Carta
Encíclica
Christi
Matri
PABLO VI
Se
ordenan súplicas a la Santísima Virgen
para el
mes de octubre
15
septiembre 1966
A los venerables hermanos
Patriarcas, Primados, Arzobispos, Obispos
y demás ordinarios de lugar en paz
y comunión con la Sede Apostólica
Venerables hermanos: salud y bendición apostólica.
Motivos de grave
preocupación
1. A la Madre de Cristo suelen los fieles entretejer con las
oraciones del rosario místicas guirnaldas durante el mes de octubre.
Aprobándolo en gran manera, a ejemplo de nuestros predecesores, invitamos este
año a todos los hijos de la Iglesia a ofrecer a la misma Beatísima Virgen
peculiares homenajes de piedad. Pues está próximo el peligro de una más extensa
y más grave calamidad, que amenaza a la familia humana, ya que sobre todo en la
región del Asia Oriental se lucha todavía cruentamente y se enardece una
laboriosa guerra; somos impulsados para que, en cuanto de Nos depende, de nuevo
y más vigorosamente tratemos de salvaguardar la paz. Perturban también el ánimo
los acontecimientos que se sabe han sucedido en otras regiones, como la
creciente competencia de las armas nucleares, el insensato deseo de dilatar la
propia nación, la inmoderada estima de la raza, el ansia de derribar las cosas,
la desunión impuesta a los ciudadanos, las malvadas asechanzas, las muertes de
inocentes; todo lo cual puede ser origen de un sumo mal.
Continua actividad
por la paz
2. Como a nuestros últimos predecesores, Dios providentísimo
también parece habernos confiado la tarea peculiar de que Nos consagremos a
conservar y consolidar la paz, tomando el trabajo con paciencia y constancia.
Este deber, como es claro, nace de que se Nos ha confiado toda la Iglesia para
regirla, la cual, «como estandarte alzado en las naciones» (1), no sirve a los
intereses de la política, sino que debe llevar la verdad y la gracia de
Jesucristo, su divino Autor, al género humano.
3. En verdad que desde el comienzo del ministerio apostólico nada
hemos omitido en el empeño de trabajar por la causa de la paz en el mundo,
rezando, rogando, exhortando. Más aún, como bien recordáis, el pasado año
fuimos en avión a Norte América, para hablar del muy deseado bien de la paz en
la Sede de las Naciones Unidas ante la selectísima Asamblea de los
representantes de todas las naciones, aconsejando que no se permitiese que
nadie sea inferior a los demás, ni que unos ataquen a otros, sino que todos se
dediquen al estudio y al trabajo para establecer la paz. Y también después,
movidos por apostólica solicitud, no hemos cesado de exhortar a aquellos en
quienes recaiga un asunto tan grave, para que alejen de los hombres la enorme
calamidad que quizás habría de seguirse.
Reunirse y preparar
solícitas y leales negociaciones
4. Ahora pues, de nuevo elevamos nuestra voz «con gran clamor y
lágrimas» (2) a los jefes de las naciones, rogándoles encarecidamente que
procuren con todo empeño no sólo que no se extienda más el incendio, sino que
aun se extinga por completo. No tenemos la menor duda de que todos los hombres
de cualquier raza, color, religión o clase social que anhelan lo recto y
honesto sienten lo mismo que Nos. Por consiguiente, todos aquellos a quienes
incumbe, creen las necesarias condiciones con las cuales se llegue a dejar las
armas antes de que el peso mismo de los acontecimientos quite la posibilidad de
abandonarlas. Sepan quienes tienen en sus manos la salvaguardia de la familia
humana, que en este momento los liga una gravísima obligación de conciencia.
Pregunten, pues, e interroguen su conciencia, con la vista puesta cada uno en
su pueblo, mundo, Dios e historia. Reflexionen y piensen que sus nombres en el
futuro serán bendecidos si hubieren seguido con cordura esta imploración. En
nombre del Señor gritamos: ¡alto! Tenemos que aunarnos para llegar con
sinceridad a planes y convenios. Es éste el momento de arreglar la situación,
aun con cierto detrimento y perjuicio, ya que habría que rehacerla luego,
quizás con gran daño y después de una acerbísima carnicería, que al presente no
podemos ni soñar. Pero hay que llegar a una paz basada en la justicia y
libertad de los hombres, y de tal manera que se tengan en cuenta los derechos
de los hombres y de las comunidades; de otra forma será incierta e inestable.
La paz, don del
cielo inestimable
5. Es necesario que mientras decimos estas cosas con ánimo
conmovido y lleno de ansiedad, como nos aconseja el supremo cuidado pastoral,
pidamos los auxilios celestiales, ya que la paz, cuyo «bien es tan grande, que
aun en las cosas terrenas y mortales, nada más grato se suele escuchar, nada
con más anhelo se desea, nada mejor finalmente se puede encontrar» (3), debe
ser pedida a aquel que es «Príncipe de la Paz» (4).
La intercesión de
María, Madre de la Iglesia, Reina de la Paz
Estando acostumbrada la Iglesia a acudir a su Madre María,
eficacísima intercesora, hacia ella dirigimos con razón nuestra mente y la
vuestra, venerables hermanos, y la de todos los fieles; pues ella, como dice
San Ireneo, «ha sido constituida causa de la salvación para todo el género
humano» (5). Nada Nos parece más oportuno y excelente que el que se eleven las
voces suplicantes de toda la familia cristiana a la Madre de Dios, que es
invocada como «Reina de la paz», a fin de que en tantas y tan grandes adversidades
y angustias nos comunique con abundancia los dones de su maternal bondad. Hemos
de dirigirle instantes y asiduas preces a la que, confirmando un punto
principal de la doctrina legada por nuestros mayores, hemos proclamado, con
aplauso de los Padres y del orbe católico, durante el Concilio Ecuménico
Vaticano Segundo, Madre de la Iglesia, esto es madre espiritual de ella. La
Madre del Salvador, como enseña San Agustín es «claramente madre de sus
miembros» (6); con el que coincide San Anselmo, el cual entre otras cosas
escribe estas palabras: «¿Puede considerarse algo más digno, que el que seas tú
madre de los que Cristo se ha dignado ser padre y hermano?» (7); más aún, a
ella la llama nuestro predecesor León XIII, «verdaderamente madre de la
Iglesia» (8). No ponemos en vano, pues, en ella la esperanza, conmovidos por
esta temible perturbación.
6. Al crecer los males es
conveniente que crezca la piedad del pueblo de Dios; por eso ardientemente
deseamos, venerables hermanos, que yendo delante vosotros, exhortando e
impulsando, se ruegue con más instancia durante el mes de octubre, como ya
hemos dicho, con el rezo piadoso del rosario a María, clementísima Madre. Es
muy acomodada esta forma de oración al sentido del pueblo de Dios, muy
agradable a la Madre de Dios y muy eficaz para impetrar los dones celestiales.
El Concilio Ecuménico Vaticano Segundo, aun cuando no con expresas palabras,
pero sí con suficiente claridad, inculcó esta oración del rosario en los ánimos
de todos los hijos de la Iglesia en estos términos: «Estimen en mucho las
prácticas y ejercicios piadosos dirigidos a Ella (María), recomendados en el
curso de los siglos por el Magisterio» (9).
7. No sólo sirve en gran manera este deber fructuoso de orar para
repeler los males y apartar las calamidades, como se prueba abiertamente por la
historia de la Iglesia, sino que fomenta abundantemente la vida de la Iglesia,
«en primer lugar alimenta la fe católica que se aviva fácilmente por el
recuerdo oportuno de los sacrosantos misterios y eleva las mentes a las
verdades divinamente reveladas» (10).
En el aniversario de
un histórico encuentro
8. Redóblense por tanto durante el mes de octubre, dedicado a Ntra.
Sra. del Rosario, las preces; auméntense las súplicas, a fin de que por su
intercesión brille para los hombres la aurora de la verdadera paz, aun en lo
que se refiere a la religión, que, oh dolor, no pueden profesar hoy libremente
todos. Deseamos de modo especial, que se celebre este año en todo el orbe
católico, el día cuatro del mismo mes, aniversario, como hemos recordado, de
nuestro viaje a la Sede de las Naciones Unidas por razón de la paz, como «día
señalado para pedir por la paz». A vosotros toca, venerables hermanos, dada
vuestra reconocida piedad y la importancia del asunto, que veis claramente, el
prescribir los ritos sagrados, para que la Madre de Dios y de la Iglesia sea
invocada ese día con unánime fervor por sacerdotes, religiosos, pueblo fiel y
de modo especial por los niños y niñas que se distinguen por la flor de la
inocencia, por enfermos y oprimidos de algún dolor. También nosotros haremos en
el mismo día, en la basílica de San Pedro, ante el sepulcro del Príncipe de los
Apóstoles, súplicas especiales a la Virgen Madre de Dios. De esta manera en
todos los continentes de la tierra golpeará el cielo la voz unánime de la
Iglesia; pues, como dice San Agustín, «en la diversidad de lenguas de la carne,
una es la lengua de la fe del corazón» (11).
9. Mira con maternal
clemencia, Beatísima Virgen, a todos tus hijos. Atiende a la ansiedad de los
sagrados pastores que temen que la grey a ellos confiada se vea lanzada en la
horrible tempestad de los males; atiende a las angustias de tantos hombres,
padres y madres de familia que se ven atormentados por acerbos cuidados, solícitos
por su suerte y la de los suyos.
Mitiga las mentes de
los que luchan y dales «pensamientos de paz»; haz que Dios, vengador de las
injurias, movido a misericordia, restituya las gentes a la tranquilidad deseada
y los conduzca a una verdadera y perdurable prosperidad.
10. Llevados por tan buena esperanza de que la Madre de Dios ha de
admitir benignamente esta nuestra humilde plegaria, os damos con todo afecto la
bendición apostólica, a vosotros, venerables hermanos, al clero y al pueblo
confiado a vuestro cuidado.
Dado en Roma, junto a San Pedro, el 15 de septiembre, año 1966,
cuarto de nuestro pontificado.
PABLO VI
Notas:
1.
Cf. Is 11, 12.
2.
Heb 5, 7.
3.
S. Aug. De Civ Dei 19, 11; PL 41, 637.
4.
Is 9,6.
5.
Adv. Haer 3, 22; PG 7, 959.
6.
De sanct. virg. 6; PL 40, 399.
7.
Or. 47; PL 158, 945.
8.
Epist. Enc. Adiutricem populi christiani, 5 sept. 1895; Acta Leon.
15, 1896, p. 302.
9.
Const. dogm. De Ecclesia, 67.
10.
Pii XI, Litt. Enc. Ingravescentibus malis, 29 sept. 1937; A.A.S. 29
(1937), 378.
11.
Enarr. in Ps 54, 11; PL 36, 636.
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