La perdiz tierna
Una Perdiz madre a
quien la Comadreja le sorbió tres huevos – y no le sorbió los cuatro porque
Guañabéns, que andaba con la escopeta, de una perdigonada le quemó las ancas– ,
con la aflicción de su desgracia, sobre que era cariñosa de por sí, empolló su
huevo unigénito con cuadruplicado ardor. Nació un lindo pichón color canela; y
quiso echar a correr como un pollito en la mañana fresca y húmeda. Pero su
madre no quería ser menos que la Cardenala que tenía el nido en un naranjo y
polluelos de quince días, que no dejaba salir sin embargo, hasta que no
tuviesen volantones. Y así le prohibió que saliese y le trajo gusanitos y lo
calentó con sus alas, que para eso tenía él mamá de posición y no necesitaba ir
a trabajarse el sustento por esos surcos de Dios, llenos en aquel momento de
los silbos alegres y tímidos de los perdigoncitos pobretes sus vecinos, nacidos
aquel mismo día.
Los pájaros del cielo,
que anidaban en los árboles, tienen que pasar antes de salir del nido por las
cuatro edades, de tripón, pintón, plumadito y volantón; pero los pájaros de la
tierra como la perdiz y el ñandú, apenas nacen, ya son volantones – y nunca
salen de ahí en su vida– , y se arreglan ya por sí solos, y andan, cazan y campan
como mayores, y disparan – como decía Guañabéns, el fabricante de plumeros– , "que
el Diablo que se los lleva".
Y este fue el error de
la joven madre. Quiso tener a su hijo al calorcito de su seno y de sus plumas –
y eso que el muchachito quería irse con los otros cada día– ; quiso alimentarlo
con lombricita mascada, cuando el otro ya tenía pico duro; lo tuvo a la sombra
y bajo sus alas; y no le dio jamás un mal picotazo porque lo quería mucho,
cuando los otros tenían ya el lomo curtido de los golpes con que sus madres les
enseñaban a no salir del matojo cuando se oye ruido, a acurrucarse inmóviles y
a hacerse tierra y hojas secas cuando pasa el Hombre, el Zorrino o el Lechuzón
Blanco.
Creció pues aquel perdigón de nido, perdigón de invernáculo; y salió lindo, pero fofo. Grandote y sin gracia, como flor de sótano, con las patas rosadas y flojas en vez de firmes y rojas; los ojos rojos en vez de negros y la plumazón albina y clara, que en vez del lindo percal rameado de los otros era fina seda gris.
Apenas salió al sol,
grandote e inútil, parecía que se quería derretir, y la gente le cantaba:
La lechuza es batará
y el tero picotazo overo
y la perdiz es barcina, ay, ay, ay,
moteada de blanco y negro.
Eso sí, muy bien
educado, y no como esa gentuza, decía la madre del zascandil aquel, que no
parecía varón ni era hombre para nada, que lo reventaba un volido de treinta
metros y no sabía disparar ni esconderse, ni aguantaba la luz del mediodía con
sus ojos tiernos, ni veía el granito perdido en el surco, ni encontraba
sustento. Se le burlaban todos. No tenía resolución para nada, ni para irse de
allí, donde era infeliz. Pasaba terrores y apuros sin cuento porque no sabía
defenderse ni siquiera del Gato, del cual las perdices se burlaban. Una paja lo
cortaba, una espina lo mancaba, la escarcha lo endurecía, un calorazo de enero
lo ponía hecho una esponja.
Fue un día al Tero y
le dijo:
– ¡Son todos crueles
conmigo, todos me persiguen, todos son enemigos míos, no sé por qué!
– ¡No, m'hijo! – le
dijo el Tero– . Ninguno es cruel. La vida es cruel. ¿Querés saber quién fue
cruel con vos? La verdad hay que decirla, aunque sea dura, y yo te la voy a
decir, como se lo dije a ella muchas veces por más que lloraba cuando ya no
había remedio. El enemigo tuyo ha sido tu finada madre que de quererte tanto,
tanto, te ahorró las molestias pequeñas, y te legó las grandes. Tu finada madre
ha sido cruel. Dios le haya perdonado que la pobre no sabía que con sus mimos
te dejó en herencia buenos modales pero malas costumbres.
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