La liturgia, ¿culto de Dios o del hombre?
Mons. Héctor Aguer
El primer documento
aprobado por el Concilio Vaticano II fue la Constitución Sacrosanctum
Concilium, sobre la sagrada liturgia; fue promulgada el 4 de diciembre de 1963,
cuando concluía la segunda etapa de la gran asamblea, con 2.147 votos
favorables, 4 contrarios, y 1 nulo. Prácticamente, por unanimidad. ¿Por qué,
entonces, surgieron en el posconcilio tantas divisiones, incluso una dolorosa
situación que ha sido considerada cismática? El Concilio se proponía «la
reforma y el fomento de la liturgia» (n. 1). Así se lee en la traducción
castellana. Por reforma se ha vertido el original instauratio.
En las obras de Cicerón, este sustantivo significa instauración, renovación,
repetición; el verbo instaurare equivale a establecer sólidamente,
instaurar, renovar. Según el diccionario de la Real Academia Española (RAE),
son sinónimos establecer, fundar, instituir, y el término latino puede
significar también, restablecer, restaurar. Este último se define reparar,
volver a poner una cosa en el estado o estimación que antes tenía. Reformar,
en cambio, es modificar, enmendar, corregir. Podemos concluir, pues, que la
traducción de instauratio por reforma no es exacta, se
presta a confusión.
La
puesta en práctica de las indicaciones conciliares fue diseñada por un
organismo creado por Pablo VI, el Consilium ad Exsequendam Constitutionem
de Sacra Liturgia, que presidió Mons. Annibale Bugnini. De allí surgió una
profunda reforma de los ritos, especialmente de la Santa Misa; puede decirse
que fue creada otra, distinta de la anterior. ¿Era esto necesario? ¿En qué
medida se cumplió lo prescrito en el n. 23 de Sacrosanctum Concilium: «No
se introduzcan innovaciones si no lo exige una utilidad verdadera y cierta de
la Iglesia, y solo después de haber tenido la precaución de que las nuevas
formas se desarrollen, por decirlo así, orgánicamente (organice) a partir de
las ya existentes»? Se podría discutir sobre este punto. A mi parecer, después
de una experiencia de más de medio siglo, no es arriesgado suponer que el
resultado pudo haber sido otro, y mejor; no es esta una cuestión de mínima
importancia para la vida de la Iglesia. Un solo ejemplo: la multiplicación de
plegarias eucarísticas. Ciertamente, no faltan en ellas innegables valores,
aunque la dicha multiplicidad puede estar indirectamente sugiriendo que la
inventiva podría ser también obra de los celebrantes.
El
insigne teólogo Luis Bouyer ha relatado un episodio significativo. Él era
miembro del Consilium; Mons. Bugnini encargó a los integrantes redactar
ensayos de cánones, como una especie de ejercicio en el período en que estaban
estudiándose las reformas. Cuenta Bouyer que él y Dom Botte, el liturgista
miembro también de dicha comisión, en una trattoria del Trastevere
compusieron un texto que entregaron a Bugnini; éste lo incluyó entre las cuatro
primeras plegarias eucarísticas del nuevo misal: es la Plegaria Eucarística II,
la que emplea la mayoría de los sacerdotes, porque es más breve y puede acortar
en algunos segundos, o quizá unos pocos minutos la duración de la misa. Nuestro
asombro puede compararse al que probablemente experimentaron los autores,
cuando vieron su ensayo integrado en el Misal. Pienso que es un texto conciso y
bello, pero no figura en él la palabra sacrificio; no me parece exagerado
considerar que, con el paso de los años, ha contribuido al oscurecimiento de
esa noción en la mente de los católicos.
Abro
el paraguas antes de que llueva. Desde el día de mi ordenación presbiteral, en
1972, siempre celebré la Eucaristía según el rito que ya estaba
vigente desde no mucho antes; nunca empleé el que hoy día llamamos
«forma extraordinaria del rito romano», providencialmente habilitado por
Benedicto XVI mediante su motu proprio Summorum Pontificum. No sabría
hacerlo, debería estudiarlo cuidadosamente; conservo un vago recuerdo de mi
infancia, como monaguillo.
En
esta nota me propongo confrontar el texto conciliar con la realidad de la
praxis litúrgica, teniendo en cuenta lo que sucede en la Argentina, aunque
seguramente también en muchos otros países. El menoscabo de la auténtica
realidad de la liturgia es un hecho mundial, uno de los signos más graves de la
actual crisis de la Iglesia.
Entre los principios generales, Sacrosanctum Concilium establece: «Que absolutamente nadie (nemo omnino), aunque sea sacerdote, añada (addat), quite (demat) o cambie (mutet) cosa alguna por iniciativa propia en la liturgia» (n. 22 § 3). Esta aspiración, o mejor dicho precepto, no se ha cumplido, ni se cumple. Sin duda, hay muchos sacerdotes que celebran correctamente, pero son muchísimos más aquellos en quienes su propio arbitrio se ha impuesto sobre los términos del rito. De algunas diócesis se puede afirmar que en ellas la liturgia ha quedado devastada. La celebración en aquellos casos no tiene en cuenta lo que la Constitución conciliar recuerda en el n. 26: «Las acciones litúrgicas no son acciones privadas, sino celebraciones de la Iglesia»; esto significa que, por tanto, debe observarse siempre el rito establecido por la misma Iglesia. Falla muchas veces el deber de los pastores, que tienen a su cargo «vigilar para que en la acción litúrgica no sólo se observen las leyes relativas a la celebración válida y lícita, sino también para que los fieles participen en ella consciente, activa y fructuosamente» (SC. 11). A esa participación, sobre todo interior, por la fe y el espíritu de adoración ante el sacrificio eucarístico, se ordena la acción pastoral (SC. 10).
Los
fieles son deseducados por la imposición de formas ajenas a la objetividad del
rito y la intrusión de gestos y actitudes profanas, aplausos, gritos, saltos y
otras lindezas; las misas de niños son fiestitas infantiles. Aun en las
ocasiones más solemnes, como una ordenación episcopal, puede imponerse el ritmo
y el ambiente de una especie de «candombe». El silencio ha desaparecido, a
pesar de que el texto conciliar que vengo glosando, dice: «Guárdese a su debido
tiempo un silencio sagrado (sacrum silentium)» (n. 30). En los casos más leves,
el sacerdote, que es siempre el gran protagonista, el showman, procura
eludir toda solemnidad; con sus miradas y gestos, con la entonación de su voz,
hace de la celebración algo cotidiano, y finalmente trivial, insustancial; ya
no son signos, en el sentido litúrgico de la palabra. Nada de hieratismo; es
verdad que este podría ser externo, afectado, pero de suyo equivale a sagrado,
indica la sacralidad que corresponde a la actitud del sacerdote, que por su
ministerio está en contacto con las realidades divinas, lo cual debe notarse en
el estilo de la celebración. En griego, una amplia familia de palabras,
vinculadas al verbo hieráo, expresa el carácter consagrado, sacral, que es
propio de los sacerdotes, destinados al culto de Dios; hieréus designa
al sacerdote, «tomado de entre los hombres y puesto para intervenir en favor de
los hombres en todo aquello que se refiere al servicio de Dios» (Heb 5, 1).
Jesús es «un Sumo Sacerdote (arjieréa mégan) insigne que penetró en el
cielo» (ib. 4, 14). No es esta una cuestión menor. En algunos círculos
eclesiásticos se piensa que en régimen cristiano ya no existe la distinción
sacro-profano, que es señalada como fundamental por la fenomenología de la
religión: sagrado es cuanto se refiere a «lo otro», lo «separado», lo «de
arriba», el mundo de los dioses. Cristo, con su sacrificio pascual ha
instituido e inaugurado la nueva y definitiva, escatológica sacralidad, ya que
él es «el Sumo Sacerdote de los bienes futuros» (arjieréus tōn genoménon
agathón, Heb 9, 11).
El
Cardenal Robert Sarah, Prefecto de la Congregación del Culto Divino y la
Disciplina de los Sacramentos, ha escrito recientemente: «El sentido de lo
sagrado encuentra su expresión a través de todos los umbrales, todas las
separaciones que rodean y protegen las realidades sagradas: la iglesia, el
coro, el altar, el tabernáculo. Hoy, en muchos lugares, todo es accesible a
todos. Se han suprimido los límites simbólicos como la barrera que rodeaba el
santuario de la iglesia, los escalones que rodeaban el altar. En consecuencia,
todo se hace común, es decir profano... Resulta lo mismo celebrar en un altar
consagrado o en una simple mesa. En esas condiciones, ¿cómo podríamos
experimentar lo descrito por el salmista: 'Me acercaré al altar de Dios, avanzaré
hasta Dios que es toda mi alegría' (Sal 42)». Si es desacralizada, la
sacramentalidad tergiversa su esencia, ya que por definición expresa en signos
sensibles establecidos por la autoridad eclesial las realidades divinas.
La
desacralización de la liturgia exhibe un problema más amplio que afecta a la
Iglesia desde hace más o menos medio siglo: la caída del teocentrismo al
antropocentrismo, y la penetración en la comunidad de los fieles de la cultura
propia de la Revolución anticristiana. La finalidad de la celebración
eucarística no parece ya primera y esencialmente el culto de Dios, sino la
búsqueda y manifestación del bienestar y gusto de los asistentes. Dicho
sencillamente: la liturgia no es ya para Dios, expresión de la fe y la
adoración, comunicación de la tierra con el cielo, sino para el hombre, que
impone su autorreferencialidad. El pasaje citado del Cardenal Sarah recoge
varios indicios que permiten formular esta sentencia: el altar ya no es la
piedra del sacrificio, con el significado ancestral que expresa, sino la mesa
alrededor de la cual se reúne la comunidad para un banquete fraterno; esas dos
dimensiones no deberían separarse, ya que la comida que se comparte es la
comunión con la víctima sacrificial. Ahora no suele ponerse una cruz sobre la mesa,
falla que ha intentado corregir Benedicto XVI; tampoco, según se piensa, puede
haber sobre ella seis candelabros, porque taparían la visión del protagonista.
El sagrario ha cedido muchas veces su lugar a la «sede presidencial», o bien
esta se ubica incómodamente delante de aquel. Una solución correcta sería, en
todo caso, habilitar una capilla digna y hermosamente dotada para la reserva
eucarística, que asimismo daría cabida a la adoración de los fieles.
En
diversos pasajes del Ordinario de la misa se expresa claramente que se trata
del culto de Dios. Al final del prefacio las voces de los presentes son
invitadas a unirse a la alabanza incesante de los ángeles en el cielo, y la
plegaria eucarística concluye con una doxología trinitaria: el honor y la gloria
son dirigidos al Padre, por Cristo, con él, y en él, en la unidad del Espíritu
Santo. Pero la falta de una frecuente catequesis litúrgica, y la mentalidad
antropocéntrica que ha invadido la cultura católica, quitan vigor, en la
comprensión de todos, a ese rasgo definitorio y lo hacen pasar sin relieve.
En
este contexto, no es un asunto menor el de la dirección hacia donde se dirige
la celebración. Lo que corresponde a la naturaleza del rito de la misa es que
desde el inicio y hasta el final de la liturgia de la Palabra, el sacerdote
mire a los fieles, a quienes se dirige la proclamación y la enseñanza. Luego,
el celebrante se pone al frente de aquellos, y toda la asamblea se dirige ad
orientem, hacia el Señor a quien contemplamos con amor mientras se ofrece el
sacrificio. Jesús es «el Sol naciente» - Anatolḗ ex hýpsous, Lc 1, 78-
hacia Él deben dirigirse nuestras miradas; celebramos la eucaristía esperando
su segunda Venida. Pero esta disposición, que es la teológicamente correcta,
resulta impracticable porque se considera escandaloso que el sacerdote «dé la
espalda» a los asistentes. En lugares donde alguien se ha animado a asumirla ha
sido prohibida expresamente. Ignorancia y prejuicio van juntos.
Desgraciadamente este aspecto tan significativo no se explicó ni practicó desde
la vigencia del nuevo rito; sin embargo, quienes no carecen de sentido
litúrgico pueden comprender que esa dirección es la que corresponde al espíritu
del culto de Dios, y no resulta improbable que en algunos lugares ese respeto de
la verdad pueda ejercitarse finalmente. Esta cuestión no me parece banal, ya
que en ella se manifiesta el tránsito del teocentrismo al antropocentrismo. Los
ritos orientales pueden sugerir una reflexión atinada, sobre el punto, al rito
romano. La cuestión cultural de fondo muestra un problema típico de la
modernidad occidental, que se aleja de la gran tradición común a los «dos
pulmones» de la Iglesia.
En
mi opinión, una de las causas principales de desacralización es el cambio
registrado en los usos musicales. Comienzo con una referencia a la antigüedad
clásica. Platón comprendió cabalmente el valor educativo de la música; su
programa de formación interior del hombre implica que la educación del alma
comienza por la música. Según el filósofo ateniense, «la música alcanza su
coronación en el amor de lo bello»; esta noción tiene un significado a la vez
cívico y religioso. En su República practica un cuidadoso
discernimiento de textos y melodías para excluir todo aquello que considera
lesivo de la dignidad de los dioses y delicuescente de la personalidad que
corresponde a un ciudadano; se atreve a impugnar fragmentos de Hesíodo y
Homero, así como también melodías que fomentan el desorden de las pasiones; la
medida objetiva debe ser la kalokagathía -verdad y bien, virtud-.
Critica la concesión a las masas, lo que hoy llamaríamos «populismo cultural»;
podemos imaginar qué pensaría si oyera la música presuntamente litúrgica de
nuestras celebraciones. Omito las numerosísimas referencias posibles a la
Sagrada Escritura, sobre todo a los Salmos, que ofrecen un panorama de lo que
ha sido la música litúrgica en Israel. Se nos invita, en el Oficio Divino; un
solo ejemplo: «Alabad al Señor, que la música es buena; nuestro Dios merece una
alabanza armoniosa» (Sal 146, 1).
Pasemos
a las disposiciones conciliares. Ante todo, algo elemental que se desprende de
esas indicaciones: lo que corresponde, en primer lugar, es cantar la misa,
no poner cantos en ella, y hacerlo incluso en latín, aunque se emplee
normalmente la lengua vulgar; no hay incompatibilidad. «Ha de procurarse que
los fieles sean capaces de recitar o cantar juntos en latín las partes del
Ordinario de la misa que les corresponde» (SC. 54); digamos para no exagerar:
Kyrie, Sanctus, Agnus Dei, como lo hacían antaño en las parroquias de barrio
ancianas que nunca habían estudiado la lengua del Lacio. Todo el capítulo VI de
la Constitución Sacrosanctum Concilium versa sobre la música sagrada
(así se la llama repetidas veces), con esta indicación general que no ha sido respetada:
«Consérvese y cultívese con sumo cuidado el tesoro de la música sacra;
foméntense diligentemente las scholae cantorum, sobre todo en las iglesias
catedrales (SC. 114)». «La música no es una decoración; tiene una función
ministerial» (SC. 112). Otra: «La iglesia reconoce el canto gregoriano como el
propio de la liturgia romana; en igualdad de circunstancias, por tanto, hay que
darle el primer lugar en las acciones litúrgicas». Allí mismo se indica que «no
ha de excluirse la polifonía» (SC. 116).
En
continuidad con la obra realizada por San Pío X a comienzos del siglo XX, el
Vaticano II manda completar la edición crítica de los libros de canto
gregoriano, y preparar una edición «que contenga modos más sencillos para uso
de las iglesias menores» (SC. 117). Todas estas aspiraciones podrían también
cumplirse en nuestros días si se atendiera a este aspecto de la formación de
los futuros sacerdotes: «Dése mucha importancia a la enseñanza y la práctica
musical en los seminarios» (SC. 115). Se hizo todo lo contrario: el populismo
progresista destruyó todo lo que pudo de lo que con mucho empeño y paciencia se
había logrado en algunos lugares.
El
Concilio no se cerró a otras posibilidades: «También ha de fomentarse el canto
religioso popular» siempre que las piezas sean aptas para el uso sagrado (SC.
118); se piensa en primer lugar en ejercicios piadosos, aunque no se excluyen
las acciones litúrgicas. En la Argentina existían colecciones de cantos de
inspiración bíblica, y una de 72 salmos que fue muy difundida; algo de eso
sobrevive en algunos lugares, ya que había sido plenamente adoptado por los
fieles. En cuanto a los instrumentos, se renueva la estima del órgano de tubos
como el tradicional, porque «puede aportar un esplendor notable -mirum
splendorem- a las ceremonias de la Iglesia, y levantar poderosamente las almas
hacia Dios y hacia las realidades celestiales» (SC. 120). Entre nosotros hay
pocos, y de difícil y costoso mantenimiento. Era muy común antaño en las
parroquias, que en su mayoría carecían de un gran órgano, el armonio, especie
de órgano pequeño, y no faltaba una señora o señorita que se prestara a
ejecutarlo durante las misas solemnes. En el mismo párrafo se expresa la
posible admisión de otros instrumentos, con esta condición: «Siempre que sean
aptos o puedan adaptarse al uso sagrado, convengan a la dignidad del templo, y
contribuyan realmente a la edificación de los fieles». Entre nosotros el
espectro se ha reducido a un solo instrumento, la guitarra, y por lo general
mal tocada; sirve para subrayar ritmos marcados que son lo contrario del modo
libre y sereno propio del gregoriano. A veces se le une un pequeño bombo,
característico del folclore del interior del país. El problema principal sigue
siendo el ya apuntado: ¿qué es lo sagrado, qué es la música sacra? La
letra de los cantos suele ser sentimental.
Me
he extendido ampliamente sobre este capítulo porque, como ya lo he indicado,
considero que aquí se encuentra una causa principal de desacralización; por
aquí también podría iniciarse la recuperación de la belleza, solmenidad y
sacralidad del culto, remontando el camino errado que se tomó en el
posconcilio. El Concilio auspiciaba una seria formación musical, con buena base
teológica e histórica; quiera Dios suscitar pioneros de la necesaria instauratio,
y que los pastores de la Iglesia le concedan, le respeten la libertad que
tienen derecho a ejercer.
Concluyo
con una rápida referencia al Capítulo VII de Sacrosanctum Concilium, sobre
el arte y los objetos sagrados; notemos de paso la continua reiteración en todo
el documento del adjetivo sacrum, innegable caracterización de la
liturgia, que se dirige primeramente a Dios, y versa sobre los misterios
divinos que nos han sido comunicados en Cristo.
El
arte religioso y su cumbre -culmen- el arte sacro, se cuenta entre las bellas
artes -artes ingenuae-, nobilísimas actividades del espíritu humano (SC. 122),
que intentan reflejar algo de la infinita belleza de Dios. Estas obras humanas
se dedican a la alabanza y gloria de Dios, y colaboran para orientar a los
hombres hacia Él. El texto designa a la Iglesia como «amiga de las bellas
artes»; la historia lo comprueba abundantemente. Ella ha procurado siempre «con
especial interés que los objetos sagrados -sacra supellex, menaje del templo-
sirvieran al esplendor del culto con dignidad y belleza» (ib.). Otra indicación
muy importante: la Iglesia no tiene un estilo propio, sino que coordinó las
formas de cada época con las necesidades de los diversos ritos y las
características de los diversos pueblos (SC. 123). Así creó «un tesoro
artístico digno de ser conservado cuidadosamente» (ib.). Ese patrimonio
constituye un admirable concierto por el cual en los siglos pasados los grandes
hombres han «cantado la fe» -catholicae fidei cecinere-. He podido comprobar
personalmente y de cerca tal preocupación eclesial, ya que durante dos períodos
he sido consejero de la Pontificia Comisión para los Bienes Culturales de la
Iglesia, creada por Juan Pablo II (creo que actualmente no existe).
También
en nuestros días la Iglesia debe «promover y favorecer un arte auténticamente
sacro» (SC. 124), y realizado según los estilos de nuestro tiempo, en búsqueda
de una noble belleza; esta expresión, nobilem pulchritudinem se opone
a la mera suntuosidad -meram sumptuositatem-. No falta una advertencia para
excluir de los templos y demás lugares sagrados «aquellas obras artísticas que
repugnen a la fe, a las costumbres y a la piedad cristiana y ofendan el sentido
auténticamente religioso, ya sea por la depravación de las formas, ya sea por
la insuficiencia, la mediocridad o la falsedad del arte» (ib.). Es decir: el
moderno arte sacro no tiene derecho a producir adefesios. Templos, imágenes,
vestimentas, utensilios del altar, todo debe relucir por una sencilla belleza.
Para
continuar y actualizar esta tradición, el Concilio apunta dos medios que, al
menos en estas tierras, no son tenidas en cuentas: «Los obispos, sea por sí
mismos, sea por medio de sacerdotes competentes, dotados de conocimientos
artísticos y aprecio por el arte, interésense por los artistas, a fin de
imbuirlos del espíritu del arte sacro y de la sagrada liturgia (SC. 127); el
segundo: »Los clérigos, mientras estudian filosofía y teología, deben ser
instruidos también sobre la historia y evolución del arte sacro, sobre los
sanos principios en que deben fundarse sus obras, de modo que sepan apreciar y
conservar los venerables monumentos de la Iglesia y puedan orientar a los
artistas en la ejecución de sus obras (SC. 129).
Me
he detenido en numerosas citas del texto conciliar porque es poco conocido, y
porque durante mucho tiempo en nombre del Vaticano II, y muchas veces
aferrándose a sus ambigüedades, se ha hecho todo lo contrario: ¡mysterium
iniquitatis!.
La
liturgia es para Dios, es el culto que los hombres le rinden, en el cual se
hacen presentes los grandes y terribles misterios de Cristo; porque es así, los
hombres de fe reciben de esos misterios la vida, especialmente los pobres,
según la primera bienaventuranza.
+ Héctor Aguer, Arzobispo emérito de
La Plata
Jueves, 15 de octubre de 2020.
Santa Teresa de Jesús, virgen y doctora de la
Iglesia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario