pacto conyugal, en la excelsa grandeza de ella. El
se impone entre todos por su augusta dignidad, dado que por disposición divina
fue custodio y, en la creencia de los hombres, padre del Hijo de Dios. De donde
se seguía que el Verbo de Dios se sometiera a José, le obedeciera y le diera
aquel honor y aquella reverencia que los hijos deben a sus propio padres.
De esta doble dignidad se siguió la obligación que la naturaleza
pone en la cabeza de las familias, de modo que José, en su momento, fue el
custodio legítimo y natural, cabeza y defensor de la Sagrada Familia. Y durante
el curso entero de su vida él cumplió plenamente con esos cargos y esas
responsabilidades. El se dedicó con gran amor y diaria solicitud a proteger a
su esposa y al Divino Niño; regularmente por medio de su trabajo consiguió lo
que era necesario para la alimentación y el vestido de ambos; cuidó al Niño de
la muerte cuando era amenazado por los celos de un monarca, y le encontró un
refugio; en las miserias del viaje y en la amargura del exilio fue siempre la
compañía, la ayuda y el apoyo de la Virgen y de Jesús.
Ahora bien, el divino hogar que José dirigía con la autoridad de un
padre, contenía dentro de sí a la apenas naciente Iglesia. Por el mismo hecho
de que la Santísima Virgen es la Madre de Jesucristo, ella es la Madre de todos
los cristianos a quienes dio a luz en el Monte Calvario en medio de los
supremos dolores de la Redención; Jesucristo es, de alguna manera, el
primogénito de los cristianos, quienes por la adopción y la Redención son sus
hermanos. Y por estas razones el Santo Patriarca contempla a la multitud de cristianos
que conformamos la Iglesia como confiados especialmente a su cuidado, a esta
ilimitada familia, extendida por toda la tierra, sobre la cual, puesto que es
el esposo de María y el padre de Jesucristo, conserva cierta paternal
autoridad. Es, por tanto, conveniente y sumamente digno del bienaventurado José
que, lo mismo que entonces solía tutelar santamente en todo momento a la
familia de Nazaret, así proteja ahora y defienda con su celeste patrocinio a la
Iglesia de Cristo.
4. Ustedes comprenden bien, Venerables Hermanos, que estas
consideraciones se encuentran confirmadas por la opinión sostenida por un gran
número de los Padres, y que la sagrada liturgia reafirma, que el José de los
tiempos antiguos, hijo del patriarca Jacob, era tipo de San José, y el primero
por su gloria prefiguró la grandeza del futuro custodio de la Sagrada Familia.
Y ciertamente, más allá del hecho de haber recibido el mismo nombre —un punto
cuya relevancia no ha sido jamás negada— , ustedes conocen bien las semejanzas
que existen entre ellos; principalmente, que el primer José se ganó el favor y
la especial benevolencia de su maestro, y que gracias a la administración de
José su familia alcanzó la prosperidad y la riqueza; que —todavía más
importante— presidió sobre el reino con gran poder, y, en un momento en que las
cosechas fracasaron, proveyó por todas las necesidades de los egipcios con
tanta sabiduría que el Rey decretó para él el título de “Salvador del mundo”.
Por esto es que Nos podemos prefigurar al nuevo en el antiguo patriarca. Y así
como el primero fue causa de la prosperidad de los intereses domésticos de su
amo y al vez brindó grandes servicio al reino entero, así también el segundo,
destinado a ser el custodio de la religión cristiana, debe ser tenido como el protector
y el defensor de la Iglesia, que es verdaderamente la casa del Señor y el reino
de Dios en la tierra. Estas son las razones por las que hombres de todo tipo y
nación han de acercarse a la confianza y tutela del bienaventurado José.
Los padres de familia encuentran en José la mejor personificación
de la paternal solicitud y vigilancia; los esposos, un perfecto de amor, de
paz, de fidelidad conyugal; las vírgenes a la vez encuentran en él el modelo y
protector de la integridad virginal. Los nobles de nacimiento aprenderán de
José como custodiar su dignidad incluso en las desgracias; los ricos
entenderán, por sus lecciones, cuáles son los bienes que han de ser deseados y
obtenidos con el precio de su trabajo. En cuanto a los trabajadores, artesanos
y personas de menor grado, su recurso a San José es un derecho especial, y su
ejemplo está para su particular imitación. Pues José, de sangre real, unido en
matrimonio a la más grande y santa de las mujeres, considerado el padre del
Hijo de Dios, pasó su vida trabajando, y ganó con la fatiga del artesano el
necesario sostén para su familia. Es, entonces, cierto que la condición de los
más humildes no tiene en sí nada de vergonzoso, y el trabajo del obrero no sólo
no es deshonroso, sino que, si lleva unida a sí la virtud, puede ser
singularmente ennoblecido. José, contento con sus pocas posesiones, pasó las
pruebas que acompañan a una fortuna tan escasa, con magnanimidad, imitando a su
Hijo, quien habiendo tomado la forma de siervo, siendo el Señor de la vida, se
sometió a sí mismo por su propia libre voluntad al despojo y la pérdida de
todo.
5. Por medio de estas consideraciones, los pobres y aquellos que
viven con el trabajo de sus manos han de ser de buen corazón y aprender a ser
justos. Si ganan el derecho de dejar la pobreza y adquirir un mejor nivel por
medios legítimos, que la razón y la justicia los sostengan para cambiar el
orden establecido, en primer instancia, para ellos por la Providencia de Dios.
Pero el recurso a la fuerza y a las querellas por caminos de sedición para
obtener tales fines son locuras que sólo agravan el mal que intentan suprimir.
Que los pobres, entonces, si han de ser sabios, no confíen en las promesas de
los hombres sediciosos, sino más bien en el ejemplo y patrocinio del
bienaventurado José, y en la maternal caridad de la Iglesia, que cada día tiene
mayor compasión de ellos.
6. Es por esto que —confiando mucho en su celo y autoridad
episcopal, Venerables hermanos, y sin dudar que los fieles buenos y piadosos
irán más allá de la mera letra de la ley— disponemos que durante todo el mes de
octubre, durante el rezo del Rosario, sobre el cual ya hemos legislado, se
añada una oración a San José, cuya fórmula será enviada junto con la presente,
y que esta costumbre sea repetida todos los años. A quienes reciten esta
oración, les concedemos cada vez una indulgencia de siete años y siete
cuaresmas. Es una práctica saludable y verdaderamente laudable, ya establecida
en algunos países, consagrar el mes de marzo al honor del santo Patriarca por
medio de diarios ejercicios de piedad. Donde esta costumbre no sea fácil de
establecer, es al menos deseable, que antes del día de fiesta, en la iglesia
principal de cada parroquia, se celebre un triduo de oración. En aquellas
tierras donde el 19 de marzo —fiesta de San José— no es una festividad
obligatoria, Nos exhortamos a los fieles a santificarla en cuanto sea posible
por medio de prácticas privadas de piedad, en honor de su celestial patrono,
como si fuera un día de obligación.
7. Como prenda de celestiales favores, y en testimonio de nuestra
buena voluntad, impartimos muy afectuosamente en el Señor, a ustedes,
Venerables Hermanos, a su clero y a su pueblo, la bendición apostólica.
Dado en el Vaticano, el 15 de agosto de 1889, undécimo año de
nuestro pontificado.
LEÓN XIII
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