CARTA DEL
SANTO PADRE
JUAN
PABLO II
AL PREPÓSITO GENERAL
AL PREPÓSITO GENERAL
DE LOS
CARMELITAS DESCALZOS
CON OCASIÓN DEL AÑO TERESIANO
CON OCASIÓN DEL AÑO TERESIANO
Juan Pablo II al
querido hijo
Felipe Sáinz de Baranda,
prepósito general de la
Orden de los Hermanos Descalzos
de la Bienaventurada Virgen
María del Monte Carmelo.
Querido hijo: salud y
bendición apostólica.
Modelo y maestra de
virtud, Santa Teresa de Jesús pasó de este mundo al Esposo en Alba de Tormes,
diócesis de Salamanca, el 4 de octubre de 1582; era el mismo día en que se
corrigió esa fecha por el calendario gregoriano, convirtiéndose así en el 15 de
octubre. No estaba agobiada por la edad ni debilitada por la enfermedad; más
bien su ánimo ferviente y generoso vivía para Dios y para la Iglesia. Su largo
itinerario, iluminado por el don de la gracia, fue un verdadero "camino de
perfección"; recorrido a través de la oración que la hacía disponible al
servicio del amor y la introdujo progresivamente. en la hondura del
"castillo del alma". Supo así, por experiencia, que la caridad cuanto
más estrechamente une con Dios, tanto más le hace sentir con la Iglesia y la
impulsa a entregarse a su servicio. El libro de la Vida, que
trata de la contemplación del Dios vivo y de la fundación de la Reforma
carmelitana, se concluye linealmente con una abertura cada vez más amplia a ese
misterio y a esa presencia de los que la Iglesia es sacramento. La exclamación
de Santa Teresa en la hora de su muerte: "Soy hija de la Iglesia",
nos revela el secreto de su vida; la contemplación de Dios en Cristo se
convierte en contemplación-amorosa de la Iglesia, la entrega a Dios en servicio
eclesial, la inmolación de su vida por Cristo en cumplimiento de lo que falta a
su pasión en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia. Del mismo modo, el Camino
de Perfección que Teresa empieza a escribir con los ojos puestos en
Cristo y en su Iglesia (cf, cc.-1-3),.termina con la misma exclamación antes
referida, expresión plena de ese sentir con la Iglesia , y de vivir para ella,
de esa ayuda concreta que Teresa propone como fruto de la vida mística llegada
a su madurez (cf. Castillo Interior, VII, 4, 4).
1. Cuatro siglos
después de su muerte, Teresa de Jesús se presenta ante nosotros aureolada por
esta luz eclesial. Nuestro predecesor Pablo VI, de venerada memoria, al
proclamarla Doctora de la Iglesia en 1970, puso de relieve el mensaje de la
oración que ella nos transmite para que "tenga una misión más autorizada
que llevar a cabo dentro de su familia religiosa, en la Iglesia orante y en el
mundo" (cf. AAS 62, 1970, pág. 592). En esta época
nuestra, surcada por los fermentos de renovación que han seguido al Concilio
Vaticano II, el IV centenario de la muerte de Santa Teresa constituye una
fuerte llamada a cultivar esos valores supremos por los que ella gastó su vida
y que el Concilio ha propuesto a los hombres de nuestro tiempo.
Mujer de cualidades
excepcionales, vivió la época del Concilio de Trento con un sentido de Iglesia
que bien podríamos definir carismático. Consideró a la Iglesia como sacramento
de salvación (cf. Moradas, V, 2, 3) que actúa eficazmente por
medio de la liturgia (cf. Vida, 31, 4) a través de la función
mediadora de la jerarquía y del sacerdocio, a cuyos miembros corresponde ser
"luz de la Iglesia". Por eso quiso que sus experiencias y escritos
fuesen sometidos al discernimiento eclesial y sus hijas acogiesen esta doctrina
en plena comunión y sumisión a la Iglesia (cf. Camino, pról.; ib., 30,
4). Llevó a la práctica estas enseñanzas y pudo afirmar de sí misma:
"Siempre jamás estaba sujeta y lo está a todo lo que tiene la santa fe
católica, y toda su oración y de las casas que ha fundado es porque vaya en
aumento" (cf. Relación, IV, 6).
Estas palabras
revelan su amor a la Iglesia traducido en oración y en hechos concretos. Las
apremiantes exhortaciones que dirigía a sus hijas espirituales para que rezasen
y se inmolasen por la Iglesia no sólo manifiestan su intención eclesial al
emprender su reforma, sino que en cierto modo caracterizan la vocación del
Carmelo teresiano (cf. Camino, cc. 1-3). Expresan el deseo de
contribuir con todas sus fuerzas a presentar el rostro de la Iglesia, Esposa de
Cristo, sin mancha ni arruga (cf. Ef 5, 27). Teresa sintió
profundamente el martirio del Cuerpo de Cristo, desgarrado y profanado
(cf. Camino, 1, 1-2), y comprendió perfectamente que el amor
de Dios debe impulsar a trabajar generosamente por la Iglesia. Estas son sus
palabras: "El amor no está en el mayor gusto, sino en la mayor
determinación de desear contentar en todo a Dios y procurar en cuanto
pudiéremos no le ofender, y rogarle que vaya siempre adelante la honra y gloria
de su Hijo y el aumento de la Iglesia católica" (cf. Moradas, IV,
1, 7). Por eso en el libro de la Vida, después de hablar de
los que sirven de verdad a la Iglesia, exclama: "Dichosas vidas que en
esto se acabaren" (40, 15). Mientras se fatiga y se le quiebra el corazón
al ver la división del único Cuerpo de Cristo, su espíritu se abre a esos
nuevos horizontes misioneros que ve dilatarse en América (Cf. Fundaciones, 1,7).
Para ella contemplar a Cristo es dirigir la mirada a la Iglesia que, estando en
este mundo, tiene que expresar la vida y el misterio de Cristo. La Santa Madre
que declara "mil vidas pusiera yo para remedio de un alma" (cf. Camino, 1,
2), desea que sus hijas se sacrifiquen con generosidad para que el Señor
"proteja a su Iglesia", poniendo en esto todos sus intereses: "Cuando
vuestras oraciones y deseos y disciplinas y ayunos no se emplearen en esto que
he dicho (en favor de la Iglesia y de la sagrada jerarquía), pensad que no
hacéis ni cumplís el fin para que aquí os juntó el Señor" (cf. Camino, 3,
10).
Teresa comprendió
que su vocación y misión era la oración en la Iglesia y por la Iglesia,
comunidad orante, impulsada por el Espíritu para que con Cristo y en El adore
al Padre "en espíritu y en verdad" (cf. Jn 4, 23).
Contemplando el misterio de la Iglesia que en aquellos tiempos
"sufría", sintió el desgarramiento de su unidad y la traición de
muchos cristianos; consideró la relajación de las costumbres como rechazo,
desprecio y profanación del amor. En una palabra, se traicionaba la amistad
divina. Los que no aceptaban a la Iglesia ni vivían con ella, quienes no
seguían su Magisterio, rechazaban, a Cristo, despreciaban su amor. De aquí
fluye el carácter eclesial de la reforma del Carmelo, que no se pone como
rechazo o contestación, sino que brota de lo hondo de una "amistad
divina": "Toda mi ansia era... pues tiene tantos enemigos y tan pocos
amigos, que éstos fuesen buenos; determiné hacer eso poquito que era en mí, que
es seguir los consejos .evangélicos con toda perfección que. yo pudiese, y
procurar que estas poquitas que están aquí hiciesen lo mismo" (cf. Camino, 1,
2).
Por eso entiende la
oración como "un seguir por este camino... al que tanto nos amó" (cf. Vida, 11, 1),
que no es otra cosa la oración sino "tratar de amistad estando muchas
veces tratando a solas con quien sabemos nos ama" (cf. ib., 8,
5). Es decir, por la oración nos abrimos a la caridad que el Espíritu Santo ha
derramado en nuestros corazones y nos asocia a Jesús como hermanos y amigos
para clamar con El: " Abba, Padre" (cf. Rom 5, 5; 8,
15). Teresa está convencida que en aquel que ora en el Espíritu Santo, ora toda
la Iglesia. Así, toda auténtica contemplación sobrenatural, que brota de la fe
y del amor, tanto en la liturgia como en la escucha de la Palabra de Dios,
tanto en la alabanza del Señor como en la adoración silenciosa, son una
glorificación del Padre y una comunión con Cristo una "ayuda al dulce
Jesús de mi alma" hecha realidad en la Iglesia, como enseña esta santa
Virgen y Maestra (cf. Camino, 1, 5. 2).
Por eso cuando
alguien ora, vive de oración, y por ella tiene experiencia de Dios vivo y a El
se entrega, se abre también a una experiencia más íntima de la Iglesia en la
que Cristo está misteriosamente presente con su gracia; comprende la urgencia
de una fidelidad incondicional hacia la Esposa de Cristo y siente en sus
entrañas el deseo de trabajar por la Iglesia hasta entregar por ella su vida.
Cuando la oración, inflamada por el amor de Dios, se manifiesta como una
estrecha amistad con El, tiende a la comunión o unión de amor en la que la criatura
entrega totalmente su voluntad al Criador; entonces la amistad se convierte en
fermento apostólico, motivo de gozo por el bien de la Iglesia y de los hombres,
clamor poderoso que llega hasta el corazón divino y redunda en provecho de toda
la Iglesia (cf. Camino, 32, 12).
Este es el mensaje de Santa
Teresa, proclamado con la autoridad de quien lo ha experimentado en su vida: la
convicción de que no hay amor a Cristo que no se convierta en entrega generosa
a la Iglesia, y que no hay verdadero afecto filial a la Iglesia si no se
traduce en ardor y trabajo apostólico, alimentados y fortalecidos por la
oración.
Según la definición
teresiana de la oración, que es "tratar de amistad con Dios", se
requiere antes una cierta presencia viva de Aquel "que sabemos nos
ama" y es el protagonista constante del diálogo, el amigo que nos habla
"sin ruido de palabras" (cf. Camino, 25, 2) y se nos
da de una manera inefable. Santa Teresa ve la oración como una manifestación
suprema de la vida teologal de los cristianos que, creyendo en el amor,
procuran desasirse de todo para poder alcanzar esa presencia llena de amor. La
experiencia de Dios es esa admirable comunicación con El, hecha con el alma
totalmente abierta a su acción e impregnada de esa gustosa sabiduría que es don
del Espíritu Santo; la mente y el corazón están fijos en la sacratísima
Humanidad, en "el buen Jesús", "puerta" que conduce al
Padre y por la que Dios Padre nos introduce en su intimidad. Como dice Teresa:
"He visto claro que por esta puerta hemos de entrar si queremos nos
muestre la soberana Majestad grandes secretos. No quiera otro camino aunque
esté en la cumbre de contemplación; por aquí va seguro. Este Señor nuestro es
por quien nos vienen todos los bienes" (cf. Vida, 22,
6-7). Por eso esta maestra de la oración no se aparta jamás de Cristo, de la
sacratísima humanidad del Hijo de Dios; su amistad y su compañía iluminan los
senderos de su vida espiritual hasta la experiencia sublime del misterio de la
Santísima Trinidad. Allí la criatura contempla cómo estas Personas de la
Trinidad "nunca más le parece se fueron de con ella, sino que notoriamente
ve que están en lo interior de su alma, en lo muy muy interior, en una cosa muy
honda... siente en sí esta divina compañía" (cf. Moradas, VII,
1, 7).
Son éstos los dones
sublimes que florecen en la amistad con Dios, que obra con su gracia y revelan
la presencia del Señor, con la certeza de la fe y del amor, "en este cielo
pequeño de nuestra alma" (cf. Camino, 28, 5). Quien es
fiel en la vida cotidiana al amor de ese Dios que vive en él, quien busca su
rostro mediante la fe, quien cumple con fervor su voluntad y lo demuestra con
las obras; especialmente, quien se entrega al servicio de los hermanos, puede
llegar a esa experiencia de Dios que no niega su reino a los pequeños y como
Padre les revela sus secretos (cf. Mt 11, 25). Como afirma
Teresa de Jesús, Dios no niega a nadie el agua viva de la contemplación:
"públicamente nos> llama a voces. Mas como es tan bueno, no nos fuerza,
antes da de muchas manera a beber a los que leí quieren seguir, para que
ninguno vaya desconsolado ni muera de sed" (cf. Camino, 20,
2).
Según las enseñanzas
de Santa Teresa, la experiencia de Dios es una gracia que depende de la
fidelidad a la oración; ella nos repite su invitación para que "nos
apliquemos a la contemplación" (cf. Camino, 18, 3), pues
Dios es siempre fiel y no desea otra cosa que llenar de sus dones a aquellos
que se disponen para acogerlos (cf. Conceptos de Amor de Dios, 5,
1). Dios "no ha de forzar nuestra voluntad, toma lo que le damos, mas no
se da a Sí del todo hasta que no nos damos del todo" (cf. Camino, 28,
12). De aquí la exhortación de la Santa Madre a los contemplativos para que
sigan adelante en la oración "siquiera se muera en el camino" (cf.Camino, 21,
2); "tengo por cierto —nos dice— que todos los que no se quedaren en el
camino no les faltará esta agua viva" (cf. ib..19, 15). Este
es el gran regalo que Dios nos hace para que sintamos su presencia: una gracia
que ensancha la capacidad del hombre y lo lleva a alcanzar el amor y la
salvación de Cristo, cuyo sacramento de salvación en el mundo es la Iglesia.
2. Nuestra época,
caracterizada por un nuevo sentido de la Iglesia y de la oración, parece ser un
tiempo propicio, particularmente sensible al magisterio y experiencia de Santa
Teresa. Ella, con la eficacia de su experiencia, a todos invita a amar a Cristo
y a su Cuerpo místico para que en él, por la acción del Espíritu Santo que lo
anima interiormente, "gusten y vean qué bueno es el Señor" (cf. Sal 34,
9). Es éste el mensaje que hemos propuesto constantemente, desde el principio
mismo de nuestro pontificado. Ya en nuestra primera alocución en la Capilla
Sixtina propuse la necesidad de mantener la fidelidad a la Iglesia (cf. AAS 70,
1978, pág. 924); con frecuencia hemos exhortado a todos los fieles a que
perseveren en la oración, en la adoración, en la escucha de Dios que nos habla
en lo interior, en la contemplación. Últimamente, en nuestra Encíclica Dives
in misericordia, hemos inculcado como un derecho y deber de la Iglesia
la necesidad de orar y suplicar para alcanzar la bondad divina (cf. AAS 72,
1980, págs. 1228-1231). En este texto hemos querido subrayar la necesidad de la
fe y del amor para que la oración se convierta en experiencia de la
misericordia de Dios y se traduzca en ese canto eterno de sus misericordias,
como aconteció en la vida de Santa Teresa.
Esta invitación se
dirige en primer lugar a todos aquellos que se han consagrado con un nuevo
título al seguimiento de Cristo en la virginidad, la pobreza y la obediencia; a
ellos hemos recordado con frecuencia su especial vinculación con la Iglesia, ya
que "la fidelidad a Cristo no puede separarse jamás de la fidelidad a la
Iglesia, especialmente en la vida religiosa" (cf. AAS 71,
1979, pág. 1255). Y al exhortarles a la unión con Cristo por medio de la
oración, afirmé que "sin la oración la vida religiosa no tiene sentido. Ha
perdido el contacto con la fuente y se ha vaciado de su sustancia, por eso no
podrá, conseguir sus objetivos" (cf. ib.).
Al recordar a Santa
Teresa de Jesús, queremos que todos los religiosos asuman este mensaje, pero especialmente
aquellos que la tienen como Madre y Fundadora de su específica forma de vida
que los caracteriza en medio del Pueblo de Dios. En esta familia teresiana con
el ejemplo de esta vida nueva —que siempre ha sido propia del carisma de los
Santos— la Madre Fundadora repite a sus hijos y a sus hijas estas palabras que
son una consigna: "Soy hija de la Iglesia"; y les recuerda su
principal obligación al servicio de la Iglesia (cf. Camino, 17,
1), deber de la máxima importancia, impuesto por la regla (cf. ib., 4,
2) que manda orar sin cesar (cf.ib.), viviendo en la pobreza y en
el desasimiento interior y exterior (cf. ib., 4, 2), como
auténticos amigos de la cruz de Cristo. A ellos recuerda Santa Teresa aquellas
palabras suyas: "Todos los que traemos este hábito sagrado del Carmen
somos llamados a la oración y contemplación" (cf. Moradas, V,
1, 2). Es necesario, pues, que los carmelitas descalzos y las carmelitas
descalzas, fieles a la vida de oración y a su ejercicio, perseveren en su
vocación para que alcancen esa experiencia de Dios vivo que debe ser su título
de gloria, su vocación específica, su misión providencial. Esfuércense por ser
con mayor intensidad adoradores en espíritu y en verdad, como el Padre los
quiere, con la. convicción que este itinerario del "camino de
perfección", no sólo será de provecho para sus almas, sino también para el
bien de muchas otras, como afirma Santa Teresa (cf. Vida, 11,
4).
Las carmelitas
descalzas, fíeles también en este tiempo al espíritu de su regla, deben
observar todo aquello que requiere en su vida esa especie de
"desierto" necesario para conseguir la perfección de su vocación y
misión de contemplativas. Su clausura carecería de sentido sin esa forma de
vida contemplativa que Santa Teresa describió magistralmente en el capítulo III
de las Fundaciones, redactado poco antes de su muerte. Esta apremiante
exhortación que ya hicimos nuestra en el mensaje a la reunión plenaria de
la Sagrada Congregación para los Religiosos e Institutos Seculares, celebrada
en 1980, al hablar de un "justo rigor en exigir la observancia de la
clausura", parece evocar las mismas enseñanzas de Santa Teresa. En esa
misma ocasión, y en armonía con sus enseñanzas al escribir que el bien no puede
estar oculto (cf. Camino, 15, 6), también afirmábamos:
"La clausura no aísla... de la comunión del Cuerpo místico. Más aún, sitúa
a las claustrales en el corazón mismo de la Iglesia" (cf. AAS 72,
1980, pág. 211). Vivan pues con amor su vocación y misión en la Iglesia,
siguiendo el ejemplo de Santa Teresa del Niño Jesús para poder estar "en
el corazón de la Iglesia", sabiendo, como ella nos recuerda, "que
sólo con nuestra oración y nuestra entrega podemos ser útiles a la
Iglesia" (cf. Derniers entretiens, 8, VII, 16).
A los carmelitas
descalzos, que Santa Teresa quiso fuesen "ermitaños contemplativos" (Carta del
21 de octubre de 1576 al p. Mariano) y gente "del otro mundo" (Carta del
21 de octubre de 1576 al p. Gracián), también los impulsó a la acción
apostólica para ayudar a sus hermanas en la perfección de su regla (cf. Fundaciones. 2,
5; 10, 14) y para predicar el Evangelio a los pobres y humildes (cf. ib.) y
a la vez tuviesen una presencia eficaz en el estudio de la teología y en las
misiones. Por eso quiso que hubiese entre ellos "maestros y presentados en
teología", pues sabía por experiencia que un letrado no se engaña en la
dirección de las almas (cf. Vida, 5, 3), y que la ciencia,
cuando va unida con la humildad, es de gran provecho en el camino de la
oración. Teresa de Jesús vio realizado este ideal en su primer hijo espiritual,
San Juan de la Cruz, maestro y guía de los caminos del Espíritu, primer
carmelita que empezó la nueva vida en el convento de Duruelo. Siguiendo sus
huellas, los carmelitas descalzos deben ser en el mundo de hoy maestros y guías
de los hombres que anhelan la comunión y experiencia de Dios. Esta es su misión
específica, la que nace de su misma vocación.
La Santa Madre mira también
con afecto a todos los institutos y congregaciones que están impregnados de su
espíritu y viven de esta espiritualidad en medio del apostolado, entregándose
al servicio de la Iglesia con ardor y eficacia, en varios campos del apostolado
caritativo y social. A todos sus miembros exhorta a ser personas de oración,
que sepan transformar cualquier encuentro con los hermanos en una invitación al
diálogo con Dios. Este mensaje de Santa Teresa es un estímulo más para que se
entreguen a la oración y a la acción, en una equilibrada unidad de vida, que es
fruto de la contemplación, ya que como la misma Santa enseña: "mientras
más adelante están en la oración y regalos de nuestro Señor, más acuden a las
necesidades de los prójimos, en especial a las de las almas, que por sacar una
de pecado mortal, parece darían muchas vidas" (cf. Conceptos de
Amor de Dios, 7, 8).
Santa Teresa de
Jesús está viva, su voz resuena en la Iglesia todavía hoy. Dirijamos con
renovado fervor nuestra mente al ejemplo de su vida y de su doctrina,
especialmente en este año apenas comenzado, en el que vamos a celebrar su
memoria.
Finalmente a ti,
querido hijo, a todos los religiosos y religiosas del Carmen Descalzo, a todos
los que siguen las enseñanzas de Santa Teresa, impartimos de corazón la
bendición apostólica, prenda de dones celestiales.
Roma, 14 de octubre
de 1981, año III de nuestro pontificado.
IOANNES PAULUS PP.
II
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