La vuelta del emperador
Trajano a Roma, tras la conquista de la Dacia—la actual Rumania—, fue celebrada
con ciento veintitrés días de espectáculos. Diez mil gladiadores perecieron en
los juegos circenses. También fueron devorados por las fieras muchos
condenados, por el mero hecho de ser cristianos. Entre ellos el obispo de
Antioquía, Ignacio. Detenido y juzgado, el prisionero abandonó la gran
metrópoli de Siria hacia Roma, cargado de cadenas y bien escoltado por un
pelotón de diez soldados de la cohorte Lepidiana, llamados leopardos. Corría
probablemente el año 106, o principios del 107.
Ignacio era el segundo o
tercer sucesor de San Pedro en la sede de Antioquía, pues los testimonios no
son unánimes. Ante todo era un pastor de almas, enamorado de Cristo y
preocupado tan sólo de custodiar el rebaño que le habÍa sido confiado. Su mejor
retrato nos lo proporciona él mismo en las cartas que escribió a varias
comunidades cristianas mientras se encontraba de camino hacia Roma.
Por su contenido, esta
cartas tienen un gran interés doctrinal. Bastantes de los temas que tratan
están determinados por la polémica contra las herejías más difundidas,
especialmente el docetismo, que negaba la realidad de la encarnación del Verbo.
San Ignacio afirma con energía la verdadera divinidad y la verdadera humanidad
del Hijo de Dios. Otro punto importante es la doctrina sobre la Iglesia. San
Ignacio considera que el ser de la Iglesia está profundamente anclado en la
Trinidad y, a la vez, expone la doctrina de la Iglesia como Cuerpo de Cristo.
Su unidad se hace visible en la estructura jerárquica, sin la cual no hay Iglesia
y sin la que tampoco es posible celebrar la Eucaristía. La Jerarquía aparece
constituida por obispos, presbíteros y diáconos. Se trata de un testimomo
precioso, por su claridad y antigüedad. Toda la comunidad debe obedecer al
obispo, que representa a Dios, el obispo invisible. Al obispo deben someterse
el presbiterio y los diáconos hasta el punto de que, si alguien obra algo a
margen de la jerarquía, afirma, «no es puro en su conciencia».
Ignacio muestra ser un
hombre de gran corazón. Agradece emocionado la finura de la fraternidad de los
primeros cristianos, que—apenas conocer su cautiverio—se prodigan con él, le
proporcionan lo necesario para el viaje, se ofrecen a acompañarle y a compartir
su suerte. Corren a confortarle desde las ciudades vecinas, pero son ellos
quienes tornan removidos y contagiados del amor a Dios. Gracias a su intensa
vida interior, San Ignacio intenta hacer el mayor bien posible en los lugares
por donde pasa, abriendo a los demás el tesoro de los dones que el Espíritu
Santo le ha concedido. Con una gran humildad afirma: «no os doy órdenes como si
fuese alguien», pero su caridad sabe usar tonos enérgicos cuando es necesario:
no esquiva corregir aunque duela, ni denunciar la herejía o la desviación
disciplinar.
Este es el propósito principal
de las epístolas ignacianas. A lo largo de su viaje, observa y escucha lo que
ocurre: rápidamente discierne los viejos errores ya repetidamente combatidos
por los Apóstoles, cuya raíz maligna sigue brotando por doquier: el docetismo,
que propugnaba un Cristo aparente, no realmente encarnado; el gnosticismo, que
disuelve el cristianismo para reducirlo a una ciencia de autosalvación basada
en el conocimiento de verdades pseudofilosóficas; las tendencias judaizantes,
el rigorismo ético... Y sobre todo, una doctrina que quiere dividir a la
Iglesia en dos bioques contrapuestos, enfrentando a los fieles con el obispo y
su presbiterio.
Como hemos dicho,
Ignacio escribió sus famosas siete cartas de camino hacia Roma, a donde era
llevado a sufrir el martirio.
Cuatro fueron
escritas desde Esmirna a las Iglesias de Éfeso, Magnesia, Tralles y Roma; en
ellas les da las gracias por las muestras de afecto hacia su persona, les pone
en guardia contra las herejías y les anima a estar unidos a sus obispos; en la
dirigida a los romanos, les ruega que no hagan nada por evitar su martirio, que
es su máxima aspiración.
Las otras tres las
escribió desde Tróade: a la Iglesia de Esmirna y a su obispo Policarpo, a los
que agradece sus atenciones, y a la Iglesia de Filadelfia; son semejantes a las
otras cuatro, añadiendo la noticia gozosa de que la persecución en Antioquía ha
terminado y, en la dirigida a Policarpo, da unos consejos sobre la manera de
desempeñar sus deberes de obispo.
Estas cartas son una
fuente espléndida para el conocimiento de la vida interna de la primitiva
Iglesia, con su clima de mutua solicitud y afecto; nos muestran también los
sentimientos de Ignacio, llenos de amor a Cristo.
A través de ellas,
Ignacio deja ver con especial claridad la pacífica posesión de algunas de las
verdades fundamentales de la fe, lo que resulta aún de mayor interés por lo
temprano de su testimonio. Así, Cristo ocupa un lugar central en la historia de
la salvación, y ya los profetas que anunciaron su venida eran en espíritu
discípulos suyos; Cristo es Dios y se hizo hombre, es Hijo de Dios e hijo de
María, virgen; es verdaderamente hombre, su cuerpo es un cuerpo verdadero y sus
sufrimientos fueron reales, todo lo cual lo dice frente a los docetas (del
griego dokéo, parecer), que sostenían que el cuerpo de Cristo
era apariencia.
Es en estas cartas
donde encontramos por vez primera la expresión «Iglesia católica» para
referirse al conjunto de los cristianos. La Iglesia es llamada «el lugar del
sacrificio»; es probable que con esto se refiera a la Eucaristía como
sacrificio de la Iglesia, pues también la Didajé llama «sacrificio» a la
Eucaristía; además, «la Eucaristía es la Carne de Cristo, la misma que padeció
por nuestros pecados».
La jerarquía de la
Iglesia, formada por obispos, presbíteros y diáconos, con sus respectivas
funciones, aparece con tanta claridad en sus escritos, que ésta fue una de las
razones principales por las que se llegó a negar que las cartas fueran
auténticas por parte de quienes opinaban que se habría dado un desarrollo más
lento y gradual de la organización eclesiástica; pero esta autenticidad está
hoy fuera de toda duda.
El obispo representa
a Cristo; es el maestro; quien está unido a él está unido a Cristo; es el sumo
sacerdote y el que administra los sacramentos, de manera que sin contar con él
no se puede administrar ni el bautismo ni la Eucaristía, y hasta el matrimonio
es conveniente que se celebre con su conocimiento. Respecto a éste, Ignacio
sigue de cerca la enseñanza de San Pablo: que las mujeres amen a sus maridos y
los maridos a sus mujeres, como el Señor ama a su Iglesia; pero a los que se
sientan capaces les recomienda la virginidad.
En el saludo inicial
de la carta a los romanos, Ignacio se excede y trata a la Iglesia de Roma de
forma distinta a como trata a las demás, con especiales alabanzas. El tono
general de la salutación se puede tomar como un testimonio del primado de Roma,
aún de mayor interés por provenir del obispo de la sede de Antioquía: una sede
antigua, que cuenta a San Pedro como su primer obispo, establecida en una de
las ciudades mayores y más influyentes del Imperio, en la que además comenzaron
a llamarse cristianos los seguidores de Cristo. Alguna de sus frases, aunque de
interpretación difícil, subraya esta impresión: es la Iglesia «puesta a la
cabeza de la caridad», cuyo significado más probable parece ser que es la
Iglesia que tiene la autoridad para dirigir en lo que se refiere a lo esencial
del mensaje de Cristo.
Para San Ignacio, la
vida del cristiano consiste en imitar a Cristo, como Él imitó al Padre. Esa
imitación ha de ir más allá de seguir sus enseñanzas, ha de llegar a imitarle
especialmente en su pasión y muerte; es de ahí de donde nace su ansia por el
martirio: «soy trigo de Dios, y he de ser molido por los dientes de las fieras,
para poder ser presentado como pan limpio de Cristo». Por otra parte, esa
imitación viene facilitada porque Cristo vive en nosotros como en un templo y
nosotros llegamos a vivir en Él; por eso los cristianos estamos unidos entre
nosotros, porque estamos unidos a Cristo.
Doctrina de sus cartas:
1. El ansia de
alcanzar a Cristo. Martirio
... Puesto en cadenas por
Cristo Jesús, espero poder saludaros si por voluntad del Señor soy digno de
llegar hasta el fin. Por lo menos los comienzos están bien puestos, y ojalá
alcance la gracia de lograr sin tropiezo la herencia que me toca: porque temo que
el amor que me tenéis me perjudique, porque para vosotros es fácil alcanzar lo
que os proponéis, y en cambio a mí, si no tenéis consideración conmigo
(abandonando todo intento de alcanzar un indulto) me va a ser difícil alcanzar
a Dios...
Porque yo jamás
tendré otra tal oportunidad de alcanzar a Dios, ni vosotros podréis colaborar a
otra obra mejor sólo con que nada digáis. Porque si vosotros nada decís acerca
de mi, yo me convertiré en palabra de Dios, mientras que si ponéis vuestro
afecto en mi existencia carnal me quedo de nuevo en mera voz humana. No me
procuréis otra cosa sino el poder ser ofrecido en libación a Dios mientras hay
todavía un altar preparado: de esta suerte, vosotros, formando un solo coro en
la caridad, cantaréis un canto al Padre en Jesucristo, porque Dios se dignó que
el obispo de Siria apareciera en occidente, habiéndole hecho venir de oriente.
Bello es mi ocaso de este mundo para Dios, de suerte que tenga en él una nueva
aurora...
Lo único que para mi
habéis de pedir es fuerza interior y exterior, a fin de que no sólo de palabra,
sino también de voluntad me llame cristiano y me muestre como tal... Escribo a
todas las Iglesias, y a todas les encarezco que estoy presto a morir de buena
gana por Dios, si vosotros no lo impedís. A vosotros os suplico que no tengáis
para conmigo una benevolencia intempestiva. Dejadme ser alimento de las fieras,
por medio de las cuales pueda yo alcanzar a Dios. Trigo soy de Dios que ha de
ser molido por los dientes de las fieras, para ser presentado como pan limpio
de Cristo. En todo caso, más bien halagad a las fieras para que se conviertan
en sepulcro mío sin dejar rastro de mi cuerpo: así no seré molesto a nadie ni
después de muerto. Cuando mi cuerpo haya desaparecido de este mundo, entonces
seré verdadero discípulo de Jesucristo. Haced súplicas a Cristo por mí para que
por medio de esos instrumentos pueda yo ser sacrificado para Dios... Hasta el
presente yo soy esclavo: pero si sufro el martirio, seré liberto de Jesucristo,
y resucitaré libre en él. Y ahora, estando encadenado, aprendo a no tener deseo
alguno.
Desde Siria hasta
Roma vengo luchando con fieras, por tierra y por mar, de noche y de día, atado
a diez leopardos, que eso son los soldados del piquete, los cuales, cuanto más
atenciones les tiene uno, peores se vuelven. Pero yo con sus malos tratos
aprendo a ser mejor discípulo, aunque no por esto me tengo por justificado.
Estoy anhelando las fieras que me están preparadas, y pido que pronto se echen
sobre mi. Yo mismo las azuzaré para que me devoren al punto, y no suceda lo que
en algunos casos, que amedrentadas no se acercan a sus víctimas. Si no
quisieran hacerlo de grado, yo las forzaré. Perdonadme que diga esto: yo sé lo
que me conviene. Ahora es cuando empiezo a ser discípulo. Que nada de lo visible
o de lo invisible me impida maliciosamente alcanzar a Jesucristo. Vengan sobre
mí el fuego, la cruz, manadas de fieras, quebrantamientos de huesos,
descoyuntamientos de miembros, trituraciones de todo mi cuerpo, torturas
atroces del diablo, sólo con que pueda yo alcanzar a Cristo.
De nada me
aprovecharán los confines del mundo ni los reinos de este siglo. Para mí es más
bello morir y pasar a Cristo, que reinar sobre los confines de la tierra. Voy
en pos de aquel que murió por nosotros: voy en pos de aquel que resucitó por
nosotros. Mi parto está ya inminente. Perdonad lo que digo, hermanos: no me
impidáis vivir, no os empeñéis en que no muera; no me entreguéis al mundo,
cuando yo quiero ser de Dios, ni me engañéis con las cosas materiales. Dejadme
llegar a la luz pura, que una vez llegado allí seré verdaderamente hombre.
Dejadme que sea imitador de la pasión de mi Dios. Si alguno le tiene dentro de
sí, entenderá mi actitud, y tendrá los mismos sentimientos que yo, pues sabrá
qué es lo que me apremia.
...Os escribo
estando vivo, pero anhelando la muerte. Mi amor está crucificado, y no queda ya
en mí fuego para consumir la materia, sino sólo una agua viva que habla dentro
de mí diciéndome desde mi interior: «Ven al Padre.» Ya no encuentro gusto en el
alimento corruptible y en los placeres de esta vida. Anhelo por el pan de Dios,
que es la carne de Jesucristo, del linaje de David; y por bebida quiero su
sangre, que es amor inmarcesible (De la Carta a los Romanos, 5-6).
2. Jesucristo.
Nuestro Dios,
Jesucristo, fue concebido en el seno de María, según el designio de Dios,
siendo por una parte del linaje de David, y por otra del Espíritu Santo. Él
nació, y fue bautizado, para purificar el agua con su pasión. La virginidad y
el parto de María quedaron ocultos al príncipe de este mundo, así como también
la muerte del Señor. Son estos tres misterios sonoros, que se cumplieron en el
silencio de Dios. Mas, ¿cómo se manifestaron a los siglos? Brilló en los cielos
un astro por encima de todos los astros, cuya luz era inexplicable y cuya
novedad causaba extrañeza. Y todos los demás astros, juntamente con el sol y la
luna, hicieron coro a aquel astro, cuya luz sobrepujaba a la de todos los
demás.
Turbáronse las
gentes, preguntándose de dónde venía aquella novedad tan distinta de las demás
estrellas. Desde entonces quedó destruida toda hechicería y desaparecieron las
cadenas de la iniquidad: quedó eliminada la ignorancia, y destruido el antiguo
imperio desde el momento en que Dios se manifestó en forma humana para conferir
la novedad de la vida eterna. Entonces empezó a cumplirse lo que Dios ya tenía
preparado. Todo se puso en conmoción en cuanto empezó a ponerse por obra la
destrucción de la muerte... Tengo intención de escribiros un segundo escrito
ampliando mi explicación acerca del designio divino en orden al hombre nuevo,
que es Jesucristo, y que estriba en la fe y en la caridad para con él, en su
pasión y en su resurrección... (Carta a los Efesios, 18-20).
Un médico hay, que
es a la vez carnal y espiritual, engendrado y no engendrado, Dios hecho carne,
vida verdadera aunque mortal, hijo de María e hijo de Dios, primero pasible y
luego impasible, Jesucristo nuestro Señor (Carta a los Efesios, 7).
Tapaos los oídos
cuando alguien os diga algo fuera de Jesucristo, el cual es del linaje de David
e hijo de María, que nació verdaderamente, comió y bebió, fue verdaderamente
perseguido por Poncio Pilato, verdaderamente crucificado, y murió a la vista de
los que habitan el cielo, la tierra y los infiernos. Él mismo resucitó verdaderamente
de entre los muertos, siendo resucitado por su propio Padre. Y de manera
semejante, a nosotros, los que hemos creído en él, nos resucitará su Padre en
Cristo Jesús, fuera del cual no tenemos vida verdadera. Pero si, como dicen
ciertos hombres sin Dios, es decir, sin fe, solamente padeció en apariencia
—ellos si que son apariencia—, ¿por qué estoy en cadenas? ¿Por qué anhelo
luchar con las fieras? Vana sería mi muerte y falso mi testimonio acerca del
Señor. Huid de esos malos retoños que llevan fruto mortífero, pues el que
comiere de él morirá. Esos no son del huerto del Padre, que si lo fueran
mostrarían las ramas de la cruz y llevarían fruto incorruptible. Es por la cruz
por la que el Señor os invita a su pasión, pues sois sus miembros. No puede darse
la cabeza separada de los miembros, y el mismo Señor nos promete la unión, que
es él mismo (Carta a los Tralianos, 9-11).
Glorifico a
Jesucristo, Dios, quien os ha comunicado tan grande sabiduría: porque pude
observar que estáis bien asegurados en una fe inconmovible, como si estuvieseis
clavados en carne y espíritu en la cruz del Señor Jesucristo, bien establecidos
en la caridad por la sangre de Cristo, perfectamente instruidos en lo que se
refiere a nuestro Señor, a saber, en que es verdaderamente del linaje de David
según la carne, e Hijo de Dios por la voluntad y el poder de Dios, nacido
verdaderamente de una virgen, bautizado por Juan, para que se cumpliera en él
toda justicia (cf. Mi 3, 15), verdaderamente crucificado en la carne bajo
Poncio Pilato y el tetrarca Herodes, de cuya divina y bienaventurada pasión
somos fruto nosotros, para levantar una bandera por los siglos mediante su
resurrección, entre sus santos y fieles, ya sean judíos o gentiles, en un solo
cuerpo que es su Iglesia. Todo esto padeció el Señor por nosotros, para
salvarnos: y lo sufrió verdaderamente, así como también verdaderamente se
resucitó a sí mismo, y no como dicen algunos infieles que sólo padeció en
apariencia. A éstos les sucederá como ellos piensan, quedándose en entes incorpóreos
y fantasmales. Yo sé bien y creo que después de su resurrección anduvo en la
carne, y cuando vino a los que estaban con Pedro les dijo: «Tocadme, palpadme y
ved que no soy un fantasma incorpóreo», y al punto le tocaron y creyeron,
quedando compenetrados con su carne y con su espíritu. Por esto despreciaron
ellos la muerte, y se mostraron superiores a la misma muerte. Y después de su
resurrección comió y bebió con ellos como un hombre de carne, aunque
espiritualmente estaba unido con el Padre.
Carísimos, os
encarezco esto, por más que sé que éste es vuestro sentir. Pero es que soy para
vosotros como centinela contra esas fieras en forma humana, a las que no sólo
no debéis admitir entre vosotros, sino ni aun siquiera toparos con ellas en lo
posible. Sólo debéis rogar por ellas, por si se convierten, cosa que es
difícil. Pero aun para eso tiene poder Jesucristo, nuestra vida verdadera...
Por lo que se refiere a sus nombres, siendo de gentes infieles, no me parece
bien consignarlos aquí por escrito, sino que ni quiero acordarme de ellos,
hasta que no se conviertan a aquella pasión que es nuestra resurrección...
Que nadie se engañe:
aun las potestades celestes, y la gloria de los ángeles, y los príncipes
visibles e invisibles, estarán sujetos a juicio si no creen en la sangre de
Cristo. El que pueda entender que entienda. Que nadie se envanezca por el lugar
que ocupa, porque todo depende de la fe y de la caridad, y ningún valor va por
delante de éstas. Reconoced a los que son heterodoxos con respecto a la gracia
de Jesucristo que ha venido a vosotros, viendo cuán contrarios son a la
voluntad de Dios: pues no se preocupan para nada de la caridad, no les importan
ni la viuda, ni el huérfano, ni el atribulado, ni se preocupan de que uno esté
en prisiones o libre, hambriento o sediento. Igualmente se apartan de la
eucaristía y de la oración, pues no confiesan que la eucaristía es la carne de
nuestro Salvador Jesucristo con la que padeció por nuestros pecados, la cual
resucitó el Padre en su bondad. Así pues, los que contradicen al don de Dios,
perecen en sus disquisiciones. Mejor les fuera celebrar el ágape, para que
pudieran resucitar. Por tanto, es conveniente apartarse de los tales y no
hablar de ellos ni en privado ni en público, prestando en cambio atención a los
profetas y particularmente al Evangelio, en el cual se nos hace patente su
pasión y vemos cumplida su resurrección. Huid de toda división como de origen
de males (Carta a los de Esmirna, 1-7).
No os dejéis engañar
con doctrinas extrañas ni con esas viejas fábulas que ya no tienen utilidad.
Porque si aun ahora vivimos según el judaísmo, confesamos con ello que todavía
no hemos recibido la gracia. Los divinos profetas vivieron según Cristo Jesús,
y por eso fueron perseguidos, estando inspirados por su gracia para convencer a
los incrédulos de que hay un solo Dios que se manifestó en Jesucristo, su Hijo,
que es la Palabra suya proferida en el silencio, y que agradó en todo al que le
había enviado. Ahora bien, los que se habían criado en el antiguo orden de
cosas, vinieron a una nueva esperanza, y ya no vivían guardando el sábado, sino
el domingo, el día en que amaneció nuestra vida por gracia del Señor y de su
muerte. Pero algunos niegan este misterio, por el cual recibimos la fe y
soportamos el sufrir, para ser hallados discípulos de Jesucristo, nuestro único
maestro. ¿Cómo podríamos nosotros vivir sin él, a quien esperaban como maestro
los profetas, siendo ya discípulos suyos en el espíritu? Por esto, por haberlo
esperado justamente, cuando vino en realidad los resucitó de entre los muertos.
..
El que se llama con
otro nombre que el de cristiano, no es de Dios. Arrojad, pues, la mala
levadura, que se ha hecho ya vieja y agria, y transformaos en la levadura nueva
que es Jesucristo. Dejaos salar en él, para que nadie de entre vosotros se
corrompa, ya que por vuestro olor seréis reconocidos. Es absurdo hablar de
Jesucristo y vivir judaicamente. No fue el cristianismo el que creyó en el
judaísmo, sino el judaísmo en el cristianismo, que ha congregado a toda lengua
que cree en Dios... (Carta a los de Magnesia, 8-10).
3. La Eucaristía.
Poned todo empeño en
usar de una sola eucaristía, pues una es la carne de nuestro Señor Jesucristo,
y uno solo el cáliz que nos une con su sangre, y uno el altar, como uno es el
obispo juntamente con el colegio de ancianos y los diáconos, consiervos míos.
De esta suerte, obrando así obraréis según Dios (Carta a los de Filadelfia, 4).
Poned empeño en
reuniros más frecuentemente para celebrar la eucaristía de Dios y glorificarle.
Porque cuando frecuentemente os reunís en común, queda destruido el poder de
Satanás, y por la concordia de vuestra fe queda aniquilado su poder destructor.
Nada hay más precioso que la paz, por la cual se desbarata la guerra de las
potestades celestes y terrestres. Nada de todo esto se os oculta a vosotros si
poseéis de manera perfecta la fe en Cristo y la caridad, que son principio y
término de la vida. La fe es el principio, la caridad es el término. Las dos,
trabadas en unidad, son Dios, y todas las virtudes morales se siguen de ellas.
Nadie que proclama la fe peca, y nadie que posee la caridad odia. El árbol se
manifiesta por sus frutos. Así, los que se profesan ser de Cristo, se pondrán
de manifiesto por sus obras... (Carta a los Efesios, 13-14).
4. El obispo,
principio de unidad.
OBISPO/UNIDAD-I: Seguid todos al obispo, como Jesucristo al Padre, y al colegio de
ancianos (presbyteroi) como a los apóstoles. En cuanto a los diáconos,
reverenciadlos como al mandamiento de Dios. Que nadie sin el obispo haga nada de
lo que atañe a la Iglesia. Sólo aquella eucaristía ha de ser tenida por válida
que se hace por el obispo o por quien tiene autorización de él. Dondequiera que
aparece el obispo, acuda allí el pueblo, así como dondequiera que esté Cristo,
allí está la Iglesia universal (katholiké). No es lícito celebrar el bautismo o
la eucaristía sin el obispo. Lo que él aprobare, eso es también lo agradable a
Dios, a fin de que todo cuanto hagáis sea firme y válido... El que honra al
obispo, es honrado de Dios. El que hace algo a ocultas del obispo, rinde culto
al diablo. Que todo, pues, redunde en gracia para vosotros... (Carta a los de
Esmirna, 8-9).
Os conviene
concurrir con el sentir de vuestro obispo, como ya lo hacéis, porque, en
efecto, vuestro colegio de ancianos, digno de este nombre y digno de Dios, está
con vuestro obispo en una armonía comparable a la de las cuerdas en la cítara:
vuestra concordia y vuestra unísona caridad levantan así un himno a Cristo.
También los particulares tenéis que formar como un coro, de suerte que,
unísonos en vuestra concordia, y tomando unánimemente el tono de Dios, cantéis
a una voz al Padre por medio de Jesucristo, y así os escuche y os reconozca por
vuestras buenas obras como melodía de su propio Hijo. Os conviene, pues, manteneros
en unidad irreprochable, a fin de estar en todo momento en comunión con Dios.
Yo en poco tiempo he
podido llegar a una gran intimidad con vuestro obispo —intimidad no humana.
sino espiritual—, ¿cuánto más os he de llamar dichosos a vosotros, que estáis compenetrados
con él, como la Iglesia con Jesucristo, y como Jesucristo con el Padre, a fin
de que todo resuene armoniosamente en la unidad? Que nadie se engañe: si uno no
está dentro del ámbito del altar, se priva del pan de Dios. Porque si la
oración de uno o dos tiene tanta fuerza, mucha mayor será la del obispo con
toda la Iglesia. El que no acude a la reunión común, ése es ya un soberbio y se
condena a si mismo, pues está escrito: «Dios resiste a los soberbios.»
Pongamos, pues, empeño en no enfrentarnos con el obispo, de suerte que así
estemos sometidos a Dios. Cuanto uno vea más callado a su obispo, más ha de
respetarle. Porque a todo el que envía el padre de familias para gobernar su
casa hemos de recibirle como al mismo que lo envía. Es, pues, evidente, que
hemos de mirar al obispo como al mismo Señor... (Carta a los Efesios, 4-6).
Os exhorto a que pongáis
empeño en hacerlo todo en la concordia de Dios, bajo la presidencia del obispo,
que tiene el lugar de Dios, y de los presbíteros que tienen el lugar del
colegio de los apóstoles, y de los diáconos, para mí dulcísimos, que tienen
confiado el servicio de Jesucristo, quien estaba con el Padre desde antes de
los siglos, y se manifestó al fin de los tiempos. Así pues, conformaos todos
con el proceder de Dios, respetaos mutuamente, y nadie mire a su prójimo según
la carne, sino amaos en todo momento los unos a los otros en Jesucristo. Nada
haya en vosotros que pueda dividiros, sino formad todos una unidad con el
obispo y con los que os presiden a imagen y siguiendo la enseñanza de la
realidad incorruptible. Así como el Señor no hizo nada sin el Padre, siendo una
cosa con él —nada ni por sí mismo ni por los apóstoles— así tampoco vosotros
hagáis nada sin el obispo y los presbíteros. No intentéis presentar vuestras
opiniones particulares como razonables, sino que haya una sola oración en
común, una sola súplica, una sola mente, una esperanza en la caridad, en la
alegría sin mancha, que es Jesucristo. Nada hay mejor que él. Corred todos a
una, como a un único templo de Dios, como a un solo altar, a un solo
Jesucristo, que procede de un solo Padre, el único a quien volvió y con quien
está... (Carta a los de Magnesia, 6-7).
Camino del martirio
(Carta a los
Romanos, intr. y cap. 4, 6-7)
Ignacio, llamado
también Teóforo [portador de Dios], a la Iglesia que ha alcanzado misericordia
en la magnificencia del Padre Altísimo y de Jesucristo, su único Hijo, a la
Iglesia amada e iluminada en la Voluntad del que ha querido todo lo que existe
conforme al amor de Jesucristo, Nuestro Dios; Iglesia que preside en la región
de los romanos, y es digna de Dios, digna de honor, digna de bienaventuranza,
digna de alabanza, digna de éxito, digna de pureza, Ia que está a la cabeza de
la caridad, depositaria de la ley de Cristo y adornada con el nombre del Padre:
a ella la saludo en el nombre de Jesucristo, Hijo del Padre. A los que están
unidos en carne y en espíritu con todo mandamiento suyo, a los que están
inquebrantablemente llenos de la gracia de Dios y a los que están purificados
de todo extraño tinte, les deseo una abundante alegría sin mancha, en
Jesucristo, Nuestro Dios (...).
Escribo a todas las
Iglesias y anuncio a todos que voluntariamente muero por Dios si vosotros no lo
impedís. Os ruego que no tengáis para mí una benevolencia inoportuna. Dejadme
ser pasto de las fieras por medio de las cuales podré alcanzar a Dios. Soy
trigo de Dios y soy molido por los dientes de las fieras para mostrarme como
pan puro de Cristo. Excitad más bien a las fieras para que sean mi sepulcro y
no dejen rastro de mi cuerpo a fin de que, una vez muerto, no sea molesto a
nadie (...). Pedid a Cristo por mí para que, por medio de estos instrumentos,
logre ser un sacrificio para Dios. No os doy órdenes como Pedro y Pablo. Aquellos
eran Apóstoles; yo soy un condenado; aquellos, libres; yo, hasta ahora, un
esclavo. Pero si sufro el martirio, seré un liberto de Jesucristo y en Él
resucitaré libre. Ahora encadenado, aprendo a no desear nada (...).
SU/REALIZACION: Para mí es mejor morir para Jesucristo que reinar sobre los
confines de la tierra. Busco a Aquél que murió por nosotros. Quiero a Aquél que
resucitó por nosotros. Mi partida es inminente. Perdonadme, hermanos. No
impidáis que viva; no queráis que muera. No entreguéis al mundo al que quiere
ser de Dios, ni lo engañéis con la materia. Dejadme alcanzar la luz pura.
Cuando eso suceda, seré un hombre. Permitidme ser imitador de la Pasión de mi
Dios (...).
Mi deseo está
crucificado y en mí no hay fuego que ame la materia. Pero un agua viva habla
dentro de mí y, en lo íntimo, me dice: Ven al Padre. No siento gusto por el
alimento de corrupción ni por los placeres de esta vida. Quiero Pan de Dios,
que es la Carne de Jesucristo, el de la descendencia de David, y como bebida
quiero su Sangre, que es el amor incorruptible.
Unión con la Cabeza
(Carta a los
Efesios, 3-7, 9-10, 12-13)
No os doy órdenes
como si fuese alguien. Pues si estoy encadenado a causa de Nuestro Señor,
todavía no he alcanzado la perfección en Jesucristo. Ahora, en efecto, comienzo
a ser discípulo y os hablo como a condiscípulos. Pues era necesario que
vosotros me ungieseis con vuestra fe, exhortación, paciencia y grandeza de
ánimo. Pero, puesto que la caridad no me permite guardar silencio acerca de
vosotros, me he adelantado a exhortaros para que corráis unidos en la Voluntad
de Dios. Pues, además, Jesucristo, nuestro inseparable vivir, es la Voluntad
del Padre, así como también los obispos, establecidos por los confines de la
tierra, están en la Voluntad de Jesucristo.
Por tanto, os conviene
correr a una con la voluntad del obispo, lo que ciertamente hacéis. Vuestro
presbiterio, digno de fama y digno de Dios, está en armonía con el obispo como
las cuerdas con la cítara. Por esto, Jesucristo entona un canto por medio de
vuestra concordia y de vuestra armoniosa caridad. Cada uno de vosotros sea un
coro para que, afinados en la concordia, a una con la melodía de Dios, cantéis
al unísono al Padre por medio de Jesucristo para que os escuche y reconozca,
por vuestras buenas obras, que sois miembros de su Hijo. Así pues, es bueno que
vosotros permanezcáis en la unidad inmaculada para que siempre participéis de
Dios (...).
Que nadie os engañe.
Si alguien no está dentro del altar del sacrificio, carece del pan de Dios. Pues,
si la oración de uno o dos tiene tal fuerza, ¡cuánto más la del obispo y la de
toda la Iglesia! (...).
No escuchéis a nadie
más que al que os hable de Jesucristo en verdad. Pues algunos acostumbran a
divulgar sobre Jesucristo con perverso engaño, y además hacen cosas indignas de
Dios. A ésos es necesario que los evitéis lo mismo que a las fieras, pues son
perros rabiosos que muerden a traición, de los cuales es necesario que os
guardéis pues sus mordeduras son difíciles de curar. Hay un solo Médico corporal
y espiritual, creado e increado, Dios hecho carne, vida verdadera en la muerte,
nacido de María y de Dios, primero pasible y, luego, impasible, Jesucristo
Nuestro Señor (...).
He sabido que han
pasado algunos que venían de por ahí abajo con mala doctrina, a los cuales no
habéis permitido sembrar entre vosotros, cerrando los oídos para no recibir lo
que siembran, como piedras que sois del templo del Padre, dispuestos para la
edificación de Dios Padre, elevadas a lo alto por la máquina de Jesucristo, que
es la Cruz, y ayudados del Espíritu Santo que es la cuerda. Vuestra fe es
vuestra cabria y el amor, el camino que os conduce a Dios (...).
Orad sin
interrupción (1 Tes 5, 17) por los demás hombres para que alcancen a Dios, pues
en ellos hay esperanza de conversión. Así pues, concededles que puedan aprender
de vuestras obras. Ante su ira, vosotros sed mansos; ante su jactancia,
vosotros sed humildes; ante sus blasfemias, vosotros [elevad] oraciones; ante
su error, vosotros [permaneced] cimentados en la fe (Col 1, 23) (...).
Sé quién soy y a
quiénes escribo. Yo soy un condenado; vosotros habéis alcanzado misericordia.
Yo estoy en peligro; vosotros, firmes. Sois camino de paso para los que, por la
muerte, son levantados hacia Dios; en la iniciación de los misterios [fuisteis]
compañeros de Pablo, el santo, el celebrado, el digno de bienaventuranza—en
cuyas huellas, cuando alcance a Dios, desearía ser encontrado—, el cual en
todas sus cartas os recuerda en Jesucristo.
Así pues, esforzaos
en reuniros frecuentemente para la Eucaristía y gloria de Dios. Pues cuando os
reunís con frecuencia, las fuerzas de Satanás son destruidas, y su ruina se
deshace por la concordia de vuestra fe.
Los rasgos del buen Pastor
(Carta a Policarpo,
1-ó)
Yo te exhorto, por
la gracia de que estás revestido, a que aceleres el paso en tu carrera y a que
tú, por tu parte, exhortes a todos para que se salven. Desempeña el cargo que
ocupas con toda diligencia de cuerpo y espíritu. Preocúpate de la unidad, pues
no existe nada mejor que ella. Llévalos a todos sobre ti, como a ti te lleva el
Señor. Sopórtalos a todos con espíritu de caridad, como ya lo haces. Dedícate
sin pausa a la oración. Pide mayor inteligencia de la que ya tienes. Permanece
alerta, como espíritu que desconoce el sueño. Habla a los hombres del pueblo al
estilo de Dios. Carga sobre ti, como perfecto atleta, las enfermedades de
todos. Donde mayor es el trabajo, allí hay más ganancia.
Si sólo amas a los
buenos discípulos, ningún mérito tienes. El mérito está en que sometas con
mansedumbre a los más pestíferos. No toda herida se cura con el mismo emplasto.
Los accesos de fiebre cálmalos con aplicaciones húmedas.
Sé en todas las
cosas prudente como la serpiente, y al mismo tiempo sencillo como la paloma.
Por esto justamente eres a la par corporal y espiritual, para que trates con
dulzura aquellas cosas que se muestran a tus ojos, y las invisibles ruegues que
te sean reveladas. De este modo nada te faltará, sino que abundarás en todo don
de la gracia.
El tiempo requiere
de ti que aspires a alcanzar a Dios como el piloto anhela prósperos vientos, y
el navegante, sorprendido por la tormenta, desea el puerto. Sé sobrio, como un
atleta de Dios. El premio es la incorrupción y la vida eterna, de la que también
tú estás persuadido. En todo y por todo soy rescate tuyo, y conmigo mis cadenas
que tú amaste.
Que no te amedrenten
los que se dan aires de hombres dignos de todo crédito y, sin embargo, enseñan
doctrinas extrañas a la fe. Por tu parte manténte firme, como un yunque
golpeado por el martillo. Es propio de un gran atleta ser desollado y, sin
embargo, vencer. ¡Pues cuánto más hemos de soportarlo todo por Dios, a fin de
que también Él nos soporte a nosotros!
Sé todavía más diligente de
lo que eres. Date cabal cuenta de los tiempos. Aguarda al que está por encima
del tiempo, al Intemporal; al Invisible, que por nosotros se hizo visible; al
Impalpable; al Impasible, que por nosotros se hizo pasible; al que sufrió por
nosotros de todas las maneras posibles.
Que las viudas no
sean desatendidas: después del Señor, tú has de ser quien cuide de ellas. No se
haga nada sin tu conocimiento, ni tú tampoco actúes sin contar con Dios, como
efectivamente haces. Manténte firme. Celébrense reuniones con más frecuencia. Búscalos
a todos por su nombre.
(...). Huye de las malas
artes o, mejor aún, ten conversación con los fieles para precaverles contra
ellas. Recomienda a mis hermanas que amen al Señor y que se contenten con sus
maridos, en la carne y en el espíritu. Igualmente, predica a mis hermanos, en
nombre de Jesucristo, que amen a sus esposas como el Señor a la Iglesia.
Si alguno se siente
capaz de permanecer en castidad para honrar la carne del Señor, que lo haga sin
engreimiento. Si se llena de soberbia está perdido, y si se estimare en más que
el obispo, está corrompido. Respecto a los que se casan, esposas y esposos,
conviene que celebren su enlace con conocimiento del obispo, a fin de que las
bodas se hagan conforme al Señor y no por solo deseo. Que todo se haga para
honra de Dios.
Atended al obispo, a fin de
que Dios os atienda a vosotros. Yo me ofrezco como rescate por quienes se
someten al obispo, a los presbíteros y a los diáconos. ¡Y ojalá que con ellos
se me concediera entrar a la parte de Dios! Trabajad unos junto a otros, luchad
unidos, corred todos a una, sufrid, dormid, despertad todos a la vez, como
administradores de Dios, como sus asistentes y servidores.
Tratad de ser gratos
al Capitán bajo cuyas banderas militáis, y de quien habéis de recibir el
sueldo. Que ninguno de vosotros sea declarado desertor. Vuestro bautismo ha de
ser como una armadura, la fe como un yelmo, la caridad como una lanza, la
paciencia como un arsenal de todas las armas. Vuestra caja de caudales han de
ser vuestras buenas obras, de las que recibiréis luego magníficos intereses.
Así, pues, sed largos de ánimo los unos con los otros, con mansedumbre, como lo
es Dios con vosotros.
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