HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
EN LABEATIFICACIÓN DE JUAN PABLO II
1 de mayo de 2011
Queridos hermanos y
hermanas:
Hace seis años nos
encontrábamos en esta Plaza para celebrar los funerales del Papa Juan Pablo II.
El dolor por su pérdida era profundo, pero más grande todavía era el sentido de
una inmensa gracia que envolvía a Roma y al mundo entero, gracia que era fruto
de toda la vida de mi amado Predecesor y, especialmente, de su testimonio en el
sufrimiento. Ya en aquel día percibíamos el perfume de su santidad, y el Pueblo
de Dios manifestó de muchas maneras su veneración hacia él. Por eso, he querido
que, respetando debidamente la normativa de la Iglesia, la causa de su
beatificación procediera con razonable rapidez. Y he aquí que el día esperado
ha llegado; ha llegado pronto, porque así lo ha querido el Señor: Juan Pablo II
es beato.
Deseo dirigir un
cordial saludo a todos los que, en número tan grande, desde todo el mundo,
habéis venido a Roma, para esta feliz circunstancia, a los señores cardenales,
a los patriarcas de las Iglesias católicas orientales, hermanos en el
episcopado y el sacerdocio, delegaciones oficiales, embajadores y autoridades,
personas consagradas y fieles laicos, y lo extiendo a todos los que se unen a
nosotros a través de la radio y la televisión.
Éste es el segundo
domingo de Pascua, que el beato Juan Pablo II dedicó a la Divina
Misericordia. Por eso se eligió este día para la celebración de hoy, porque mi
Predecesor, gracias a un designio providencial, entregó el espíritu a Dios
precisamente en la tarde de la vigilia de esta fiesta. Además, hoy es el primer
día del mes de mayo, el mes de María; y es también la memoria de san José
obrero. Estos elementos contribuyen a enriquecer nuestra oración, nos ayudan a
nosotros que todavía peregrinamos en el tiempo y el espacio. En cambio, qué
diferente es la fiesta en el Cielo entre los ángeles y santos. Y, sin embargo,
hay un solo Dios, y un Cristo Señor que, como un puente une la tierra y el
cielo, y nosotros nos sentimos en este momento más cerca que nunca, como
participando de la Liturgia celestial.
«Dichosos los que crean sin haber visto» (Jn 20, 29). En el evangelio de hoy, Jesús pronuncia esta bienaventuranza: la bienaventuranza de la fe. Nos concierne de un modo particular, porque estamos reunidos precisamente para celebrar una beatificación, y más aún porque hoy un Papa ha sido proclamado Beato, un Sucesor de Pedro, llamado a confirmar en la fe a los hermanos. Juan Pablo II es beato por su fe, fuerte y generosa, apostólica. E inmediatamente recordamos otra bienaventuranza: «¡Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás!, porque eso no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en el cielo» (Mt 16, 17). ¿Qué es lo que el Padre celestial reveló a Simón? Que Jesús es el Cristo, el Hijo del Dios vivo. Por esta fe Simón se convierte en «Pedro», la roca sobre la que Jesús edifica su Iglesia. La bienaventuranza eterna de Juan Pablo II, que la Iglesia tiene el gozo de proclamar hoy, está incluida en estas palabras de Cristo: «Dichoso, tú, Simón» y «Dichosos los que crean sin haber visto». Ésta es la bienaventuranza de la fe, que también Juan Pablo II recibió de Dios Padre, como un don para la edificación de la Iglesia de Cristo.
Pero nuestro
pensamiento se dirige a otra bienaventuranza, que en el evangelio precede a
todas las demás. Es la de la Virgen María, la Madre del Redentor. A ella, que
acababa de concebir a Jesús en su seno, santa Isabel le dice: «Dichosa tú, que
has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá» (Lc 1, 45). La
bienaventuranza de la fe tiene su modelo en María, y todos nos alegramos de que
la beatificación de Juan Pablo II tenga lugar en el primer día del mes mariano,
bajo la mirada maternal de Aquella que, con su fe, sostuvo la fe de los Apóstoles,
y sostiene continuamente la fe de sus sucesores, especialmente de los que han
sido llamados a ocupar la cátedra de Pedro. María no aparece en las narraciones
de la resurrección de Cristo, pero su presencia está como oculta en todas
partes: ella es la Madre a la que Jesús confió cada uno de los discípulos y
toda la comunidad. De modo particular, notamos que la presencia efectiva y
materna de María ha sido registrada por san Juan y san Lucas en los contextos
que preceden a los del evangelio de hoy y de la primera lectura: en la
narración de la muerte de Jesús, donde María aparece al pie de la cruz
(cf. Jn 19, 25); y al comienzo de los Hechos de los Apóstoles,
que la presentan en medio de los discípulos reunidos en oración en el cenáculo
(cf. Hch. 1, 14).
También la segunda
lectura de hoy nos habla de la fe, y es precisamente san Pedro quien escribe,
lleno de entusiasmo espiritual, indicando a los nuevos bautizados las razones
de su esperanza y su alegría. Me complace observar que en este pasaje, al
comienzo de su Primera carta, Pedro no se expresa en un modo exhortativo,
sino indicativo; escribe, en efecto: «Por ello os alegráis», y añade: «No
habéis visto a Jesucristo, y lo amáis; no lo veis, y creéis en
él; y os alegráis con un gozo inefable y transfigurado, alcanzando
así la meta de vuestra fe: vuestra propia salvación» (1 P 1, 6.8-9). Todo
está en indicativo porque hay una nueva realidad, generada por la resurrección
de Cristo, una realidad accesible a la fe. «Es el Señor quien lo ha hecho –dice
el Salmo (118, 23)– ha sido un milagro patente», patente a los ojos
de la fe.
Queridos hermanos y
hermanas, hoy resplandece ante nuestros ojos, bajo la plena luz espiritual de
Cristo resucitado, la figura amada y venerada de Juan Pablo II. Hoy, su nombre
se añade a la multitud de santos y beatos que él proclamó durante sus casi 27
años de pontificado, recordando con fuerza la vocación universal a la medida
alta de la vida cristiana, a la santidad, como afirma la Constitución conciliar
sobre la Iglesia Lumen gentium. Todos los miembros del Pueblo de Dios
–obispos, sacerdotes, diáconos, fieles laicos, religiosos, religiosas– estamos
en camino hacia la patria celestial, donde nos ha precedido la Virgen María,
asociada de modo singular y perfecto al misterio de Cristo y de la Iglesia.
Karol Wojtyła, primero como Obispo Auxiliar y después como Arzobispo de
Cracovia, participó en el Concilio Vaticano II y sabía que dedicar a María el
último capítulo del Documento sobre la Iglesia significaba poner a la Madre del
Redentor como imagen y modelo de santidad para todos los cristianos y para la
Iglesia entera. Esta visión teológica es la que el beato Juan Pablo II
descubrió de joven y que después conservó y profundizó durante toda su vida.
Una visión que se resume en el icono bíblico de Cristo en la cruz, y a sus pies
María, su madre. Un icono que se encuentra en el evangelio de Juan (19, 25-27)
y que quedó sintetizado en el escudo episcopal y posteriormente papal de Karol
Wojtyła: una cruz de oro, una «eme» abajo, a la derecha, y el lema: «Totus tuus»,
que corresponde a la célebre expresión de san Luis María Grignion de Monfort,
en la que Karol Wojtyła encontró un principio fundamental para su vida: «Totus
tuus ego sum et omnia mea tua sunt. Accipio Te in mea omnia. Praebe mihi cor
tuum, Maria -Soy todo tuyo y todo cuanto tengo es tuyo. Tú eres mi todo,
oh María; préstame tu corazón». (Tratado de la verdadera devoción a la
Santísima Virgen, n. 266).
El nuevo Beato
escribió en su testamento: «Cuando, en el día 16 de octubre de 1978, el
cónclave de los cardenales escogió a Juan Pablo II, el primado de Polonia,
cardenal Stefan Wyszyński, me dijo: “La tarea del nuevo Papa consistirá en
introducir a la Iglesia en el tercer milenio”». Y añadía: «Deseo expresar una
vez más gratitud al Espíritu Santo por el gran don del Concilio Vaticano II,
con respecto al cual, junto con la Iglesia entera, y en especial con todo el
Episcopado, me siento en deuda. Estoy convencido de que durante mucho tiempo
aún las nuevas generaciones podrán recurrir a las riquezas que este Concilio
del siglo XX nos ha regalado. Como obispo que participó en el acontecimiento
conciliar desde el primer día hasta el último, deseo confiar este gran
patrimonio a todos los que están y estarán llamados a aplicarlo. Por mi parte,
doy las gracias al eterno Pastor, que me ha permitido estar al servicio de esta
grandísima causa a lo largo de todos los años de mi pontificado». ¿Y cuál es
esta «causa»? Es la misma que Juan Pablo II anunció en su primera Misa solemne
en la Plaza de San Pedro, con las memorables palabras: «¡No temáis! !Abrid, más
todavía, abrid de par en par las puertas a Cristo!». Aquello que el Papa recién
elegido pedía a todos, él mismo lo llevó a cabo en primera persona: abrió a
Cristo la sociedad, la cultura, los sistemas políticos y económicos,
invirtiendo con la fuerza de un gigante, fuerza que le venía de Dios, una
tendencia que podía parecer irreversible. Con su testimonio de fe, de amor y de
valor apostólico, acompañado de una gran humanidad, este hijo ejemplar de la
Nación polaca ayudó a los cristianos de todo el mundo a no tener miedo de
llamarse cristianos, de pertenecer a la Iglesia, de hablar del Evangelio. En
una palabra: ayudó a no tener miedo de la verdad, porque la verdad es garantía
de libertad. Más en síntesis todavía: nos devolvió la fuerza de creer en
Cristo, porque Cristo es Redemptor hominis, Redentor del hombre: el tema
de su primera Encíclica e hilo conductor de todas las demás.
Karol Wojtyła subió al
Solio de Pedro llevando consigo la profunda reflexión sobre la confrontación
entre el marxismo y el cristianismo, centrada en el hombre. Su mensaje fue
éste: el hombre es el camino de la Iglesia, y Cristo es el camino del hombre.
Con este mensaje, que es la gran herencia del Concilio Vaticano II y de su
«timonel», el Siervo de Dios el Papa Pablo VI, Juan Pablo II condujo al Pueblo
de Dios a atravesar el umbral del Tercer Milenio, que gracias precisamente a
Cristo él pudo llamar «umbral de la esperanza». Sí, él, a través del largo
camino de preparación para el Gran Jubileo, dio al cristianismo una renovada
orientación hacia el futuro, el futuro de Dios, trascendente respecto a la
historia, pero que incide también en la historia. Aquella carga de esperanza
que en cierta manera se le dio al marxismo y a la ideología del progreso, él la
reivindicó legítimamente para el cristianismo, restituyéndole la fisonomía
auténtica de la esperanza, de vivir en la historia con un espíritu de
«adviento», con una existencia personal y comunitaria orientada a Cristo,
plenitud del hombre y cumplimiento de su anhelo de justicia y de paz.
Quisiera finalmente
dar gracias también a Dios por la experiencia personal que me concedió, de
colaborar durante mucho tiempo con el beato Papa Juan Pablo II. Ya antes había
tenido ocasión de conocerlo y de estimarlo, pero desde 1982, cuando me llamó a
Roma como Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, durante 23
años pude estar cerca de él y venerar cada vez más su persona. Su profundidad
espiritual y la riqueza de sus intuiciones sostenían mi servicio. El ejemplo de
su oración siempre me ha impresionado y edificado: él se sumergía en el
encuentro con Dios, aun en medio de las múltiples ocupaciones de su ministerio.
Y después, su testimonio en el sufrimiento: el Señor lo fue despojando
lentamente de todo, sin embargo él permanecía siempre como una «roca», como
Cristo quería. Su profunda humildad, arraigada en la íntima unión con Cristo,
le permitió seguir guiando a la Iglesia y dar al mundo un mensaje aún más
elocuente, precisamente cuando sus fuerzas físicas iban disminuyendo. Así, él
realizó de modo extraordinario la vocación de cada sacerdote y obispo: ser uno
con aquel Jesús al que cotidianamente recibe y ofrece en la Iglesia.
¡Dichoso tú, amado
Papa Juan Pablo, porque has creído! Te rogamos que continúes sosteniendo desde
el Cielo la fe del Pueblo de Dios. Desde el Palacio nos has bendecido muchas
veces en esta Plaza. Hoy te rogamos: Santo Padre: bendícenos. Amén.
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