Artículo
del Cardenal Gerhard L. Müller
publicado
En Nuova Bussola Quotidiana
“Hoy existe una gran
confusión al hablar de Lutero y es necesario decir claramente que, desde el
punto de vista de la dogmática y de la doctrina de la Iglesia, no se trató de
una reforma, sino una revolución, es decir un cambio total de los fundamentos
de la fe católica. No es realista argumentar que su intención era luchar contra
algunos abusos en relación con las indulgencias o los pecados de Iglesia del
renacimiento. Los abusos y las malas acciones siempre han existido en la
Iglesia, no solo en el renacimiento, y hoy siguen existiendo. La Iglesia es santa
por la gracia de Dios y los sacramentos, pero todos los hombres de la Iglesia
somos pecadores y todos necesitamos el perdón, el arrepentimiento y la
penitencia.
Esta distinción es muy
importante. En el libro escrito por Lutero en 1520, De captivitate babylonica Ecclesiae (La
cautividad babilónica de la Iglesia), queda absolutamente claro que Lutero había dejado atrás todos los principios de
la fe católica, la Sagrada Escritura, la Tradición apostólica y el Magisterio del
Papa, de los Concilios y de los obispos. En este sentido, malinterpretaba el
concepto de desarrollo homogéneo de la doctrina cristiana, que ya se había
explicado en la Edad Media, y llegó a negar el sacramento como un signo eficaz
de la gracia que contiene y sustituyó esta eficacia objetiva de los sacramentos
por una fe subjetiva. Lutero abolió cinco sacramentos y también negó la Eucaristía:
el carácter sacrificial del sacramento de la Eucaristía y la conversión real de
la sustancia del pan y el vino en la sustancia del Cuerpo y la Sangre de
Jesucristo. Asimismo, definió el sacramento del orden como una invención del Papa —a quien denominaba el
Anticristo— en lugar de como una parte de la Iglesia de
Jesucristo. En cambio, nosotros defendemos que la jerarquía sacramental, en
comunión con el sucesor de Pedro, es un elemento esencial de la Iglesia
Católica y no solo un elemento de una organización humana.
Por esta razón, no podemos aceptar que la reforma
de Lutero se defina como una reforma de la Iglesia en el sentido católico.
Es católica una reforma que consiste en una renovación de la fe vivida en la
gracia, la renovación de las costumbres y la ética, la renovación espiritual y
moral de los cristianos; no una nueva fundación, una nueva Iglesia.
Por lo tanto, es inaceptable que se afirme que
la reforma de Lutero “fue un acontecimiento del Espíritu Santo". Es lo
contrario, se produjo contra el Espíritu Santo. Porque el
Espíritu Santo ayuda a la Iglesia a preservar su continuidad a través del
magisterio de la Iglesia, sobre todo en el servicio del ministerio petrino:
solo sobre Pedro estableció Jesús su Iglesia (Mt 16,18), que es “la Iglesia del
Dios vivo, columna y fundamento de la verdad “(1 Tim 3,15). El Espíritu Santo
no se contradice a sí mismo.
Se oyen muchas voces que
hablan con demasiado
entusiasmo sobre Lutero, sin conocer bien su teología, su
polémica y los efectos desastrosos de este movimiento que causó la destrucción
de la unidad de millones de cristianos con la Iglesia Católica. Podemos evaluar
positivamente su buena voluntad, la lúcida explicación de los misterios de la
fe común, pero no sus declaraciones en contra de la fe católica, especialmente
con respecto a los sacramentos y la estructura jerárquica apostólica de la
Iglesia.
No es correcto afirmar que
Lutero inicialmente tenía buenas intenciones, queriendo decir que fue la rígida actitud de la Iglesia la que lo empujó
por el camino equivocado. No es cierto: Lutero luchaba contra
la venta de indulgencias, pero el objetivo no era la indulgencia como tal, sino
como un elemento del sacramento de la penitencia.
Tampoco es cierto que
la Iglesia rechazara el diálogo: Lutero tuvo primero un debate con Juan Eck y, a continuación, el
Papa envió como legado al cardenal Cayetano para hablar con él. Se puede
discutir sobre las formas de actuar, pero cuando se trata de la sustancia de la
doctrina, hay que afirmar que la autoridad de la Iglesia no cometió ningún error. De lo
contrario tendríamos que aceptar que la Iglesia ha enseñado errores en la fe
durante mil años, cuando sabemos —y esto es un elemento esencial de la
doctrina— que la Iglesia no puede errar en la transmisión de la salvación en los
sacramentos.
No se deben confundir los
errores personales, los pecados de las personas que forman parte de la Iglesia
con los errores en la doctrina y los sacramentos. Quien confunde estas dos
cosas en realidad cree que la Iglesia no es más que una organización creada por
hombres y niega el principio de que fue el mismo Jesús quien fundó su Iglesia y
la protege para que transmita la fe y la gracia en los sacramentos a través del
Espíritu Santo. La Iglesia de Cristo no es una organización meramente
humana: es el Cuerpo de Cristo, donde reside la infalibilidad de los Concilios
y del Papa, en formas precisamente delimitadas. Todos los Concilios hablan de
la infalibilidad del magisterio, al proponer la fe católica. En la confusión de hoy, muchos
han terminado por dar la vuelta a la realidad: creen que el
Papa es infalible cuando habla en privado, pero en cambio, en temas en los que todos
los Papas de la historia han enseñado la fe católica, dicen que es falible.
Por supuesto, han pasado
500 años y ya no es el momento de la controversia, sino de la búsqueda de la reconciliación:
pero no a costa de la verdad. No se debe crear confusión. Si
bien debemos ser capaces de descubrir la acción del Espíritu Santo en los
cristianos no católicos de buena voluntad que no hayan cometido personalmente
este pecado de separarse de la Iglesia, no podemos cambiar la historia y lo que
pasó 500 hace años. Una cosa es el deseo de mantener buenas relaciones con los
cristianos no católicos hoy en día, con el fin de caminar hacia la plena
comunión con la jerarquía católica y la aceptación de la tradición apostólica,
según la doctrina católica; otra cosa diferente es comprender mal o falsificar lo que sucedió hace 500 años y
las consecuencias desastrosas que tuvo. Unas consecuencias
contrarias a la voluntad de Dios: “Que todos sean uno; como tú, Padre, en mí y
yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú
me has enviado”(Jn 17, 21)".
Cardenal Gerhard L. Müller
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