1.7. BIBLIA Y
PSICOANALISIS
I
El
grande, el sumo psicoanálisis está en la Biblia, pues ella y sólo ella nos
enseña a desnudar enteramente el corazón, y sólo con sus luces de espíritu
aprendemos a ser del todo sinceros con nosotros mismos.
Frente
a la sabiduría de la Biblia no hay complejos, porque en ella habla Dios que
conoce “lo íntimo del corazón" (Salmo XLV, 22). Ella
descubre nuestros complejos y los resuelve de un modo definitivo. Ella
escudriña el corazón para indicar a cada cual su camino (Jer. XVII, 10). Ella sabe nuestros íntimos pensamientos (Jer. XX, 12); pone a prueba los
corazones (I Par. XXIX, 17; Jer. XII, 3);
los pesa (Prov. XXI, 2) y luego
los inclina a la solución que les conviene (ibid.1): los
ilumina como luz que resplandece entre tinieblas (II Cor. IV, 6); los alimenta (Salmo XXVI, 14) y termina su obra renovándola por completo (Salmo L, 12) y dándoles firmeza
definitiva (I Tes. III, 13).
Una
sola cosa exige este gran maestro, lo mismo que exige todo psicoanalista:
sinceridad. Esto le basta. Y hay más aún: así como, según el refrán, el que se
excusa se acusa, así también -lo que es mejor—, frente a la Biblia el que se
acusa se excusa.
Si
alguna vez no encontramos soluciones y consuelo en la Escritura, es porque
buscamos estar satisfechos de nosotros mismos y "quedar bien" con
nuestro amor propio. En este caso nunca quedamos satisfechos, pues siempre vemos asomar
nuestras miserias y errores. En cuanto
confesamos eso, en cuanto nos resignamos a saber que no somos buenos, nos
vuelve a la alegría, como se ve en el Salmo XXXI, 4 ss.
La Biblia nos dice
entonces: ¿Qué importa si no fuiste bueno hasta hoy? ¿No ves que yo tengo la
parábola de los obreros de la última hora (Mat. XX, 8) que lo pasan aún mejor que los primeros? ¿No recuerdas
el caso de Magdalena (Luc. VII, 43-47),
donde yo muestro que el que más ama es aquel a quien más hubo que perdonarle?
Si hay quien limpia tus ropas y las deja como la nieve (Salmo L, 9) ¿qué importa que su suciedad fuese mucha o poca?
II
Para
arreglar nuestra posición no podemos, pues, hacerlo "quedando bien",
sino quedando mal, es decir, previa aclaración de que somos culpables sin
disculpa y que nos arrepentimos, como lo enseña el salmo L. Entonces Dios lo
arregla todo a base de perdón gratuito y generoso. El queda bien, y nosotros
quedamos mal. Pero ¡qué dicha si ese quedar mal ante El es lo que nos hará ser
desde entonces amigos verdaderos! Así se entiende el que Jesús viniese para
pecadores y no para justos (Luc. V, 51).
Entonces
nos transformamos y empezamos a ser justas delante de Dios, siendo en realidad
Él el autor de nuestra justicia (Rom. III, 20-28; X, 3; Filip. III, 9), de modo
que no corremos riesgo de soberbia como el fariseo del templo (Luc. XVIII, 10
ss) porque ya no podremos buscar nunca más la satisfacción de nosotros mismos,
sabiendo que sólo podremos tener justicia gracias a El.
Esto es lo que se llama
renovarnos en el espíritu de nuestra mente" (Ef. IV, 23) y matar al hombre viejo (Rom. VI, 6; Ef. IV, 22; Col. III, 9); es decir, nacer de nuevo por
el espíritu (Juan III, 3 ss),
confirmarnos en el hombre interior para tener la plenitud de Dios (Ef. III, 19), o sea vivir plenamente
de la vida divina prestada por Cristo,
como vive el sarmiento de la vid (Juan
XV, 1-5), pudiendo entonces decir que no vivo yo sino que El vive en mi
(Gál. II, 20), porque yo he
renunciado a mí mismo (Mat. XVI, 24)
para no perder mi alma pretendiendo salvarla (ibid. 25), sino vivir de Él como El vive del Padre (Juan VI, 57).
Toda esta vida sobrenatural
verdadera y sencilla, fundada simplemente en la fe a la Palabra de Dios, sería
para nosotros un misterio impenetrable si volviendo a lo antiguo, al puro
esfuerzo propio de los paganos, quisiéramos capitalizar virtudes morales para
quedar bien delante de Dios, pues "ningún
viviente puede aparecer justo en su presencia" (Salmo CXLII, 2) sino a trueque de
aceptar que no es capaz de serlo, "a fin de que nadie se gloríe" (I Cor. III, 21), y para que sea para El toda la gloria de
nuestra justificación, sin lo cual el misterio de la Redención no tendría
sentido. En el fondo no hay aquí sino el problema de la humildad verdadera, que
es la excavación necesaria para que pueda asentarse el cimiento, que es la fe.
Ya
que en vano pretenderíamos no estar en deuda, resignémonos, pues, a ese
constante papel de perdonados, sin pretender nunca "quedar bien" con
El, como se hace con el mundo, pues tal era el papel del fariseo que Jesús
reprobó (Luc. XVIII, 9 ss; cfr. Luc. X, 29). “Somos, Señor, reos que confiesan.
Sabemos que si no perdonases, condenarías con razón (cf. Salmo L, 6).
Perdónanos, pues, sin mérito, te lo rogamos, ya que de la nada nos sacaste para
que te rogásemos” (San Agustín).
III
Vemos
así que el que se gloría no está en la verdad. El hombre bíblico tiene este
principio absoluto, una norma simplísima e inapreciable para formarse criterio,
ya se trate de individuos o de instituciones: todo lo que se elogia a sí mismo
muestra por ese solo hecho que se engaña (Gál. VI, 3) o que nos engaña (Luc.
XVIII, 19: Juan II, 24). Todo lo humano está siempre muy por debajo de lo que debiera ser,
por lo cual la actitud lógica delante de Dios es siempre la contrición (Luc. XIII, 1 ss: XVIII, 9-14), tanto
individual cuanto colectiva (Lam. III,
42), la cual no obsta, por cierto, a la más filial confianza, por lo
mismo que no se funda en derecho propio, sino en la dignación del divino Padre
(Salmo XCIII, 18), para quien
debe ser toda la gloria (Salmo CXIII b,
1; CXLVIII, 13).
Gloria en Cristo tendremos cuanta queramos,
recibiéndola de su plenitud (Juan I, 16).
Pero ¡cuidado con la gloria de virtudes propias! Pues en cuanto pretendemos que
vamos a ser buenos y se lo prometemos como Pedro, le negamos como él, al poco
rato (Juan XIII, 38).
Resignarse
a saberse malo, para poder ser bueno: paradoja inmensa, básica, que es la llave
de todo el Evangelio, y sin la cual no entenderemos nada. Lo que nos impide
vivir así delante del Omnipotente como el niño delante de su madre, es la falsa
espiritualidad sin Evangelio, es el móvil egoísta que no raras veces se
disfraza de piedad (II Tim. III, 5), queriendo evitar el infierno y ganar el
cielo a toda costa, como si la salvación fuese exclusivamente obra nuestra y no
la obra del amor del Padre y del Hijo, y como si el premio de las buenas obras
no se diese por el amor con que están hechas (I Cor. XIII, 1 ss). Cuando no
busquemos nuestro negocio sino que estudiemos a Cristo para conocerlo,
admirarlo, y amarlo, entonces El nos hará llenarnos de obras, de esas que no se
quemarán cuando El venga (I Cor. III, 14).
El que de veras quiere ser
bueno según la enseñanza de Jesús,
ha de renunciar al mérito y a la satisfacción de serlo, y reconocerse siervo
inútil (Luc. XVII, 10), porque
nadie es bueno, sino sólo Dios (Mat.
XIX, 17). Por eso Santa Teresa
de Lisieux quería dilapidar cada día toda ganancia espiritual para estar
siempre vacía, como un mendigo delante de Aquel que se complace en llevarnos
gratis (Salmo LXXX, 11) y que como enseña María, hace grandeza en lo que somos
nada (Luc. I, 48 s.). Pero ¿cómo podremos creer esto si no nos familiarizamos
con el Evangelio?
Son cosas demasiado
contrarias al criterio humano y comercial del mundo para que podamos
descubrirlas en nosotros mismos. El que sólo piensa en los numerosos preceptos
de la Ley de Moisés (Ex. XX, 1-7) no puede entender el
mensaje nuevo de Jesús, pues
toda la doctrina de S. Pablo
enseña terminantemente que en Cristo
ya no estamos bajo esa Ley (Rom. VI, 14)
y que es insensato querer volver a tal Ley como lo fueron todos los que
pretendieron salvarse por ella, pues ella no es capaz de salvar a nadie (Gál. III, 11). Y no sólo caeríamos entonces en las faltas que pretendemos evitar, sino
que al pretender cultivar virtudes por propia cuenta, cultivaríamos el
fariseísmo, mucho más odioso a Cristo que todos los pecados.
La
educación farisaica es la doctrina de la suficiencia humana, que olvida la
necesidad de la gracia; no sólo es funesta para el soberbio que se cree bueno,
sino también para el tímido y aún para todo humilde que se sabe malo, pues éste
sentirá que para arrepentirse tiene que mover una montaña, y no comprenderá que
si al enemigo que huye se le da puente de plata, al enemigo que vuelve se le da
puente de oro. Si un padre ve que su hijo ausente empieza a pensar en volver,
¿querrá acaso presentarle la empresa como difícil o, al contrario, temblará de
miedo de que se desanime y no regrese al hogar? ¿No es esto último lo que
enseña Dios al mostrarse como el Padre que se anticipa al encuentro del hijo
pródigo? (Luc. XV, 20).
IV
La
Bondad de Dios, siendo perfecta, no puede ser condescendencia, sino perdón. La
bondad de los hombres sí está a menudo en condescender, renunciando a la
voluntad propia por ceder a la ajena (Mat. V, 41). Pero si Dios renunciara a su
voluntad, —que quiere siempre nuestro verdadero bien con una sabiduría tan
infinita, como es su amor- por condescender con los caídos hijos de Adán, sería
como reconocer que El había estado equivocado. ¡Y luego lloraríamos con
lágrimas de sangre nuestro horrible triunfo sobre El!
Por
dicha nuestra la voluntad amorosa del Padre se realiza en nosotros tan
implacablemente como cuando un padre arranca a su hijo un arma con que iba a
lastimarse, y su condescendencia consiste en perdonamos tantos errores y culpas
y sobre todo en darnos su Espíritu (Salmo L, 13) que nos hace comprender, amar
y agradecer, humillados, la suavísima firmeza de esa voluntad divinamente
generosa, contra la cual se alza siempre al principio la mezquina insensatez de
nuestra carne. ¿Qué mayor luz y fuerza psicoanalítica para traer al campo de la
conciencia lo que nos desconcertaba, ocultándose en lo subconsciente?
La Biblia al descubrirnos
así los repliegues y las fallas tanto en nuestro hombre corporal o físico (Gál. V, 16-23) cuanto en nuestro
hombre psíquico, según lo llama literalmente San Pablo en I Cor. II, 24,
nos hace alcanzar al hombre espiritual o “pneumático” (I Cor. II, 10), que sirve a Dios sin la ley (Gál. V, 18) porque su móvil es el amor
(ibid. 22). ¿Puede darse un
ideal y un fruto más elevado y positivo de psicoanálisis?
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