El 15 de
agosto de 1982, el Papa Juan Pablo II, con motivo del VIII centenario del
nacimiento de san Francisco de Asís, dirigió a los Ministros Generales de las
cuatro órdenes franciscanas la siguiente carta.
A los queridos hijos Jonh
Vaughn, Ministro General de la Orden de los Hermanos Menores; Vitale Bommarco,
Ministro General de la Orden de los Hermanos Menores Conventuales; Flavio
Carraro, Ministro General de la Orden de los Hermanos Menores Capuchinos;
Roland Faley, Ministro General de la Tercera Orden Regular de San Francisco: al
terminar el VIII centenario del nacimiento de san Francisco de Asís.
Queridos hijos, salud y
bendición apostólica.
I.
VIGENTE ACTUALIDAD DE SAN FRANCISCO
«Brillaba como fúlgida estrella en la oscuridad de la noche, y como
la aurora en las tinieblas» (1 Cel 37). Con estas palabras elogiaba a san
Francisco de Asís Tomás de Celano, su primer biógrafo. Repetimos este elogio al
celebrar el VIII centenario del nacimiento de este hombre ilustre. En realidad,
ya el día 3 de octubre de 1981, durante la vigilia celebrada en la basílica de
San Pedro, presentes muchos miembros de las cuatro Familias franciscanas,
religiosas y personas que siguen el camino del Seráfico Padre, y unido también
mediante la radio a los fieles cristianos congregados por el obispo de Asís en
aquella iglesia catedral, inauguramos con un radiomensaje el año dedicado a
recordar este acontecimiento.[1] Ahora, continuando aquella
predicación, nos proponemos, mediante esta Carta, iluminar algunos capítulos
del magisterio evangélico puestos de manifiesto por san Francisco, y compartir
con vosotros, y por vuestro medio con muchas otras personas, el mensaje de que
es portador para los hombres de nuestro tiempo.
En el libro en que se
recogen las Florecillas de la vida de san Francisco, se cuenta
que el hermano Maseo, uno de sus primeros seguidores, le preguntó una vez: «¿Por
qué todo el mundo va detrás de ti?» (Flor 10). Después de ocho siglos del
nacimiento del Santo de Asís, la pregunta resulta todavía actual, más aún,
existe mayor razón para hacerla. Pues no sólo ha crecido el número de los que
siguen de cerca sus huellas, haciendo norma de vida la Regla compuesta por él,
sino que, además, la admiración y la simpatía hacia él no han disminuido con el
paso del tiempo -como suele suceder en las cosas humanas-, sino que han
penetrado más profundamente en los corazones y se han dilatado con mayor
amplitud. Podemos ver las huellas que esta admiración ha dejado en la
espiritualidad cristiana, en el arte, en la poesía y en casi todas las
expresiones de la cultura occidental. Italia, que tiene el honor de haber
engendrado a un hombre tan grande, lo eligió como Patrono principal ante Dios,
junto con otra gran hija de su tierra, Catalina de Siena. La fama de san
Francisco ha traspasado los confines de Europa, tanto que, con razón, se le
pueden aplicar las palabras del Evangelio: «Dondequiera que se proclame este
Evangelio, en el mundo entero, se hablará también de lo que éste ha hecho» (cf.
Mt 26,13).
El estilo de Francisco es tal, que todos están de acuerdo con él.
Todos los que llegan a conocer su modo de vida, reconocen unánimes el ejemplo
de humanidad que dio. Por lo que no está fuera de lugar, en este año dedicado a
su memoria, repetir la pregunta hecha por el hermano Maseo con sencillez de
espíritu: ¿Por qué todo el mundo va detrás de ti, Francisco de Asís?
Se puede responder a la pregunta, al menos en parte, diciendo que
los hombres admiran y aman a este hombre de Dios porque ven realizadas en él -y
de modo destacadísimo- lo que anhelan en sumo grado y no siempre son capaces de
conseguir en la vida, a saber: la alegría, la libertad, la paz, la concordia y
la reconciliación entre los hombres y con la naturaleza misma.
II. ALEGRÍA, LIBERTAD, PAZ Y FRATERNIDAD UNIVERSAL
En efecto, entre otras muchas cosas, todo esto resplandece de
manera singular en la vida del Pobre de Asís.
ALEGRÍA
Resplandece, en primer lugar, la alegría, puesto que Francisco es
muy conocido como el hombre transido por la perfecta alegría. Durante toda su
vida, «su principal y supremo cuidado fue tener y conservar en todo momento,
interior y exteriormente, la alegría espiritual» (LP 120).
Muchas veces, como consta en las fuentes que narran sus hechos, no
podía cohibir el ímpetu de la alegría que le impelía desde dentro, de modo que,
como un juglar vagabundo, imitando con trozos de leña a los tocadores del
instrumento musical llamado «viola», cantaba las alabanzas de Dios en francés
(cf. 2 Cel 127). La alegría que llenaba a Francisco nacía de su capacidad de
asombro, desde la que, con sencillez e inocencia de espíritu, contemplaba todas
las cosas y todos los acontecimientos. Pero, sobre todo, manaba de la esperanza
que alimentaba en su corazón y desde la que exclamaba: «Es tanto el bien que
espero, que toda pena me da consuelo».[2]
LIBERTAD
Aunque casi nunca usó la palabra libertad, fue su misma
vida una expresión verdaderamente singular de la libertad evangélica. En su
estilo de vida y en su proyecto interior se transparentaba la libertad de
espíritu y la espontaneidad de quien ha hecho del amor la ley suprema y está
completamente unido a Dios. Una de las manifestaciones de esto es la libertad
que dio, de acuerdo con el Evangelio, a sus hermanos para que comieran de todos
los alimentos que les ofrecieran.[3]
Pero la libertad que siguió y exaltó Francisco no se opone a la
obediencia a la Iglesia, más aún, «a todos los hombres que hay en el mundo»
(SalVir 14-18); por el contrario, de ella procede. El estado primigenio y
perfecto del hombre, libre y señor del universo (cf. Gén 1,28; Sab 9,2-3),
resplandece en él con luz particular. Así se explica también aquella singular
familiaridad y docilidad que todas las criaturas mostraban a este Pobre de Cristo.
Así sucedió que las aves lo escucharan cuando predicaba (2 Cel 58), que el lobo
-según la conocida narración- se amansara (Flor 21), que el mismo fuego,
suavizando sus ardores, se tornara «cortés», es decir, amable (2 Cel 166). Y
así, como afirma el citado primer biógrafo de Francisco, «caminando en la vía
de la obediencia y en la absoluta sumisión a la divina voluntad, consiguió de
Dios la alta dignidad de hacerse obedecer de las criaturas» (1 Cel 61). Pero,
sobre todo, la libertad de Francisco nacía de su pobreza voluntaria, por lo que
se liberó de toda ambición y solicitud terrena, de modo que llegó a ser uno de
aquellos hombres que, según las palabras del Apóstol, «nada tienen y todo lo
poseen» (cf. 2 Cor 6,10).
PAZ Y FRATERNIDAD UNIVERSAL
Francisco, además de hombre insigne por la perfecta alegría y
libertad, es constantemente venerado como amante dulcísimo de la paz y
fraternidad universal. La paz de que Francisco gozaba y que difundía, tenía
su fuente en Dios, a quien, en la oración, se dirigió con estas palabras: «Tú
eres la mansedumbre, tú eres la seguridad, tú eres la quietud» (AlD 4). Esta
paz toma forma humana y fuerza en Cristo Jesús, que es «nuestra paz» (Ef 2,14);
en Él -escribió Francisco siguiendo a san Pablo-, «todas las cosas que hay en
el cielo y en la tierra han sido pacificadas y reconciliadas con el Dios
omnipotente (cf. Col 1,20)» (CtaO 13). «El Señor te dé la paz»: con estas
palabras, aleccionado por la divina revelación, saludaba Francisco a todos los
hombres.[4]Fue, en verdad, «pacífico» (Mt 5,9), es decir,
autor y mediador de paz -el tipo de hombre que es proclamado dichoso en el
Evangelio-, ya que «todo el contenido de sus palabras iba encaminado a
extinguir las enemistades entre los ciudadanos y a restablecer entre ellos los
convenios de paz».[5]Restableció la paz y la concordia entre
las clases sociales de su misma ciudad, opuestas entre sí con violencia
cruenta, expulsando con su oración a los demonios, causantes de las discordias
(2 Cel 108). Estableció la paz entre ciudades divididas por la discordia, entre
el clero y el pueblo, y, según se dice, también entre los hombres y las fieras.
Pero la paz, según la persuasión de Francisco, se construye otorgando el
perdón; por lo que, para inducir a hacer las paces al gobernador de la ciudad
de Asís y al obispo de aquella sede, que estaban reñidos, añadió cuidadosamente
al Cántico del hermano sol estas palabras tan conocidas:
«Loado seas, mi Señor, por aquellos que perdonan por tu amor».[6]
ECUMENISMO Y ECOLOGÍA
Francisco a nadie tenía por enemigo, a todos los consideraba
hermanos. Por lo que, superando todas las barreras con las que los hombres de
aquel tiempo creaban divisiones, anunció el amor de Cristo incluso a los
Sarracenos, sembrando en los ánimos las bases para el diálogo y el ecumenismo
entre los hombres de diferente cultura, raza y religión: uno de los más altos
ideales a los que se encamina nuestro tiempo. Además, extendió este sentido de
fraternidad universal a todas las cosas creadas, incluso a las inanimadas: el
sol, la luna, el agua, el viento, el fuego y la tierra, a las que llamó
hermanos y hermanas y a las que honró con delicada reverencia (1 Cel 77, 80,
81). A este respecto se ha escrito de él: «Abraza todas las cosas con indecible
afectuosa devoción y les habla del Señor y las exhorta a alabarlo» (2 Cel 165).
Tomando en consideración todo esto e intentando satisfacer los deseos de
quienes hoy se preocupan meritoriamente del ambiente natural en que los hombres
viven, proclamamos a san Francisco de Asís celestial Patrono de todos los
amantes de la ecología, el 29 de noviembre de 1979, mediante las Letras
Apostólicas selladas con el Anillo del Pescador.[7] Pero,
por lo que a esto se refiere, es de notar que Francisco impedía la injusta y
dañosa violencia contra las criaturas y los elementos porque, a la luz bíblica
de la creación y la revelación, las veía como criaturas ante las que el hombre
se siente obligado, no como criaturas dejadas a su capricho; criaturas que
juntamente con él esperan y anhelan «ser liberadas de la servidumbre de la
corrupción para participar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios» (Rom
8,21).
III. RAÍCES DE LA VITALIDAD DE SAN FRANCISCO
Hasta ahora hemos tratado de aquellas cosas por las que la
humanidad se gloría con razón de Francisco de Asís y no cesa de admirarlo: la
alegría, la libertad, la paz, la fraternidad universal. Pero, si nos quedáramos
aquí, se trataría de una admiración vana, con escasa o nula fuerza para enseñar
a los hombres de hoy la manera de alcanzar los bienes antes mencionados; sería
como pretender recoger los frutos, sin cuidar el tronco y las raíces del árbol.
Por consiguiente, para que la celebración del VIII centenario del
nacimiento de san Francisco remueva verdaderamente las conciencias y deje en
ellas huellas profundas, es preciso conocer y examinar las raíces desde las que
la vida de este seráfico hombre produjo frutos tan admirables.
«HACER PENITENCIA», «VIVIR EN PENITENCIA»
La paz, la alegría, la libertad y el amor no adornaron el espíritu
de Francisco como dones fortuitos, heredados o naturales, sino que son fruto de
una toma de postura y del camino duro que él compendió en estas palabras:
«hacer penitencia», como escribió al principio de su Testamento: «El
Señor medio de esta manera a mí, hermano Francisco, el comenzar a hacer
penitencia; en efecto, como estaba en pecados, me parecía muy amargo ver a los
leprosos. Y el Señor mismo me condujo entre ellos, y yo practiqué con ellos la
misericordia. Y al separarme de los mismos, lo que antes me había parecido
amargo, se me tornó en dulzura de alma y cuerpo; y, después de esto, permanecí
un poco de tiempo y salí del siglo» (Test 1-3).
«Hacer penitencia» o «vivir en penitencia»: estas expresiones son
muy frecuentes en los escritos de san Francisco, resumiendo la totalidad de su
vida y de su predicación. En el momento de orientar de forma nueva su vida
-momento de especial importancia-, él, pidiendo consejo a Cristo, abrió el
Evangelio y allí encontró esta respuesta del Señor, a la que se conformó hasta
la muerte: «Si alguno quiere seguirme, que se niegue a sí mismo» (2 Cel 15; Mt
16,24; Lc 9,23). La abnegación fue el camino por el que Francisco encontró su
«alma», su vida (cf. Mt 10,39). Alcanzó la alegría sufriendo; la libertad,
obedeciendo y negándose a sí mismo; el amor a todas las criaturas, odiándose a
sí mismo, es decir, venciendo el amor a sí mismo, como enseña el Evangelio.
Caminando un día con el hermano León, le enseñó que la verdadera alegría
consiste en la paciencia, por amor a Cristo, ante cualquier amargura y
tribulación.[8]
«Vivir en penitencia», según san Francisco, equivale a reconocer el
pecado en toda su gravedad; a estar ante Dios en constante actitud penitencial;
a traducir en el estilo de vida este sentido de compunción y dolor mediante una
austera actitud ascética. En este camino él avanzó de tal modo que, antes de
morir, como pidiendo perdón, confesó «que había pecado mucho contra el hermano
cuerpo» (TC 14), al haberlo sometido en vida a una penitencia tan grande.
LA CRUZ Y EL CRUCIFICADO
Este camino que Francisco recorrió, en lenguaje cristiano se llama
simplemente cruz. Él fue y continúa siendo pregonero y anuncio por
el que la Iglesia es invitada firmemente a considerar la importancia de la
predicación de la cruz, como si Dios quisiera, mediante su pobre siervo
Francisco, volver a plantar el árbol de la vida «en medio de la ciudad» (cf. Ap
22,21), es decir, en medio de la Iglesia. Por esto, cuando en este año dedicado
a la memoria de este Santo celestial peregrinamos a su sepulcro, le dirigimos
la siguiente súplica: «El secreto de tu riqueza espiritual se escondía en la
cruz de Cristo... Enséñanos, como el Apóstol Pablo te lo enseñó a ti, a no
gloriarnos jamás, «si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo"».[9]
Cristo crucificado fue el guía del camino de Francisco desde el
comienzo de su nueva vida hasta el final; Él, en el monte Alverna, le imprimió
externamente sus llagas sagradas para que ante los ojos de todos los hombres él
fuera «una reproducción de la cruz y pasión del Cordero inmaculado».[10] Francisco se realizó totalmente en conformidad con
el Crucificado; y la razón principal de su extrema pobreza fue el seguimiento
del Crucificado. Cuando ya se acercaba a la muerte, resumió toda su singular
experiencia espiritual en estas sencillas pero sublimes palabras: «Conozco a
Cristo pobre y crucificado» (2 Cel 105). Efectivamente, desde que se convirtió
a Dios, vivió constantemente como quien había sido sellado por las llagas de
Cristo.
Volvamos ahora a la pregunta del principio: «¿Por qué todo el mundo
va detrás de ti?». Es ya evidente la respuesta, contenida en estas palabras de
Jesucristo: «Yo, cuando sea elevado de la tierra, atraeré a todos hacia mí» (Jn
12,32). Muchos hombres, en efecto, son atraídos hacia Francisco de Asís porque
él, a ejemplo de su divino Maestro, quiso en cierto modo «ser elevado de la
tierra», es decir, crucificado, de modo que ya no viviera él, sino Cristo en
él, si se nos permite aplicarle las palabras del Apóstol (cf. Gál 2,20).
A los hombres de nuestro tiempo, que intentan con todas sus fuerzas
suprimir el dolor, sin conseguirlo, más aún, que están más angustiosamente
atormentados justamente cuando luchan con mayor fuerza para suprimir las que
juzgan causas del dolor, san Francisco, con pocas palabras, pero con la
autoridad extraordinaria de su vida, les muestra el camino cristiano que él
recorrió: se trata de eliminar la causa última del dolor y de la injusticia, el
pecado, principalmente el pecado del desordenado amor de sí mismo. Si crucifica
su amor propio, el hombre vence esa especie de debilidad que lo lleva a
buscarse sólo a sí mismo, sin ningún tipo de comunicación, refiriendo todas las
cosas a su propia utilidad; rompe, por así decirlo, el férreo círculo de vejez
y de muerte y pasa al mundo nuevo, en cuyo centro está Dios y dentro de cuyos
limites están incluidos todos los hombres; se hace, en suma, «una nueva
criatura en Cristo» (cf. 2 Cor 5,17).
Por esta razón, el año dedicado al recuerdo del nacimiento de san
Francisco, que ya toca a su fin, parece ser una preparación providencial del
Sínodo de los Obispos, que se celebrará en el año 1983, y que tratará sobre el
tema: «La reconciliación y la penitencia en la misión de la Iglesia». Él, que
experimentó la singular fecundidad de su decisión de «hacer penitencia», nos
consiga también a nosotros, cristianos de este tiempo, el don de comprender sinceramente
la verdad de que no podremos convertirnos en hombres nuevos, hombres de
alegría, de libertad y de paz, si no reconocemos con humildad nuestro pecado,
no nos limpiamos con el baño de la verdadera penitencia y luego no «damos
frutos dignos de penitencia» (cf. Lc 3,8).
IV. SAN FRANCISCO Y LA IGLESIA
No queremos terminar esta Carta conmemorativa del VIII centenario
del nacimiento de san Francisco, sin recordar la peculiar fidelidad de este
Santo hacia la Iglesia y los vínculos de veneración y amistad que, como hijo,
lo unieron a los Romanos Pontífices de su tiempo.
FRANCISCO Y LA IGLESIA DE SU TIEMPO
Persuadido de que quien no «recoge» con la Iglesia, «desparrama»
(cf. Lc 11,23), este hombre de Dios, desde los comienzos, se preocupó de que su
obra fuera confirmada y protegida por la aprobación y apoyo de la «Santa
Iglesia Romana». Esta intención la expresó así en su Regla: «Para que, siempre
sumisos y sujetos a los pies de la misma santa Iglesia, firmes en la fe
católica (cf. Col 1,23), guardemos la pobreza y la humildad y el santo
Evangelio de nuestro Señor Jesucristo que firmemente prometimos» (2 R 12,4).
Su primer biógrafo afirma de él: «Pensaba que, entre todas las
cosas y sobre todas ellas, se había de guardar, venerar e imitar la fe de la
santa Iglesia romana, en la cual solamente se encuentra la salvación de cuantos
han de salvarse. Veneraba a los sacerdotes, y su afecto era grandísimo para
toda la jerarquía eclesiástica» (1 Cel 62).
La Iglesia correspondió a la confianza depositada en ella por el
Pobre de Cristo no sólo aprobando su Regla, sino también rindiéndole un
peculiar honor y benevolencia. De este amor de Francisco a la Iglesia, ya
hablamos en el citado mensaje de inicio del año jubilar del Santo, diciendo,
entre otras cosas: «El carisma y la misión profética del hermano Francisco
fueron los de mostrar concretamente que el Evangelio está confiado a la Iglesia
y que debe ser vivido y encarnado primaria y ejemplarmente en la Iglesia y con
el asentimiento y el apoyo de la Iglesia misma».[11]
Las circunstancias de la vida que atraviesa ahora la Iglesia
parecen aconsejar que se investigue con mayor diligencia de qué forma san
Francisco tomaba parte activa en los asuntos eclesiales. Aquéllos eran tiempos
importantes y peculiares, en ellos se realizaba un gran esfuerzo en la
renovación litúrgica y moral de la misma Iglesia; este esfuerzo llegó a su
culmen con la celebración, el año 1215, del Concilio IV de Letrán. Aunque no
consta con certeza que Francisco asistiese a las sesiones de aquel Concilio
universal, no cabe duda de que comprendió bien los nobles proyectos y decretos
del Concilio y que tanto él como la Orden por él fundada trabajaron en la
realización de la reforma, promovida por el Concilio. Sin duda, a los cánones
de dicho Concilio y a la Carta de Honorio III, corresponde manifiestamente
aquella piadosa campaña, referente a la Eucaristía, que realizó el Santo de
Asís para que las iglesias, los sagrarios y los vasos sagrados fueran tenidos
en mayor decoro y, sobre todo, para que aumentara de nuevo el amor hacia el
Cuerpo santísimo y la Sangre de nuestro Señor Jesucristo.[12]
Francisco acogió también el proyecto de renovación de la
penitencia, que el papa Inocencio III propuso en la alocución inaugural del
Concilio IV de Letrán. En aquella alocución, el Sumo Pontífice, nuestro
preclaro antecesor, exhortó a todos los fieles cristianos, especialmente a los
clérigos, a la renovación espiritual, a la conversión a Dios y a la reforma de
las costumbres; y utilizando las palabras proféticas del capítulo 9 de
Ezequiel, afirmó que la tau (la última letra del alfabeto
hebreo, que tiene forma de cruz) era el signo de aquellos que «han crucificado
la carne con sus pasiones y concupiscencias» (Gál 5,24), de aquellos que lloran
y se duelen de que los hombres abandonen a Dios: «Lleva este signo en la frente
quien manifiesta en las obras la fuerza de la cruz».[13]
San Francisco recogió de la boca del Romano Pontífice y se aplicó a
sí mismo la exhortación de realizar la purificación y renovación de la Iglesia.
También desde aquel día -como se ha dicho- tuvo especial veneración por el
signo tau: lo escribía con su propia mano al pie de sus breves
cartas -como el pequeño pergamino dado al hermano León-, lo grabó en las celdas
de los hermanos, lo encomendó en sus exhortaciones, «como si -según dice san
Buenaventura- todo su cuidado se cifrara en grabar el signo tau,
según el dicho profético, sobre las frentes de los hombres que gimen y se
duelen, convertidos de verdad a Cristo Jesús» (Lm 3,9; cf. LM Pról. 2).
Estas y otras cosas muestran que Francisco se propuso que su obra
sirviera humildemente a los proyectos de renovación espiritual, comenzados por
la jerarquía. Para realizarla, él aportó su santidad, ayuda ésta que no podía
ser sustituida por nada. Con su total entrega a la obediencia del Espíritu, lo
que le hacía semejante a Cristo crucificado, se hizo instrumento por el que el
Espíritu mismo pudiera renovar internamente a la Iglesia, para hacerla «santa e
inmaculada» (Ef 5,27). Este hombre de Dios, movido por «inspiración divina»
-como él mismo solía afirmar-, es decir, impulsado por el fervor del Espíritu
Santo, realizó todas estas cosas; buscó en todo el «Espíritu y vida» (2 R 12,1;
1 R 2,1; cf. LM 10,2), palabras de san Juan que él empleaba con gusto. De aquí,
sin duda, manó aquella fuerza admirable y eficaz de renovación, presente en su
persona y en su vida. Y así se convirtió en verdadero promotor de la renovación
de la Iglesia, no con la contestación y la crítica, sino con la santidad (cf.
Test 13; 1CtaF 2,22; 2CtaF 20).
FRANCISCO Y LA IGLESIA DE NUESTRO TIEMPO
El tiempo que atraviesa ahora la Iglesia, por muchos motivos, es
semejante al tiempo en que vivió san Francisco. El Concilio Vaticano II ha
ofrecido abundantes proyectos y documentos de renovación de la vida cristiana.
Pero, como ya escribimos en la Carta para conmemorar el año 1600 del Concilio I
de Constantinopla y el 1550 del Concilio de Efeso, «toda la labor de renovación
en la Iglesia, que providencialmente ha propuesto e iniciado el Concilio
Vaticano II... no puede realizarse a no ser en el Espíritu Santo, es decir, con
la ayuda de su luz y de su fuerza».[14] Pero esta
importantísima acción del Espíritu Santo, por regla general no se realiza si no
es a través de hombres en cuyo espíritu se haya derramado profusamente el
Espíritu de Cristo, haciéndolos sus instrumentos y capacitándolos para
difundir, de diversos modos, este mismo Espíritu en sus hermanos.
Así, pues, nos parece que la memoria del nacimiento de san
Francisco, que celebramos solemnemente este año, habida cuenta de lo expuesto
antes, es una gracia especial de Dios dada a su Iglesia en estos tiempos. Por
eso, principalmente a los movimientos de fieles y a las fuerzas nuevas, que la
acción de Dios suscita hoy en la Iglesia, se les advierte que -como hizo
Francisco- trabajen con denuedo y con plena fidelidad en la misma Iglesia, de
manera que, dejando cualquier tipo de proyecto particular de renovación y
reforma, aporten humildemente su colaboración, con el propio carisma, a los
proyectos por los que la Iglesia ha optado en el Concilio Vaticano II. Hoy,
como en los tiempos de san Francisco, se necesitan hombres que lleguen a la
novedad de vida por la comunión con la pasión de Cristo (cf. Flp 3,10), hombres
de los que el Espíritu pueda servirse con libertad para la construcción del
Reino. Si no es así, existe el peligro de que las normas y directrices del Concilio,
aunque óptimas, sean ineficaces o, por lo menos, no produzcan los frutos que se
pudiera esperar para bien de la Iglesia.
La Iglesia dirige esta exhortación a todos sus hijos, pero
especialmente, dada la presente ocasión, a los que se decidieron a seguir más
de cerca las huellas del Pobre de Asís en las distintas órdenes e institutos,
que lo tienen como fundador o que se esfuerzan en seguir su preclara forma de
vida. La Iglesia espera de ellos que, inflamados con nuevo ardor espiritual,
contribuyan a su progreso con la santidad, para que de algún modo resuciten
aquel gran don que mediante san Francisco de Asís recibió el mundo de su
tiempo.
Con esta esperanza os impartimos del mejor grado la bendición
apostólica, prenda de las gracias del cielo y testimonio de nuestro amor, a
vosotros, queridos hijos, a las Familias religiosas que presidís, a las monjas
y religiosas franciscanas y a todos los miembros de la Tercera Orden del mismo
san Francisco.
Roma, junto a San Pedro, el día 15 de agosto, solemnidad de la
Asunción de la Bienaventurada Virgen María, de 1982, año IV de nuestro
pontificado.
N O T A S
[2] Actus beati Francisci et sociorum eius, 9, pág. 31.
Cf. Consideraciones sobre las llagas I: «Llegó san Francisco
al castillo, entró sin más y se fue a la plaza de armas, donde se hallaba
reunida toda aquella multitud de nobles; lleno de fervor de espíritu, se subió
a un poyo y se puso a predicar, proponiendo este tema en lengua vulgar: Tanto
è quel bene ch'io aspetto, che ogni pena m'é diletto. Y sobre este tema,
bajo el dictado del Espíritu Santo, predicó con tal devoción y profundidad...»
(Ed. BAC, 1998, pág. 895).
[3] 2 R 3,14: «Y les está permitido, según el santo Evangelio,
comer de todos los manjares que les sirvan (cf. Lc 10,8)».
[5] Tomás de Spalato, Historia Pontificum Salonitarum;
cf. texto en la edición de la BAC, 1998, pág. 970.
[6] Cánt 10. Cf. Mt 6,12. El Cántico del hermano sol fue
compuesto ciertamente en lengua vulgar; cf. LP 84.
[7] Cf. el texto de la Bula Inter Sanctos, por la
que se nombra a san Francisco patrono de los ecologistas, en Selecciones
de Franciscanismo n. 27 (1980) 295.
[8] Cf. La verdadera y perfecta alegría, 14 (Ed.
BAC, 1998, pág. 85-86). Cf. también: Adm 5,8; Flor 8.
[10] Cf. Gál 3,1. Cf. también 1 Cel 112: «Podía, en efecto,
apreciarse en él una reproducción de la cruz y pasión del Cordero inmaculado
que lavó los crímenes del mundo; cual si todavía recientemente hubiera sido
bajado de la cruz, tenía las manos y pies traspasados por los clavos, y el
costado derecho como atravesado por una lanza».
[12] Cf. Concilio Lateranense IV, cc. 19-20, en Conciliorum
Oecumenicorum Decreta, ed. por G. Alberigo y otros, Bolonia 1973, pág. 244;
cf. también la carta apostólica de Honorio III Sane cum olim, de 22
de noviembre de 1219, en Bullarium Romanum, III, Turín 1858, pág.
66; véase también, de san Francisco, la Carta a los clérigos.
[13] D. Mansi, Sacrorum Conciliorum nova et amplissima
collectio, 22, Venecia 1778, pág. 971; cf. PL 217, 677.
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