lunes, 9 de octubre de 2017

Espiritualidad Bíblica 5 - El Espíritu es el que vivifica - Mons. Dr. Juan Straubinger


1.   ESPÍRITU Y VIDA
1.5.- El ESPIRITU ES EL QUE VIVIFICA
(Juan, VI, 64)



I

Guardémonos de seguir un camino legalista, por el cual podríamos incurrir en las tremendas condenaciones del Señor contra los que imponen cargas pesadas sobre los demás (Mat. XXIII, 4) y cierran con llave ante los hombres el Reino de los cielos (íbid. 13). Son conductores ciegos, que cuelan un mosquito y se tragan un camello (íbid. 24); pagan el diezmo del comino y descuidan lo más importante de la Ley, la justicia, la misericordia y la fe (íbid. 23). No es con la carne como se vence a la carne, sino con el espíritu, según lo dice claramente el Apóstol: "Caminad según el espíritu, y no realizaréis los deseos de la carne (Gál. V, 16). Y así será hasta el último día, de modo que en vano pretendería la carne ser eficaz contra la carne.

Esto vuelve a confirmarse en II Cor. X, 3-4: "Pues aunque estamos en carne no militamos según la carne, ya que las armas de nuestra milicia no son carnales; mas son poderosas en Dios para demoler fortalezas”. Y es porque, como dice el Señor, lo que da vida es el espíritu, "la carne para nada aprovecha; las palabras que Yo os he dicho son espíritu y vida" (Juan VI, 64).

La carne es necesariamente opuesta al espíritu y no hay transacción entre éste y aquélla, pues, como dice Jesús a Nicodemo: "Lo nacido de la carne es carne, lo nacido del espíritu es espíritu" (Juan III ,6). La carne es siempre flaca. Bien lo sabemos por la experiencia en carne propia, y más aún por lo que dijo Cristo en la hora trágica de Getsemaní: "El espíritu dispuesto está, mas la carne es, débil" (Mat. XXVI, 41).

II


Lo que vale ante Dios es el espíritu, "la carne para nada aprovecha" (Juan VI, 63; Vulg. VI, 64). Hay, pues, que vencer la carne, dicen de consuno los ascetas y no faltan “sistemas” y “métodos” para realizarlo. Sin embargo, donde falta el espíritu no hay victoria sobre la carne; la mejor técnica falla sin las armas del espíritu, y en vez de convertirse en hombre espiritual, ese que confía en la técnica corre el peligro de ensoberbecerse y creerse mejor que los demás, como el fariseo del Templo, que a pesar de sus muchos ayunos y diezmos perdió la humildad y juzgó de otros.

San Pablo, quien más que nadie conocía la lucha entre el espíritu y la carne y confiesa que en su carne no había cosa buena (Rom. VII, 18), nos indica también dónde y cómo podemos alcanzar la victoria: “gracias a Dios por Jesucristo nuestro Señor” (Rom. VII, 25), injertados en el cual formarnos un nuevo ser espiritual y nos despojamos del hombre viejo (Rom. caps. VI-VIII).

Para llegar a tan feliz estado el Apóstol de los gentiles nos exhorta a recurrir a la Palabra de Dios, la cual para él es “la espada del espíritu” (Ef. VI, 17). El mismo Jesús nos señala esa palabra como formadora del espíritu que vence a la carne, pues “el que escucha mi palabra y cree en Aquel que me envió, tiene vida eterna” (Juan V, 24), o sea, está bajo la ley del espíritu y deja de ser esclavo de los apetitos carnales; “porque la Palabra de Dios es viva y eficaz y más tajante que cualquiera espada de dos filos, y penetra hasta dividir alma de espíritu, coyuntura de tuétanos y discierne entre los afectos del corazón y los pensamientos” (Hebr. IV, 12).

De ahí que lo que debe enseñarse para transformar esencialmente los espíritus es la palabra divina, la cual nos capacita para conocer a Dios y tener vida eterna, pues en esto consiste la vida eterna, en conocer a Dios y a su Hijo y Enviado Jesucristo (Juan XVII, 3).

Esta palabra de Jesús irradia nueva luz sobre nuestro tema. La vida eterna consiste en conocer a Dios, y el conocimiento viene "del oír" (Rom. X, 17), o sea de la palabra. Así por medio de la Palabra de Dios subimos por los peldaños de la espiritualidad.

Cada nueva noción sobre Dios que descubrimos en la Sagrada Escritura, nos perfecciona en la espiritualidad, acrecienta nuestro conocimiento de Dios y aumenta nuestra devoción al Padre. Esta devoción al Padre "fué la de Jesús" (Mons. Guerry), y debe volverse nuestra si queremos ser sus discípulos. No seamos temerosos de hablar con El y mostrarle nuestra desnudez. ¿Con quién podríamos tener mayor intimidad? Jesús, nuestro Mediador (Juan XIV, 6: Hech. IV, 12; I Tim. II, 5) nos confirma mil veces este carácter paternal de Dios que nos anima a tener confianza incondicional en Su Palabra.

III

Puesto que el recto espíritu viene del conocimiento y éste de la palabra, se sigue que la tarea primordial del predicador y catequista es difundir la divina palabra. No hemos de limitarnos a presentar a Cristo como a un personaje importante que hubiese venido a traer a la humanidad progresos en el orden temporal, con respecto al paganismo antiguo, en la condición de las mujeres y los niños, etc. Cristo es ante todo el Enviado de su Padre, a quien El mismo adora, y de quien no puede ser separado porque habla de El continuamente.

Tampoco podemos renunciar a la espiritualidad del Antiguo Testamento: pues Cristo es el Mesías prometido por los antiguos profetas de Israel, y por lo tanto, si de veras querernos comprenderlo, hemos de conocer las profecías y figuras de Cristo en el Antiguo Testamento, ya que el cristianismo no ha sido preparado por lo que se llama cultura clásica grecorromana, que no es sino paganismo humanista. Cristo ha venido a mostrar y a dar la vida eterna, y no a arraigarnos en este mundo pasajero con un ideal de felicidad temporal. El es quien enseña que ésta no existirá nunca en el mundo, pues la cizaña estará siempre mezclada con el trigo hasta que El venga, y los últimos tiempos serán los peores. Hemos, pues, de guardarnos de tomar a Jesús como un simple pensador o sociólogo que hubiese querido, como los demás, mejorar la condición de este mundo.

Claro está que el mundo no aguanta la espiritualidad auténtica que viene de la Palabra de Dios. En nuestra traducción del Nuevo Testamento según el texto original, vertimos el pasaje de Juan XXI, 25 de la siguiente manera: "Jesús hizo también muchas otras cosas. Si se quisiera ponerlas por escrito, una por una, creo que el mundo no bastaría para contener los libros que se podían escribir".

En vez de "contener" nos parece ahora mejor decir "soportar". Pues el vocablo griego es usado también en el sentido de comprender (Mat. XIX, 11), entender (íbid. 12), admitir o recibir (II Cor. VII, 2) y caber o dar cabida. En el texto citado el sujeto no es la palabra que no cabe sino el mundo que no le daría cabida, es decir, en sentido espiritual, no comprendería, o no aceptaría esas muchas otras cosas de Jesús, las cuales, según añaden algunas variantes coincidentes con Juan XX, 30, fueron hechas "ante los discípulos de El".

Esta interpretación, que concuerda con lo dicho por el mismo Señor en Juan XVI, 12, es tanto más plausible cuanto más difícil resultaría atribuir al lenguaje tan extremadamente sobrio del Evangelio una hipérbole tan desmesurada, como sería decir que en el mundo entero no cabría materialmente el relato de lo que una persona hizo en sólo tres años. Además, en tal caso el texto diría "en todo el mundo". Pero no dice “todo", por lo cual se ve que alude probablemente al mundo en sentido espiritual, al mundo cuyo príncipe es Satanás, al mundo que es precisamente un tema especial del Evangelio de S. Juan (cf. VII, 7; XV, 18 ss, etc.).

Si el mundo aguantara la Palabra de Dios y el crecimiento espiritual que de ella viene, se vería obligado a dejar de ser mundo, lo que es contra su naturaleza. Es como decir que el diablo deje de ser diablo.

Por eso San Pablo no se cansa de estimular a los fieles a crecer en el conocimiento. Pues en ese conocimiento consiste toda espiritualidad, y de él se forma el varón perfecto (Ef. IV, 13), "para que ya no seamos niños fluctuantes y llevados a la deriva por todo el viento de doctrina, al antojo de la humana malicia y de la astucia que conduce engañosamente al error” (Ef. IV, 14). Cf. Rom. XI, 33; XV, 14; I Cor. I, 5; XV. 34; II Cor. II, 14; IV, 6; X, 5; Ef. I, 8; Filip. I, 9; III, 8; Col. I, 9; II, 3; III, 10; II Tim. III, 7; Tit. I, 1; Hebr. X, 26; II Pedro I, 2ss; II, 20; III, 18, etc.

Los Apóstoles sabían por qué motivo atribuían tanta importancia a la "espada del espíritu, que es la Palabra de Dios” (Ef. VI, 17). La esgrimían sin cesar, y confiados en ella consiguieron la victoria sobre un mundo falto de Espíritu; pues “toda la Escritura es divinamente inspirada y eficaz para enseñar, para convencer, para corregir y para instruir en la justicia, a fin de que el hombre de Dios sea perfecto y bien provisto para toda obra buena” (II Tim. III, 16-17).


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