CELEBRACIÓN
DE LA PALABRA
HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
Estadio
Olímpico de Santo Domingo
Viernes 12 de octubre de 1984
Viernes 12 de octubre de 1984
Queridos hermanos en
el Episcopado,
amados hermanos y hermanas:
1. En este Estadio
Olímpico de Santo Domingo, me reúno con vosotros, hermanos obispos del CELAM y
representantes de otras Conferencias Episcopales. Es hoy una fecha muy
elocuente: el 12 de octubre.
Hace casi 500 años
se iniciaba en estas tierras la obra que Cristo —como acabamos de escuchar en
el Evangelio de Mateo— confió a su Iglesia: la evangelización de todas las
gentes. La preparación de ese centenario es el motivo que nos congrega.
Me alegra, por ello,
que en esta fecha que recuerda el encuentro entre dos mundos, entre el
continente europeo y americano, pueda el Papa reunirse con los Episcopados de
la Iglesia que trajo la evangelización y de aquella que la recibió, realizando
así una sola y misma Iglesia: la de Cristo.
¡Con cuánto gozo
saludo hoy a esta Iglesia evangelizadora y evangelizada, que en un gran impulso
de creatividad y juventud ha logrado que casi la mitad de todos los católicos
estén en América Latina! De esa juventud apostólica, llena de esperanza, quiere
ser hoy testimonio la multitud de jóvenes que nos acompañan en
este estadio. En ellos veo representada a la juventud cristiana del continente:
¡Salve, Iglesia joven, esperanza de América Latina!
I. Tras las huellas
de los evangelizadores
1. La Providencia me
trae una vez más a tierras de América, a este que fue llamado el Nuevo Mundo.
Ya en el primer
viaje apostólico de mi pontificado dije que quería pasar por Santo Domingo,
“siguiendo la ruta que, al momento del descubrimiento del continente, trazaron
los primeros evangelizadores” (Discurso al presidente de la República
Dominicana, 25 de enero de 1979: Insegnamenti di Giovanni Paolo II,
II (1979) 124).
Por su parte, el
Episcopado latinoamericano, en el Documento de Puebla, tuvo presente el evento
de los 500 años de la evangelización y el reto que suponía para la Iglesia en
este continente («Evangelización y religiosidad popular», Puebla ,
II cap. II, 3. 3).
También durante el
viaje apostólico a España, indiqué en Zaragoza que el V centenario del
descubrimiento y evangelización de América era un acontecimiento al que la
Iglesia no podía faltar (Ioannis Pauli PP. II, Acto mariano en Zaragoza,
3, 6 de noviembre de 1982: Insegnamenti di Giovanni Paolo II, V, 3
(1982) 1179) .
Pero sobre todo, en
el encuentro que tuve con el CELAM en la catedral de Puerto Príncipe (Haití),
el mes de marzo del pasado año, decía que este centenario debíais celebrarlo
con una “mirada de gratitud a Dios, por la vocación cristiana y católica de
América Latina, y a cuantos fueron instrumentos vivos y activos de la
evangelización. Mirada de fidelidad a vuestro pasado de fe. Mirada hacia los
desafíos del presente y a los esfuerzos que se realizan. Mirada hacia el
futuro, para ver cómo consolidar la obra iniciada”. Obra que debía ser “una
evangelización nueva: nueva en su ardor, en sus métodos, en su expresión” (Alocución
a la asamblea del Celam, III, 9 de marzo de 1983).
En esa misma línea
ha tenido el propósito de moverse el Celam, al subrayar recientemente que la
celebración del centenario “que queremos preparar con años de anticipación,
significa tanto el reconocimiento agradecido a quienes implantaron y
transmitieron la fe en este continente, como el compromiso de mantener y
aumentar esta insigne herencia” (Celam, Mensaje ante los 500 años del
descubrimiento y evangelización de América Latina).
2. Estos son los propósitos
que han inspirado la decisión de preparar adecuadamente el medio milenio de la
evangelización. Son también los que han movido al Papa a traer la solidaridad
de la Iglesia de Roma a estas Iglesias, a impulsar con su presencia dicha
preparación, para que los actos iniciados aquí en la República Dominicana
constituyan en todo el continente el comienzo de una gran campaña de la
fe, articulada en múltiples iniciativas de evangelización nueva, durante la
novena de años que hoy inauguramos.
No podía el papa, sobre
cuyo ministerio eclesial cae en primer lugar el mandato de Cristo de predicar
la fe, dejar de dar su contribución personal a tal tarea, cuando se plantea
para tan amplio sector de la Iglesia —toda América Latina— el propósito de una
evangelización nueva. Una evangelización que continúe y complete la obra de los
primeros evangelizadores.
II. Una mirada
hacia el pasado
1. Para una
mejor autoconciencia. Frente a la problemática y desafíos que la Iglesia
tiene planteados para la evangelización en el momento presente, ella necesita
una lúcida visión de sus orígenes y actuación.
No por mero interés
académico o por nostalgias del pasado, sino para lograr una firme identidad
propia, para alimentarse en la corriente viva de misión y santidad que impulsó
su camino, para comprender mejor los problemas del presente y proyectarse más
realísticamente hacia el futuro.
No cabe duda que esa
exacta autoconciencia es prueba de madurez eclesial. Y si es verdad que de ello
la Iglesia sacará motivos de conversión y mayor fidelidad al Evangelio, también
podrá deducir tantas lecciones y aliento ante los problemas que encuentra su
misión salvadora en cada momento de la historia.
2. Carácter
providencial del descubrimiento y evangelización de América. La encíclica
del Papa León XIII, al concluir el IV centenario de la gesta colombina, habla
de los designios de la Divina Providencia que han guiado el “hecho de por sí
más grande y maravilloso entre los hechos humanos”, y que con la predicación de
la fe hicieron pasar una inmensa multitud “a las esperanzas de la vida eterna”
(Leonis XIII, Epist., die 16 iul. 1892).
En el aspecto
humano, la llegada de los descubridores a Guanahani significaba una fantástica
ampliación de fronteras de la humanidad, el mutuo hallazgo de dos mundos, la
aparición de la Ecumene entera ante los ojos del hombre, el principio de la
historia universal en su proceso de interacción, con todos sus beneficios y
contradicciones, sus luces y sombras.
En el aspecto
evangelizador, marcaba la puesta en marcha de un despliegue misionero sin
precedentes que, partiendo de la Península Ibérica, daría pronto una nueva
configuración al mapa eclesial. Y lo haría en un momento en que las
convulsiones religiosas en Europa provocaban luchas y visiones parciales, que
necesitaron de nuevas tierras para volcar en ellas la creatividad de la fe.
Era el prorrumpir
vigoroso de la universalidad querida por Cristo, como hemos leído en San Mateo,
para su mensaje. Este, tras el Concilio de Jerusalén penetra en la Ecumene
helenística del Imperio Romano, se confirma en la evangelización de los pueblos
germánicos y eslavos (ahí marcan su influjo Agustín, Benito, Cirilo y Metodio)
y halla su nueva plenitud en el alumbramiento de la cristiandad del Nuevo
Mundo. Con ello “se echan las bases de la cultura latinoamericana y de su real
substrato católico” (Puebla, 412).
3. Pecado y
gracia. Una cierta “leyenda negra”, que marcó durante un tiempo no pocos
estudios historiográficos, concentró prevalentemente la atención sobre aspectos
de violencia y explotación que se dieron en la sociedad civil durante la fase
sucesiva al descubrimiento. Prejuicios políticos, ideológicos y aun religiosos,
han querido también presentar sólo negativamente la historia de la Iglesia en
este continente.
La Iglesia, en lo
que a ella se refiere, quiere acercarse a celebrar este centenario con la
humildad de la verdad, sin triunfalismos ni falsos pudores; solamente mirando a
la verdad, para dar gracias a Dios por los aciertos, y sacar del error motivos
para proyectarse renovada hacia el futuro.
Ella no quiere
desconocer la interdependencia que hubo entre la cruz y la espada en la fase de
la primera penetración misionera. Pero tampoco quiere desconocer que la
expansión de la cristiandad ibérica trajo a los nuevos pueblos el don que
estaba en los orígenes y gestación de Europa —la fe cristiana —con su poder de
humanidad y salvación, de dignidad y fraternidad, de justicia y amor para el
Nuevo Mundo.
Esto provocó el
extraordinario despliegue misionero, desde la transparencia e incisividad de la
fe cristiana, en los diversos pueblos y etnias, culturas y lenguas indígenas.
Los hombres y
pueblos del nuevo mestizaje americano, fueron engendrados también por la
novedad de la fe cristiana. Y en el rostro de Nuestra Señora de Guadalupe está
simbolizada la potencia y arraigo de esa primera evangelización.
Pero a pesar de la
excesiva cercanía o confusión entre las esferas laica y religiosa propias de
aquella época, no hubo identificación o sometimiento, y la voz de la Iglesia se
elevó desde el primer momento contra el pecado.
En el seno de una
sociedad propensa a ver los beneficios materiales que podía lograr con la esclavitud
o explotación de los indios, surge la protesta inequívoca desde la conciencia
crítica del Evangelio, que denuncia la inobservancia de las exigencias de
dignidad y fraternidad humanas, fundadas en la creación y en la filiación
divina de todos los hombres. ¡Cuántos no fueron los misioneros y obispos que
lucharon por la justicia y contra los abusos de conquistadores y encomenderos!
Son bien conocidos los nombres de Antonio Montesinos, Bartolomé de Las Casas,
Juan de Zumárraga, Vasco de Quiroga, Juan del Valle, Julián Garcés, José de
Anchieta, José de Acosta, Manuel de Nóbrega, Roque González, Toribio de
Mogrovejo y tantos otros.
Con ello la Iglesia,
frente al pecado de los hombres, incluso de sus hijos, trató de poner entonces
—como en las otras épocas— gracia de conversión, esperanza de salvación,
solidaridad con el desamparado, esfuerzo de liberación integral.
4. Evangelización
y promoción humana. Pero la labor evangelizadora, en su incidencia social,
no se limitó a la denuncia del pecado de los hombres.
Ella suscitó asimismo un
vasto debate teológico-jurídico, que con Francisco de Vitoria y su escuela de
Salamanca analizó a fondo los aspectos éticos de la conquista y colonización.
Esto provocó la publicación de leyes de tutela de los indios e hizo nacer los
grandes principios del derecho internacional de gentes.
Por su parte, en la
labor cotidiana de inmediato contacto con la población evangelizada, los
misioneros formaban pueblos, construían casas e iglesias, llevaban el agua,
enseñaban a cultivar la tierra, introducían nuevos cultivos, distribuían
animales y herramientas de trabajo, abrían hospitales, difundían las artes,
como la escultura, pintura, orfebrería, enseñaban nuevos oficios, etc.
Cerca de cada
iglesia, como preocupación prioritaria, surgía la escuela para formar a los
niños. De esos esfuerzos de elevación humana quedan páginas abundantes en las
crónicas de Mendieta, Grijalva, Motolinía, Remesal y otros. ¡Con qué
satisfacción consignan que un solo obispo podía ufanarse de tener unas 500
escuelas en su diócesis!
No menor interés por
procurar la promoción humana en las tierras evangelizadas se nota en grandes
figuras misioneras, como el Padre Kino, Fray Junípero Serra, el Beato Roque
González, Antonio Vieira, que tanto hicieron por elevar el nivel humano de sus
nuevas comunidades cristianas.
Al mismo tiempo se
van iniciando amplias experiencias colectivas de crecimiento en humanidad y de
implantación más profunda del cristianismo, en formas nuevas de vida y
sociabilidad más dignas del hombre. Tales fueron los “pueblos hospitales” del
obispo Vasco de Quiroga, las reducciones o colonias misioneras de los
franciscanos, las extraordinarias reducciones de los jesuitas en el Paraguay, y
tantas otras obras de caridad y misericordia, de instrucción y cultura.
En ese aspecto
cultural los evangelizadores hubieron de inventar métodos de catequesis que no
existían, tuvieron que crear las “escuelas de la doctrina”, instruir a niños
catequistas, para superar las barreras de las lenguas. Sobre todo hubo que
preparar catecismos ilustrados que explicaran la fe, componer gramáticas y
vocabularios, usar los recursos de la palabra y del testimonio, de las artes, danzas
y música, de las representaciones teatrales y escenificaciones de la pasión. En
ese campo destacaron figuras de buenos pedagogos como Fray Pedro de Gante y
otros.
Testimonio parcial
de esa actividad son —en el sólo período de 1524 a 1572— las 109 obras de
bibliografía indígena que se conservan, además de otras muchas perdidas o no
impresas: se trata de vocabularios, sermones, catecismos, libros de piedad y de
otro tipo. Son valiosísimos aportes culturales de los misioneros, que
testimonian su dominio de numerosas lenguas indígenas, sus conocimientos
etnológicos e históricos, botánicos y geográficos, biológicos y astronómicos,
adquiridos en función de su misión. Testimonio también de que,
después del choque inicial de culturas, la evangelización supo asumir e
inspirar las culturas indígenas.
Los mismos concilios y
sínodos locales contienen a veces, junto con sus prescripciones de carácter
eclesial, interesantes cláusulas de tipo cultural y de promoción humana.
Una obra
evangelizadora y promocional que ha querido continuar hasta nuestros días, a
través de la educación en las escuelas y universidades, con tantas iniciativas
sociales de hombres y mujeres imbuidos del ideal evangélico. Ellos tuvieron
desde el principio una clara conciencia —válida siempre— de
su misión: que el evangelizador ha de elevar al hombre, dándole
ante todo la fe, la salvación en Cristo, los medios e instrucción para
lograrla. Porque pobre es quien carece de recursos materiales, pero más aún
quien desconoce el camino que Dios le marca, quien no tiene su filiación
adoptiva, quien ignora la senda moral que conduce al feliz destino eterno al
que Dios llama al hombre.
5. Un
continente marcado por la fe católica. Un dato consignado por la historia
es que la primera evangelización marcó esencialmente la identidad
histórico-cultural de América Latina (Puebla, 412). Prueba de ello es
que la fe católica no fue desarraigada del corazón de sus pueblos, a pesar del
vacío pastoral creado en el período de la independencia o del hostigamiento y
persecuciones posteriores.
Ese substrato
cultural católico se manifiesta en la plena vivencia de la fe, en la sabiduría
vital ante los grandes interrogantes de la existencia, en sus formas barrocas
de religiosidad, de profundo contenido trinitario, de devoción a la pasión de
Cristo y a María. Aspectos a tener muy presentes, también en una evangelización
renovada.
Un común substrato
de matriz católica, de fe común a los diversos pueblos, que demostró ya su
consistencia en la capacidad de asimilar desde dentro la reforma postridentina,
la renovación del Concilio Vaticano II y los impulsos madurados en Medellín y
Puebla.
Un substrato que
alcanzó cotas de santidad admirables en figuras tan ejemplares y cercanas a su
pueblo como Toribio de Mogrovejo, Rosa de Lima, Martín de Porres, Juan Macías,
Pedro Claver, Francisco Solano, Luis Beltrán, José de Anchieta, Marianita de
Quito, Roque González, Pedro de Bethancur, el Hermano Miguel Febres Cordero y
otros.
Un substrato con su
innegable vitalidad y juventud actual; que busca formas eficaces de inserción
en la sociedad de hoy; que aguarda una evangelización renovada y esperanzada,
para revitalizar la propia riqueza de fe y suscitar vigorosas energías de
profunda raíz cristiana; para que sea capaz de construir una nueva América
Latina confirmada en su vocación cristiana, libre y fraterna, justa
y pacífica, fiel a Cristo y al hombre latinoamericano.
III. Una mirada
hacia el futuro: el continente de la esperanza
1. Los retos
del momento: Al contemplar el panorama que se abre a la nueva
evangelización, no es posible desconocer los desafíos que esa labor ha de
enfrentar.
La escasez de
ministros cualificados para tal misión, pone el primero y quizá mayor
obstáculo.
La secularización de
la sociedad, ante la necesidad de vivir los valores radicalmente cristianos,
plantea otra seria limitación.
Las cortapisas
puestas a veces a la libre profesión de la fe son, por desgracia, hechos
comprobables en diversos lugares.
El antitestimonio de
ciertos cristianos incoherentes o las divisiones eclesiales crean evidente
escándalo en la comunidad cristiana.
El clamor por una
urgente justicia, demasiado largamente esperada, se eleva desde una sociedad
que busca la debida dignidad.
La corrupción en la
vida pública, los conflictos armados, los ingentes gastos para preparar muerte
y no progreso, la falta de sentido ético en tantos campos, siembran cansancio y
rompen ilusiones de un mejor futuro.
A todo ello se
añaden las insolidaridades entre naciones, un comportamiento no correcto en las
relaciones internacionales y en los intercambios comerciales, que crean nuevos
desequilibrios. Y ahora se presenta el grave problema de la deuda externa de
los países del Tercer Mundo, en particular de América Latina.
Este fenómeno puede
crear condiciones de indefinida paralización social y puede condenar naciones
enteras a una permanente deuda de serias repercusiones, engendradora de estable
subdesarrollo. A este propósito vienen a mi mente las palabras que pronuncié
durante mi viaje apostólico a Suiza: “También el mundo financiero es un mundo
humano, nuestro mundo, que está sujeto a la conciencia de todos nosotros;
también aquí valen los principios éticos” (Ioannis Pauli PP. II, Homilia
ad Missam in urbe «Flüeli» habita, 6, die 14 iun. 1984: Insegnamenti
di Giovanni Paolo II, Vii, 1 (1984) 1762).
Ante estos retos,
hay muchos problemas que escapan a la posibilidad de acción y a la misión de la
Iglesia. Es, sin embargo, necesario que ella redoble su esfuerzo, para hacer
presente a Cristo Salvador, para cambiar corazones mediante una
evangelización renovada, que sea fuente de vitalidad cristiana y de esperanza.
2. América
Latina: desde tu fidelidad a Cristo, ¡resiste a quienes quieren ahogar tu
vocación de esperanza!;
—la tentación de
quienes quieren olvidar tu innegable vocación cristiana y los
valores que la plasman, para buscar modelos sociales que prescinden de ella o
la contradicen;
—la tentación de
lo que puede debilitar la comunión en la Iglesia como sacramento de
unidad y salvación; sea de quienes ideologizan la fe o pretenden construir una
“Iglesia popular” que no es la de Cristo, sea de quienes promueven la
difusión de sectas religiosas que poco tienen que ver con los
verdaderos contenidos de la fe;
—la tentación
anticristiana de los violentos que desesperan del diálogo y de la
reconciliación, y que sustituyen las soluciones políticas por el poder de las
armas, o de la opresión ideológica;
—la seducción de
las ideologías que pretenden sustituir la visión cristiana con los
ídolos del poder y la violencia, de la riqueza y del placer;
—la corrupción de
la vida pública o de los mercantes de droga y de pornografía, que van
carcomiendo la fibra moral, la resistencia y esperanza de los pueblos;
—la acción de los
agentes del neomaltusianismo que quieren imponer un nuevo colonialismo
a los pueblos latinoamericanos; ahogando su potencia de vida con las prácticas
contraceptivas, la esterilización, la liberalización del aborto, y disgregando
la unidad, estabilidad y fecundidad de la familia;
—el egoísmo de
los “satisfechos” que se aferran a un presente privilegiado de
minorías opulentas, mientras vastos sectores populares soportan difíciles y
hasta dramáticas condiciones de vida, en situaciones de miseria, de marginación,
de opresión;
—las
interferencias de potencias extranjeras, que siguen sus propios intereses
económicos, de bloque o ideológicos, y reducen a los pueblos a campo de
maniobras al servicio de sus propias estrategias.
3. América
Latina, fiel a Cristo, ¡aumenta y realiza tu esperanza! He aquí
algunas metas para este momento tuyo:
—esperanza de una
Iglesia, que firmemente unida a sus obispos —con sus sacerdotes, religiosos y
religiosas al frente —se concentra intensamente en su misión evangelizadora y
que lleva a los fieles a la savia vital de la Palabra de Cristo y a las fuentes
de gracia de los sacramentos;
—esperanza de
ulterior crecimiento de vocaciones sacerdotales y religiosas, para
llevar a cabo la nueva evangelización de los pueblos latinoamericanos, a partir
del rico patrimonio de verdades sobre Cristo, sobre la Iglesia y sobre el
hombre, que proclamó Puebla;
—esperanza de una
Iglesia fuertemente empeñada en una sistemática catequesis, que
complete en los fieles la evangelización recibida;
—esperanza de los
jóvenes, que plenamente acogidos y alimentados en su espíritu, dé a la
Iglesia, en un continente de jóvenes, horizontes de vigor nuevo en su fidelidad
a Dios y al hombre por El;
—esperanza de un
laicado consciente y responsable, comprometido en su misión eclesial y de
ordenación del mundo según Dios;
—esperanza de
reconciliación entre los pueblos hermanos, desterrando guerras y
violencias; para reconocerse en la unidad de una gran patria
latinoamericana, libre y próspera, fundada en un común substrato cultural y
religioso;
—esperanza de
grupos étnicos que quieren mantener su identidad y cultura peculiar,
sin renunciar a la común solidaridad y progreso, y que necesitan una más plena
evangelización;
—esperanza del
movimiento de los trabajadores que luchan por más dignas condiciones
de vida y de trabajo; de los sectores intelectuales que
reencuentran los valores éticos y culturales de su pueblo para servirlos y
promoverlos; de los científicos y tecnólogos que quieren
ordenar los recursos del saber a la elevación y progreso de América Latina.
4. Hacia la
civilización del amor. El próximo centenario del descubrimiento y de la
primera evangelización nos convoca pues a una nueva evangelización de América
Latina, que despliegue con más vigor —como la de los orígenes —un potencial
de santidad, un gran impulso misionero, una vasta creatividad catequética, una
manifestación fecunda de colegialidad y comunión, un combate evangélico de
dignificación del hombre, para generar, desde el seno de América Latina, un
gran futuro de esperanza.
Este tiene un
nombre: “La civilización del amor”. Ese nombre que ya indicara Pablo VI,
nombre al que yo mismo he repetidamente aludido y que recogiera el Mensaje de
los obispos latinoamericanos en Puebla, es una enorme tarea y responsabilidad.
Una nueva
civilización que está ya inscrita en el mismo nacimiento de América Latina; que
se va gestando entre lágrimas y sufrimientos; que espera la plena manifestación
de la fuerza de libertad y liberación de los hijos de Dios; que realice la
vocación originaria de una América Latina llamada a plasmar —como afirmaba
Pablo VI ya en 1966 —en una “síntesis nueva y genial lo espiritual y lo
temporal, lo antiguo y lo moderno, lo que otros te han dado y tu propia
originalidad”. En síntesis: un testimonio de una “novísima civilización
cristiana” (Pablo VI, Homilía durante la misa de ordenación de
setenta sacerdotes destinados a América Latina, 3 de julio de 1966).
IV. Conclusión
Hermanos obispos del
CELAM, jóvenes, dominicanos y latinoamericanos todos:
Estas son las metas
hacia las que invito a la Iglesia en Latinoamérica como preparación al
centenario, que ha de ser el centenario de la fe rejuvenecida.
Con la fuerza de la
cruz que hoy es entregada
a los obispos de cada nación; con la antorcha de Cristo en tus manos llenas de
amor al hombre, parte, Iglesia de la nueva evangelización. Así
podrás crear una nueva alborada eclesial. Y todos glorificaremos al
Señor de la Verdad con la plegaria que recitaban al alba los navegantes de
Colón:
“Bendita sea la luz
y la Santa Veracruz
y el Señor de la
Verdad
y la Santa Trinidad.
Bendita sea el alba
y el Señor que nos la
manda.
Bendito sea el día
y el Señor que nos lo
envía”. Amén.
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