El miedo no es sonso
Después de aquella
enfermedad en que temí morirme – y en la cual habiendo leído la vida de Los Tres
Patronos de la Juventud hice el infantil propósito de hacerme cura si sanaba,
cura' jesuita" como San Luis Gonzaga, aunque no sabía lo que era jesuita–
, convalecido ya, me mandaron con mi hermana María a Las Toscas a reponerme.
Los chicos de la ciudad que no han visto más que el naranjo del patio de la
escuela no saben lo que es la chacra de Las Toscas, y los compadezco.
Las Toscas es un
monte chaqueño, el río Las Toscas con su cascadita que desagua en el Paraná
Guazú, la laguna Pipo, el picanillar, los pajonales y junqueras, la doma y los
rodeos, la zafra de la caña dulce, la ralea del maíz, la quemazón para cazar
liebres y cuises, la busca de nidos tordos, la... Pero basta: que no se pueden
contar diez fábulas a la vez y hay que contentarse con una.
Fui un día con
Coleto a baldear en el jagüel del Algarrobo Grande. Por los pastizales
castigados por la seca, crujía carbonizada la yerba bajo el paso de los
caballos, y hasta en el monte comenzaba a secarse. ¡Cómo estarían los animales!
Coleto, atado su rocillo a la lonja cruda del balde volcador, inició con ardor
el vaivén monótono que arrojaba arrobas de aguas limpísimas en la represa y en
los bebederos. Yo entretanto, pueblero haragán, en vez de ofrecerme con mi bayo
para ayudar a tirar agua, estaba tentando, parado sobre la montura, de
agarrarme a la horqueta del Alagarrobo Grande, a ver si podía subir hasta donde
se veía una enredadera de ñanga– pirí, cargada de fruta. Pero era inútil: el
árbol aquel era dificilísimo de subir – liso, derecho, sin ramas– a pesar de mi
práctica, y yo no podía decir como la zorra "están verdes" porque
asomaban entre las hojas las frambuesas bermejas que eran un encanto, yo que
era loco por el ñanga– pirí.
Cuando Coleto llenó
los bebederos y desenganchó a toda prisa para ir a repuntar los animales para
la aguada, todavía estaba yo tenazmente prendido al tronco. "Esperáme un
momento", gritó mi compañero, yo me tumbé al pie del algarrobo y empecé a
mirar arriba lamiéndome los labios.
Un mugido lejano me hizo bajar la cabeza. Me puse la mano en las cejas, miré alrededor y vi que del monte venía la vaca Mocha.
Yo nunca había visto
la Mocha, que siempre andaba disparada de las casas, pero la conocía demasiado
por la fama, que no era buena: una vaca negra, con una sola guampa, muy
cimarrona y arisca, que había abierto por la mitad al Barcino, el mejor perro
de casa... era aquella. Y para mejor venía con cría, doblemente brava entonces.
El animal mugió de nuevo y yo me puse en pie de un salto.
Evidentemente,
aquella vaca quería algo conmigo. Se había parado mirándome, torcida la testa,
con un ojo que parecía una brasa, mostrándome la punta marfilina de su único
pitón. Yo me quise morir. Coleto me había dicho que un hombre a caballo no
tiene miedo de ningún animal vacuno, por bravo que fuese; pero yo no fiaba
tanto como eso de mi baquía de jinete, y además, para montar necesitaba arrimar
el bayo a una zanja y el monstruo unicorne no me iba a dar tiempo, que ya estaba
en marcha de nuevo...
Tronó el tercer
bramido que me sacudió como un terremoto. De tres desesperados saltos estuve,
dejando el caballo, al lado del algarrobo, al que me abracé con el ardor de un
amigo de la infancia. ¿Dije antes que el algarrobo era de imposible trepación,
más recto que la conciencia de un abogado? Pues bien, yo no sé cómo fue y van a
decir que es mentira; pero cuando la Mocha llegó al pie, yo estaba en lo más
alto de la copa del árbol.
La Mocha levantó la
cabeza y me miró como la bruja del cuento, aquella que decía: "Tarán,
Tarán, el que mira para abajo se cae en esta bolsa"; y después me tuvo
lástima, y en vez de voltear el árbol, como yo creí que iba a hacer, se puso a
beber tranquilamente al lado de su gentil becerrito, mugiendo de alegría. A los
mugidos empezaron a aparecer por todos lados vacas pacíficas, tardos bueyes,
novillos, vaquillonas, toretes, el burro y hasta una tropilla ajena al trote
largo, con su padrillo a la cabeza, que hundían golosamente en el precioso
licor cristalino las bocas hasta el pescuezo y bebían a grandes sorbos ávidos,
empujándose amistosamente y mugiendo a coro. Yo empecé a sospechar que me había
asustado de más y que la Mocha se venía solamente a beber, "porque hasta
la más baguala cae al jagüel con la seca", según Martín Fierro, y los más
baguales son precisamente los primeros que caen, cuando tienen hambre. Y
despechado conmigo mismo, me puse a atrancarme a dos manos de ñanga– pirís,
olvidado de que esa fruta silvestre tiene un ligero efecto purgante que, para
los no acostumbrados como yo, no es ligero.
En eso cayó Coleto;
y cuando me vio allá arriba se puso furioso.
– ¿Y tu caballo?
Mi caballo se había
ido, empujado por la tropilla, yo no sabía dónde.
¡Dios, cómo se puso
Coleto entonces!
– ¡Animal! ¡Se ha
ido a la querencia, que es caballo recién comprado, a lo de Tomassone, a tres
leguas de aquí! ¡Pedazo de...! ¿Quién te ha enseñado a dejar sueltos los...?
¡Me recon... centro en...! ¡Te vas a ir a pie... o montado en la vaca Mocha!
¿Dónde se ha visto dos enancados encima de una montura? ¿No decías que no se
podía subir?
– Calláte, Coleto –
le dije yo– , que estas son las cosas que Dios hace, que le pega a uno un susto
grande, para que pueda hacer lo que antes no podía y así pueda llegar a los
ñanga– pirís.
¿Quién me iba a
contar a mí que esta idea rara que se me ocurrió entonces era una gran verdad,
como lo supe después estudiando, y la dijo también Santa Teresa de Jesús?
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