Domingo de la 30ª semana
"NO TENDRÁS DIOSES EXTRAÑOS DELANTE DE MÍ"
El primer precepto de
la ley es que se nos prohíbe adorar si no es al único Dios. Y a esto somos
llevados por cinco razones.
La primera se
desprende de la dignidad de Dios, pues si se la suprime se hace injuria a Dios,
como puede verse por la costumbre de los hombres. En efecto, a toda dignidad se
le debe reverencia. Por lo cual es traidor al rey el que le retira lo que
debería ofrecerle. Y esto hacen algunos con Dios. (Rom 1, 23): Trocaron la
gloria del Dios incorruptible por la semejanza de la imagen del hombre
corruptible. Lo cual desagrada extremadamente a Dios: No doy mi gloria a ningún
otro, ni mi alabanza a los ídolos (Is 42, 8).
Y se debe considerar
que la dignidad de Dios es tal que lo sabe todo. Por lo cual Dios viene del
verbo ver. En efecto, esta es una de las señas de la Divinidad: Anunciadnos lo
por venir para que sepamos así que sois dioses (Is 41, 23). Todas las cosas
están desnudas y manifiestas a sus ojos (Hebr 4, 13). Pues bien, tal dignidad
se la arrebataron los adivinos, contra los cuales dice Isaías (8, 19): ¿Acaso
no consultará el pueblo a su Dios? ¿Se habla a los muertos en favor de los
vivos?
La segunda razón se desprende de su liberalidad. En efecto, todo lo bueno lo tenemos de Dios. Y también esto pertenece a la dignidad de Dios, que es el hacedor y el dador de todos los bienes: Abres tu mano, y sáciense de todo bien (Sal 103, 28). Y esto se incluye en el nombre de Dios, que viene de distribución, o sea, dador de las cosas, porque todo lo sacia con su bondad.
Por lo tanto, harto
ingrato eres sí lo que por Él te ha sido dado no lo reconoces; y aun te
fabricas otro Dios, así como los hijos de Israel sacados de Egipto hicieron un
ídolo: Iré tras de mis amadores (Os 2, 5). Esto ocurre también cuando alguien
pone su esperanza en otro que no sea Dios, o sea, cuando pide auxilio de quien
no sea El: Bienaventurado el varón cuya esperanza es el nombre del Señor (Salmo
39, 5). Dice el Apóstol (Gal 4, 9- 10): Ahora que habéis conocido a Dios, ¿cómo
de nuevo os volvéis a los flacos y pobres elementos...? Observáis los días y
los meses, las estaciones y los años.
La tercera razón se
desprende de la firmeza de la promesa. En efecto, hemos renunciado al diablo, y
prometimos fidelidad a Dios solo; por lo cual no debemos quebrantarla: Si el
que menosprecia la ley de Moisés, sin ninguna misericordia muere sobre la
palabra de dos o tres testigos, ¿de cuánto mayor castigo pensáis que será digno
el que pisotea al Hijo de Dios y reputa por inmunda la sangre de su testamento,
en el cual Él fue santificado, e insulta al Espíritu de la Gracia? (Hebr 10,
28-29). Viviendo el marido será llamada adúltera si se une a otro hombre (Rom 7,
3). Así es que ay de los pecadores que andan en la tierra por dos caminos y que
cojean de dos lados.
La cuarta razón se
toma de lo pesado del yugo del diablo: Serviréis día y noche a dioses extraños,
que no os darán reposo (Jer 16, 13). En efecto, el demonio no se conforma con
un solo pecado, sino que más se esfuerza por llevar a otro. Quien comete
pecado, siervo es del pecado (Juan 8, 34); por lo cual no fácilmente se sale
del pecado. San Gregorio dice: "El pecado que no se deshace por la
penitencia, en seguida arrastra por su peso a otro pecado".
Lo contrario ocurre
con la soberanía divina, porque sus preceptos no son pesados: Pues mi yugo es
suave, y mi carga ligera (Mt 11, 30). En efecto, puede decirse que hace
suficiente el que por Dios trabaja tanto cuanto obró para el pecado: Como
pusisteis vuestros miembros al servicio de la impureza y de la iniquidad para
la iniquidad, así ahora entregad vuestros miembros al servicio de la justicia
para la santidad (Rom 6, 19). Pero de los esclavos del demonio dice la
Sabiduría (5,7): cansados estamos en los caminos de iniquidad y perdición, y
hemos caminado por sendas difíciles. Y Jeremías (9, 5): Penaron para obrar
inicuamente.
La quinta razón se
toma de la inmensidad del premio o recompensa. En efecto, en ninguna otra ley
se prometen tales premios como en la ley de Cristo. En efecto, a los sarracenos
se les prometen ríos de leche y miel, a los judíos la tierra de promisión; pero
a los cristianos la gloria de los ángeles: Serán como ángeles de Dios en el
cielo (Mt 22, 30). Considerando esto, San Pedro dice, en Juan (6, 69): Señor,
¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna.
No hay comentarios:
Publicar un comentario