1.
ESPÍRITU Y VIDA
1.5.-
El ESPIRITU ES EL QUE VIVIFICA
(Juan,
VI, 64)
I
Guardémonos
de seguir un camino legalista, por el cual podríamos incurrir en las tremendas
condenaciones del Señor contra los que imponen cargas pesadas sobre los demás (Mat. XXIII, 4) y cierran con llave
ante los hombres el Reino de los cielos (íbid. 13). Son conductores ciegos, que cuelan un mosquito y se
tragan un camello (íbid. 24);
pagan el diezmo del comino y descuidan lo más importante de la Ley, la
justicia, la misericordia y la fe (íbid.
23). No es con la carne como se
vence a la carne, sino con el espíritu, según lo dice claramente el
Apóstol: "Caminad según el espíritu, y no realizaréis los deseos de la
carne (Gál. V, 16). Y así será hasta el último día, de modo que en vano
pretendería la carne ser eficaz contra la carne.
Esto vuelve a confirmarse
en II Cor. X, 3-4: "Pues aunque estamos en carne no militamos según la carne, ya que las
armas de nuestra milicia no son carnales; mas son poderosas en Dios para
demoler fortalezas”. Y es
porque, como dice el Señor, lo que da vida es el espíritu, "la carne para
nada aprovecha; las palabras que Yo os he dicho son espíritu y vida" (Juan
VI, 64).
La carne es necesariamente
opuesta al espíritu y no hay transacción entre éste y aquélla, pues, como dice Jesús a Nicodemo: "Lo nacido de la carne es carne, lo nacido del
espíritu es espíritu" (Juan
III ,6). La carne es siempre
flaca. Bien lo sabemos por la experiencia en carne propia, y más aún por lo que
dijo Cristo en la hora trágica de Getsemaní: "El espíritu dispuesto está, mas la carne es, débil"
(Mat. XXVI, 41).
II
Lo
que vale ante Dios es el espíritu, "la
carne para nada aprovecha" (Juan VI, 63; Vulg. VI, 64). Hay, pues, que vencer la
carne, dicen de consuno los ascetas y no faltan “sistemas” y “métodos”
para realizarlo. Sin embargo, donde
falta el espíritu no hay victoria sobre la carne; la mejor técnica falla sin
las armas del espíritu, y en vez de convertirse en hombre espiritual, ese que
confía en la técnica corre el peligro de ensoberbecerse y creerse mejor que los
demás, como el fariseo del Templo, que a pesar de sus muchos ayunos y diezmos
perdió la humildad y juzgó de otros.
San
Pablo, quien más que nadie conocía la lucha entre el espíritu y la carne y
confiesa que en su carne no había cosa buena (Rom. VII, 18), nos indica también dónde y cómo podemos alcanzar la
victoria: “gracias a Dios por Jesucristo
nuestro Señor” (Rom. VII, 25),
injertados en el cual formarnos un nuevo ser espiritual y nos despojamos del
hombre viejo (Rom. caps. VI-VIII).
Para
llegar a tan feliz estado el Apóstol de los gentiles nos exhorta a recurrir a
la Palabra de Dios, la cual para él es “la espada del espíritu”
(Ef. VI, 17). El mismo Jesús nos señala esa palabra como formadora del espíritu
que vence a la carne, pues “el que
escucha mi palabra y cree en Aquel que me envió, tiene vida eterna” (Juan
V, 24), o sea, está bajo
la ley del espíritu y deja de ser esclavo de los apetitos carnales; “porque la Palabra de Dios es viva y eficaz
y más tajante que cualquiera espada de dos filos, y penetra hasta dividir alma
de espíritu, coyuntura de tuétanos y discierne entre los afectos del corazón y
los pensamientos” (Hebr. IV, 12).
De ahí que lo que debe
enseñarse para transformar esencialmente los espíritus es la palabra divina, la
cual nos capacita para conocer a Dios y tener vida eterna, pues en esto
consiste la vida eterna, en conocer a Dios y a su Hijo y Enviado Jesucristo (Juan XVII, 3).
Esta palabra de Jesús irradia nueva luz sobre nuestro
tema. La vida eterna consiste en conocer a Dios, y el conocimiento viene
"del oír" (Rom. X, 17),
o sea de la palabra. Así por medio de la Palabra de Dios subimos por los
peldaños de la espiritualidad.
Cada
nueva noción sobre Dios que descubrimos en la Sagrada Escritura, nos
perfecciona en la espiritualidad, acrecienta nuestro conocimiento de Dios y
aumenta nuestra devoción al Padre. Esta devoción al Padre "fué la de
Jesús" (Mons. Guerry), y debe volverse nuestra si queremos ser sus discípulos.
No seamos temerosos de hablar con El y mostrarle nuestra desnudez. ¿Con quién
podríamos tener mayor intimidad? Jesús, nuestro Mediador (Juan XIV, 6: Hech.
IV, 12; I Tim. II, 5) nos confirma mil veces este carácter paternal de Dios que
nos anima a tener confianza incondicional en Su Palabra.
III
Puesto que el recto
espíritu viene del conocimiento y éste de la palabra, se sigue que la
tarea primordial del predicador y catequista es difundir la divina palabra.
No hemos de limitarnos a presentar a Cristo
como a un personaje importante que hubiese venido a traer a la humanidad
progresos en el orden temporal, con respecto al paganismo antiguo, en la
condición de las mujeres y los niños, etc. Cristo es ante todo el Enviado de su Padre, a quien El mismo adora, y de
quien no puede ser separado porque habla de El continuamente.
Tampoco
podemos renunciar a la espiritualidad del Antiguo Testamento: pues
Cristo es el Mesías prometido por los antiguos profetas de Israel, y por lo
tanto, si de veras querernos comprenderlo, hemos de conocer las profecías y
figuras de Cristo en el Antiguo Testamento, ya que el cristianismo no ha sido
preparado por lo que se llama cultura clásica grecorromana, que no es sino
paganismo humanista. Cristo ha venido a
mostrar y a dar la vida eterna, y no a arraigarnos en este mundo pasajero con
un ideal de felicidad temporal. El es quien enseña que ésta no existirá nunca
en el mundo, pues la cizaña estará siempre mezclada con el trigo hasta que El
venga, y los últimos tiempos serán los peores. Hemos, pues, de guardarnos de
tomar a Jesús como un simple
pensador o sociólogo que hubiese querido, como los demás, mejorar la condición
de este mundo.
Claro está que el mundo no
aguanta la espiritualidad auténtica que viene de la Palabra de Dios. En nuestra traducción del Nuevo Testamento
según el texto original, vertimos el pasaje de Juan XXI, 25 de la siguiente
manera: "Jesús hizo también muchas
otras cosas. Si se quisiera ponerlas por escrito, una por una, creo que el
mundo no bastaría para contener los libros que se podían escribir".
En
vez de "contener" nos parece ahora mejor decir "soportar".
Pues el vocablo griego es usado también en el sentido de comprender (Mat. XIX,
11), entender (íbid. 12), admitir o recibir (II Cor. VII, 2) y caber o dar
cabida. En el texto citado el sujeto no es la palabra que no cabe sino el mundo
que no le daría cabida, es decir, en sentido espiritual, no comprendería, o no
aceptaría esas muchas otras cosas de Jesús, las cuales, según añaden algunas
variantes coincidentes con Juan XX, 30, fueron hechas "ante los discípulos
de El".
Esta
interpretación, que concuerda con lo dicho por el mismo Señor en Juan XVI, 12,
es tanto más plausible cuanto más difícil resultaría atribuir al lenguaje tan
extremadamente sobrio del Evangelio una hipérbole tan desmesurada, como sería
decir que en el mundo entero no cabría materialmente el relato de lo que una
persona hizo en sólo tres años. Además, en tal caso el texto diría "en
todo el mundo". Pero no dice “todo", por lo cual se ve que alude
probablemente al mundo en sentido espiritual, al mundo cuyo príncipe es
Satanás, al mundo que es precisamente un tema especial del Evangelio de S. Juan
(cf. VII, 7; XV, 18 ss, etc.).
Si el mundo aguantara la Palabra
de Dios y el crecimiento espiritual que de ella viene, se vería obligado a
dejar de ser mundo, lo que es contra su naturaleza. Es como decir que el diablo
deje de ser diablo.
Por eso San Pablo no se cansa de estimular a
los fieles a crecer en el conocimiento. Pues en ese conocimiento consiste toda
espiritualidad, y de él se forma el varón perfecto (Ef. IV, 13), "para que ya no seamos niños fluctuantes y
llevados a la deriva por todo el viento de doctrina, al antojo de la humana
malicia y de la astucia que conduce engañosamente al error” (Ef. IV, 14). Cf. Rom. XI, 33; XV, 14; I
Cor. I, 5; XV. 34; II Cor. II, 14; IV, 6; X, 5; Ef. I, 8; Filip. I, 9; III, 8; Col. I, 9; II, 3; III, 10; II Tim.
III, 7; Tit. I, 1; Hebr. X, 26; II Pedro I, 2ss; II, 20; III, 18, etc.
Los Apóstoles sabían por
qué motivo atribuían tanta importancia a la "espada
del espíritu, que es la Palabra de Dios” (Ef. VI, 17). La esgrimían sin cesar, y confiados en ella
consiguieron la victoria sobre un mundo falto de Espíritu; pues “toda la Escritura es divinamente inspirada y
eficaz para enseñar, para convencer, para corregir y para instruir en la
justicia, a fin de que el hombre de Dios sea perfecto y bien provisto para toda
obra buena” (II Tim. III, 16-17).
No hay comentarios:
Publicar un comentario